La buena voluntad. Ingmar Bergman
Detiene a Siri, que se dispone a hacerlo con un gesto especial de reprobación en la cara que asustaría a cualquiera. Anna abre la puerta. Allí está Henrik Bergman. Está paralizado de terror.
henrik: Llego con retraso. Llego tarde.
anna: Le daremos la cena de todos modos. Aunque va a tener que sentarse en la cocina.
henrik: Lo siento… Yo, en general soy…
anna: … un ministro de la puntualidad. Ya lo sabemos. ¡Pase, pase, que no se retrase más la cena!
henrik: No, no creo que me atreva.
Henrik se da la vuelta bruscamente y se encamina con pasos rápidos a la escalera. Anna va tras él y lo toma del brazo. Se aguanta las ganas de reír.
anna: Es verdad que somos bastante peligrosos cuando nos reunimos todos en familia, especialmente si no comemos a la hora prevista. Pero creo, sin embargo, que debe usted armarse de valor. Va a ser una comida muy rica y el postre lo he hecho yo con mis propias manos. Vamos, venga. Hágalo por mí.
Le quita la gorra de bachiller y le alisa el pelo con la mano; Eso es, así está usted bien, y lo empuja delante de ella por el vestíbulo.
anna: El señor Bergman pide mil perdones. Fue a visitar a un amigo enfermo y tuvo que ir a la farmacia. Había bastante cola y por eso se retrasó.
karin: Buenas tardes, señor Bergman. Bienvenido. Espero que su amigo no esté gravemente…
henrik: No… no… Solo está…
anna: Se ha roto una pierna. Este es mi padre.
johan åkerblom: Bienvenido. Se parece usted mucho a su abuelo.
henrik: Eso dicen, sí.
anna: Mis hermanos Gustav, Oscar y Carl; Martha, que está casada con Gustav; y Svea, con Oscar; las niñas son hijas de Gustav y Martha; y este es Torsten Bohlin, que dicen que será mi prometido. Ahora ya conoce usted a la familia.
karin: Bueno, pues entonces vamos a la mesa ya.
ernst: Hola, Henrik.
henrik: Hola.
ernst: ¿Quién se ha roto la pierna?
henrik: Nadie. Es que tu hermana…
ernst: ¡Ja, ja, ten cuidado con ella!
henrik: Yo ya no tengo…
karin (interrumpe): ¿Quiere ser tan amable, señor Bergman, de sentarse allí, al lado de doña Martha? Y Torsten, por favor, al lado de Anna. Vamos a bendecir la mesa.
todos: Derrama, Señor, tu bendición sobre nosotros y sobre los alimentos que vamos a tomar, amén.
Rápidas inclinaciones y reverencias. Todos se sientan conversando animadamente. Siri y Lisen, uniformadas de negro con cofias blancas almidonadas, aparecen con espárragos frescos y agua de Seltz.
Las vicisitudes no han terminado todavía para Henrik Bergman. Él no ha visto un espárrago en su vida. Jamás ha tomado una comida de cuatro platos ni ha bebido otra cosa que agua, cerveza o aguardiente, no ha visto en su vida un lavamanos con una pequeña flor roja flotando en el agua, nunca tantos cuchillos y tenedores, nunca ha dado conversación a una señora sarcástica y afable que habla con fuerte acento ruso. Se alzan muros, se abren abismos.
martha: Yo soy de San Petersburgo. Mi familia sigue viviendo allí en una gran casa junto a los jardines de Alexander. San Petersburgo es una ciudad muy bonita, sobre todo en otoño. ¿Ha estado usted en San Petersburgo? Yo voy todos los años en septiembre, es la estación más hermosa, para entonces ya ha vuelto todo el mundo del veraneo y empieza la temporada, las fiestas, los teatros, los conciertos. Usted va a ser sacerdote. Tiene usted un aspecto muy adecuado para ello. Tiene usted los ojos bonitos y tristes, seguro que a las mujeres les encanta un físico así. Pero hay que retirar el pelo de la frente cuando se tiene una frente de poeta tan joven y tan bella. ¡Permítame que lo ayude! Gustav, mi marido, ese gordo bonachón que está allí sentado, ¡sí, sí, ese, estoy hablando de ti, querido!, es catedrático de Derecho Romano, nadie se lo imaginaría con esa pinta… (Se ríe a carcajadas). Va a hacer veinte años que estoy en Suecia, me encanta su país, pero yo soy rusa, Gustav parece un panadero, pero es un alma de Dios. Estaba de visita en San Petersburgo y nos conocimos en una fiesta de beneficencia, se me declaró esa misma noche y yo me dije: Martha, no seas tonta, seguro que puedes conseguir un marido más guapo, pero ese hombre tiene un corazón de oro puro, así que nos casamos un año más tarde, y claro que a veces me sorprenden este país y estas gentes singulares, pero la verdad es que no me he arrepentido nunca. Y el arrepentimiento tampoco casa mucho con mi temperamento. ¿Es usted una persona dada al arrepentimiento? (Se ríe, se pone seria). Las iglesias son tan pobres en este país, también las canciones, no hay momentos grandiosos. Mi querido joven, a veces tengo la impresión de que rogamos a dos dioses distintos. (Se ríe bajito). Voy a… no, espere un momento, voy a enseñarle a usted cómo se comen los espárragos. Mire, lo más rico son las puntas, está permitido pinzar el tallo con los dedos, así saben mejor… Da más gusto. Se ponen en la boca y se muerden despacito. Y así se hace con el lavamanos, fíjese en mí, señor Bergman.
El menú se compone, además de los espárragos, de pastel de salmón con salsa verde, pollo con verduras (difícil de manipular) y la obra maestra de Anna: un tembloroso flan.
Después de tomar café en el salón, se toca música. Va oscureciendo a través de los ventanales. Se encienden velas en torno a los músicos. El andante del último cuarteto para cuerda de Beethoven. Johan Åkerblom toca el violoncelo, Carl es un buen violinista aficionado, miembro de la orquesta de la universidad. Ernst es el segundo violín, con más sentimiento que acierto. A la hora del café y los licores, baja del piso de arriba un músico jubilado que ha tocado en la orquesta de la corte con su viola; es un personaje atento, amable y algo estirado. Le cuesta mucho esfuerzo tocar en semejante compañía, pero el director de Tráfico ha avalado algunas de sus letras de cambio, lo que mitiga el sacrificio.
Música y anochecer, Henrik se sume en meditaciones: todo esto es como un sueño, al margen y lejos de su propia vida gris. Anna está sentada junto a la ventana mirando fijamente a los músicos y escuchando con atención. Su perfil se recorta contra la luz del ocaso. Ella se siente observada, domina su primer impulso, pero cede enseguida y vuelve la mirada hacia Henrik. Él la mira con seriedad, ella sonríe un poco superficialmente, con una cierta ironía, pero luego se pone seria también, devuelve la seriedad de Henrik; sí te veo, sí. Veo.
Es hora de irse y de decir adiós. Henrik se inclina y da las gracias en todas las direcciones, durante un instante tiene a Anna frente a él. Ella se pone de puntillas y le habla bajito al oído, su pelo perfumado, el ligero roce.
anna: Yo me llamo Anna, y tú, Henrik, ¿verdad?
Se aleja enseguida y se pone junto a su padre, lo toma del brazo y apoya la cabeza en su hombro, todo un poco teatral, pero con encanto, y no desprovisto de talento.
Henrik está aturdido. (Se dice así. Resulta banal, pero en este momento no hay mejor palabra: aturdido). Henrik está, pues, aturdido en la esquina de Trädgårdsgatan con Ågatan, sabe que debería irse a casa a escribirle a su madre esa difícil carta que tiene que escribirle, pero aún es pronto y se siente solo. Su amigo Ernst se fue de juerga con muchas prisas, Drottninggatan abajo, agitando los faldones del gabán.
Los castaños están en flor y se oye música militar del parque Municipal. El reloj da las nueve en la catedral y la campana Gunilla contesta con argentinas campanadas desde lo alto, sobre la cúpula de Sture.
Alguien le toca en el hombro. Es Carl. Se muestra muy amable, huele a coñac.
carl: ¿Le parece que vayamos juntos, señor Bergman? ¿Bajamos por esta calle hasta el estanque de los Cisnes a ver los tres cisnes nuevos Cygnus olor o el cisne negro Chenopsis atrata que acaban de importar de Australia? ¿O alargamos el paseo cien metros, nos tomamos una copa y —sobre todo— vemos a las tres putas nuevecitas que han traído de Copenhague? ¡Vamos al Flustret, señor Bergman, vamos al Flustret!
Carl