El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

El tren del páramo - Pedro Sánchez Jacomet


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será el partido? —dice ella.

      —Vicente es del Barcelona—dice su padre—. Es catalán, se lo toma muy en serio.

      Sus ojillos liliputienses, mutados tras las gafas de culo de vaso, sonríen maliciosos al contestar a Lupe. Al Larguirucho le desconcierta su sonrisa, un calor intenso le recorre todo el cuerpo. Lo dice con un tono cantarín, él nota la expresión de sorpresa de Lupe, corregida automáticamente. De un tiempo a esta parte, se siente incómodo siempre que ha de manifestar su procedencia. No sabe por qué. “¿Qué coño es ser catalán que tanta importancia le dan?”. Recuerda la visita del matrimonio Blázquez a su casa hace poco…

      … “El grupo de matrimonios pertenecía al movimiento familiar cristiano de la parroquia, tenían reuniones, rotaban por los domicilios. Habían acabado de cenar y departían, yo andaba por la planta de arriba, salía del baño para ir a la alcoba. Escucho sin querer parte de la conversación, la escalera actuaba como la caja de resonancia.

      —Los catalanes, la mitad separatistas y la mitad rojos—dijo el señor Blázquez.

      Se hizo un silencio sepulcral. Sus amigos pensarían cada cual su versión particular—conociendo el franquismo extremo de su amigo—, pero a todos les sonó a insulto. A comienzos de los sesenta los adjetivos que empleó eran sinónimos de “malditos”, “antiespañoles” y “bolcheviques”; con el paso de la lluvia por la piel de toro hispánica se ha lavado el segundo término, aunque el primero depende de dónde se mencione.

      —¿Y a mí en qué grupo me colocas? —dijo la madre, dolida.

      —Tú ya no eres catalana—contestó el padre de Lupe—, llevas tiempo fuera de Cataluña. Has crecido en Sevilla.

      La madre desmiente el argumento, se siente muy catalana, molesta por la infamia y el intento de cambiar su propia identidad. El padre de Lupe quiso curar la herida del puntapié, pero estas son más profundas que las externas que dejan cicatriz. Yo admiraba la paciencia con la que mi madre encajaba los insultos que me empezaban a sorprender. ¿Mi madre roja? No lo sé. Creo que el señor Blázquez no la conoce. ¿Separatista? El término me produjo confusión, desconocía entonces lo que significaba esa palabra aunque lo asocié con “catalán”, sabía que ella adoraba Cataluña y muchas veces hablaba de su niñez en el Pirineo con su abuela, sus palabras tensas de los años de la guerra en Madrid, mutaban a frases hermosas y sonrisas relajadas”. La de ella fue una generación de mujeres “menores de edad” hasta los años ochenta, cuando en el comienzo de nuestro andar democrático, se cambió la ley que subordinaba al marido a la mujer casada. La discriminación por su origen catalán, era pecata minuta para ella: su vida diaria metida en el chalé, bregando con cuatro hijos, arreglando la casa, preparando la comida, satisfaciendo al marido, eran sus verdaderos problemas, la absorberían por completo…

      … Lupe le sacó de su evocación y le empujó al encuentro.

      —¿Quién juega mejor? —dice ella.

      —A rachas—dice el Larguirucho—, pero el árbitro es algo casero.

      Sus ojos observaban la falda de Lupe, cada vez más cerca de su cintura. “A la muy puñetera es posible que se le vean las bragas desde la TV”.

      —No creas —dice el padre—, se tragó el fuera de juego del gol culé.

      —Yo no opino—dice ella—, no entiendo nada—y cruzó las piernas, dejando ver su medio muslo izquierdo—. Oigo a mis hermanos, se pelean por las jugadas. ¿No es un deporte?

      — No hay que perder los estribos, se nos olvida —sonríe el padre—. Los jóvenes sois más vehementes. Es cierto que, a veces, os contagiamos.

      —No sé—dice ella que ríe irónica—. Dicen que el estadio es el único sitio donde se puede chillar, decir lo que se piensa. Desahogarse a gusto.

      —¡Niña!—corta, serio, el señor Blázquez—. Hija mía ¿cómo puedes decir esas tonterías?

      Ella calló, el padre la presionó y le repitió la pregunta. Parecía molesto, no le gustaba que su hija interviniera en este tipo de conversaciones. Lupe se sintió acosada y se levantó.

      —Cómo eres —dice seca—, me voy a la cocina. Haré algo provechoso.

      —¡Es lo que tienes que hacer! —chilla el padre—. No sentarte con los hombres a ver el fútbol. Las mujeres a lo suyo, la cocina, la casa, la ropa.

      Al acabar el encuentro él se levantó para volver.

      —Muchas gracias—dijo, y se puso en pie—. ¡Hasta otro día!

      —Vicente—dijo el padre—, ven cuando quieras, en casa siempre hay alguien. Saluda a tus padres de mi parte.

      El señor Blázquez se despidió en el salón. Lupe le acompañó al recibidor.

      —¿Tan pronto? —Y agarró coqueta el pomo, cerrándole el paso—. ¿Por qué?

      —Es que, buen…bueno—dijo él—, mi madre quiere que le ayude con mis hermanos. El picor invadía hasta el último rincón de su cuerpo.

      —¿Vas mañana a misa de once?

      —No sé. Creo que tengo misa de equipo a las diez, con mis compañeros.

      Los ojos del Larguirucho navegaban por el mar avellana de los de ella.

      —Yo iré con Pepi, como siempre ¿por qué no vienes con nosotras? Me gustaría.

      —Vale—contestó para salir del paso.

      —¿Quieres que nos veamos después de misa? —insistió ella—.

      Lupe, astuta como un zorro, lo preguntaba conocedora de la atracción que sentía por ella. Le halagaba el interés de Blanch, su acoso hizo que él zozobrase, llego un momento en que no sabía qué decirle, parecía que se le hubiera ido el santo al cielo.

      —¿Te pasa algo? —dijo, sonriendo por su largo silencio—. ¿No te apetece volver a casa charlando?

      —Claro. Pero no podré si tengo alguna actividad después de misa. Ya nos veremos—dijo sudando y nervioso—.

      Había estado allí más de dos horas y no le había dicho nada de lo que sentía por ella. Lupe, coqueta, giró a su alrededor y se colocó delante de Blanch que le observaba sin parpadear, intentando adivinar algo de lo que maquinaba. La miraba con ojos de carnero a medio degollar: los ojos, el pelo, el escote, el olor, le fascinaba. Estaba en la Luna, no sabía cómo despedirse. Se acercaba a besarla pero retrocedía. Al fin, terminó por abrir la puerta, bajó las escaleras aprisa, corrió ingrávido, disparado como una flecha. Ella en la calma de su casa, quizá cavilara otras estrategias para aquel admirador, más cortado que el césped de una piscina en verano. Es posible que sonrriera orgullosa, mirándose al espejo.

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