El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

El tren del páramo - Pedro Sánchez Jacomet


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sus orejas, grandes como soplillos, muy separadas de la cabeza, y sus ojos, pequeños y legañosos. No era guapo, pero ¿quién lo era a esa edad?: unos bajitos, otros gorditos, otros—como el Larguirucho—, altos y delgados. Uno de los listillos, Ángel, le bautizó como “el orejas”. Él y Eduardo siempre se metían con Jesús.

      —Orejas ¿juegas a policías y ladrones?—dice Ángel, cogiéndole cariñoso por el hombro.

      Ambos querían que jugara con ellos, corría bastante, menudas zancas tenía el orejas. A Blanch no le hacía gracia. Jesús El orejas era el único capaz de alcanzarle en campo abierto. Jesús contestó molesto a Ángel.

      —Te la vas a ganar—dice—, te voy a dar un par de hostias—y le dio un empujoncito de nada.

      Puso la cara del ogro del cuento, su compañero dio un traspié, casi se cae. Si le hubiera dado un par de puñetazos o un empujón, lo habría tirado al suelo, seguro, le sacaba treinta centímetros y mogollón de músculos. Pero los listillos le tenían tomada la medida.

      —Macho, anda, juega de poli —dice Ángel—. Ya verás, cogeremos a Blanch, tú puedes hacerlo, les ganaremos.

      El Larguirucho corrió casi toda la hora de recreo por las interminables calles, desiertas, del polígono de Santa Marca. Al final sólo quedaron con fuelle Eduardo, Jesús, Nebreda y él mismo. El resto de los policías y de los ladrones estaban reventados o formaban parte de la cadena de prisioneros que, con los brazos extendidos, esperaban su liberación. Nebreda y el Larguirucho hablaron de la estrategia a seguir, Blanch haría de cebo, se acercaría a los prisioneros, su amigo aprovecharía para aparecer de improviso, y liberarlos. Le tenían unas ganas tremendas, al ver aparecer corriendo al ladrón por el inmenso campo, Ángel dio órdenes, y Jesús y Eduardo salieron como galgos a por él. A unos cincuenta metros de los prisioneros recorrió un amplio arco para arrastrarlos y alejarlos de la cadena humana. Daba zancadas largas para fatigarse menos. Jesús y Eduardo vieron la posibilidad de atrapar a su liebre, cada vez estaba más cerca. Pusieron toda la carne en el asador, Jesús se acercó tanto que le tenía a tiro. La liebre giró la cabeza hacia los prisioneros—sólo había un poli vigilando—, y Nebreda, astuto, salió desde el lado opuesto a Ángel, tocó la mano del último eslabón de la cadena. Los ladrones se habían liberado, elevó la mano en señal de alegría, y sus perseguidores aflojaron la marcha desanimados. Vuelve cansado, el aula espera para la clase siguiente, sigue con su inacabado rompecabezas vital, parece que comienzan a encajar mejor las piezas. «Los hombres debemos tener algo dentro de ese líquido viscoso recién descubierto en los calzoncillos que hace crecer al niño dentro de la mujer, pero ¿cómo? ¿Quizás, como decía Eduardo, introduciendo el pito en la rajita que tienen las chicas?». Él había visto a su hermana cuando su mamá le aseaba. «No tenía pito como los niños, solo una rajita en el mismo sitio». Quedaban sólo unos minutos para la clase siguiente.

      Al final de las clases los polis y ladrones bajan por la calle curva que empezaba en la puerta y está sembrada de baches llenos de agua en invierno. En las tormentas de primavera y verano se convertía en un río que arrastraba todo: la tierra, papeles, hojas secas, taponando las alcantarillas. El agua, al no encontrar sumidero, entraba por debajo de las puertas de los garajes, inundándolo todo. Una vez, los tablones de madera que había en el sótano del chalé, fueron galeones de los intrépidos roedores grises que se convirtieron en piratas del pequeño mar que se formaba siempre. El Larguirucho tenía guardados en un armario a buen recaudo los equipos y reactivos de los experimentos. Entonces llovía de verdad, él recuerda un año que llovió quince o veinte días, sin tregua. Las piedras de los arriates creaban musgo, las juntas de las escaleras, la arena del jardín, todo, verdeaba.

      —¡Tramposos!—dice Ángel.

      —¿Por qué? —dice Blanch.

      —Nebreda salió de un sitio prohibido, no cumplisteis las normas.

      —No jodas—dice él. Muchas veces hemos llegado hasta las cocheras de los autobuses, y nadie dijo nada. Pero claro hoy habéis perdido. No sabéis perder.

      —No es igual—dice Eduardo. Entró en la colonia, no es legal.

      El orejas no decía esta boca es mía. Miraba a derecha e izquierda.

      —Hicisteis lo que os salió de los huevos—dice Ángel ¡Eh Orejas! ¿No dices nada? Después del palizón que te diste.

      —Jesús hizo lo que pudo—dice Blanch—. Corrió bien, casi me coge, pero acepta la derrota ¿A que sí?

      —¡Orejas!—chilla Eduardo— ¿Lo escuchas? Dice que corre más que tú.

      —No mientas—dice Blanch—. No he dicho eso. Dije que hemos ganado sin trampas. A veces se gana, otras se pierde.

      —Sois unos maricones—interviene Ángel.

      Querían calentar el ambiente, tenían un plan. A saber qué buscaban los listillos.

      —El orejas corre más que tú —dice Eduardo. Es más alto y más fuerte ¿A que sí? —y mira a Jesús animándole a que se midan.

      Se pusieron uno junto al otro, eran iguales pero Jesús era mucho más corpulento.

      —¿Ves? —dice Ángel— es más alto que tú.

      Había en su mirada una típica sonrisa cínica, la ponía siempre que urdía alguna putada.

      —De eso nada—dice Nebreda—. No tiene importancia, pero son iguales.

      —Es más fuerte —dice Ángel—, en una pelea no le dura ni un asalto —y movió la cabeza hacia donde estaba Blanch—. ¿Eh macho?—continuó dirigiéndose al Orejas—, demuéstrale quien eres.

      Ángel se empinó, pasó su mano por el hombro de Jesús y le dio unas palmaditas en la espalda.

      — Blanch es un pelota —dispara Ángel.

      —¿Qué dices? —contesta el Largirucho.

      —¿Por qué ha sido el único en aprobar todo?

      —Mentiroso—dice Nebreda—. Aprobó porque estudió. No tenéis ni puta idea. Todas las tardes del mes pasado fui a su casa, y no quiso salir. Ni una.

      —¿Tú, cuantos cates? —dice Ángel al Orejas.

      —Cinco —contesta.

      —Todos tenemos cates —concluye, seguro: Eduardo, tres, tú, dos, yo una y el pelota aprobó hasta las mates.

      —¡Enano! —chilla Blanch, fuera de sí—y da un empujón a Ángel.

      Estaba al límite, que le dijese “pelota” supuso la gota que colmó el vaso, los listillos estaban a punto de conseguir su propósito. Eduardo y Ángel empujaron a Jesús que tropezó y cayó sobre Blanch. Estaban en el suelo. Nebreda se acercó y se interpuso entre ambos.

      —¡Dale su merecido! —chilla Ángel.

      —¿Qué es el viento? las orejas… —canta Eduardo.

      Se habían levantado, parecía que estuvieran en el ring con el árbitro separándolos. Jesús lanzó un puñetazo a su adversario, al estar demasiado lejos, impactó en la cara de Nebreda, daba la impresión de que su amigo se interpuso ex profeso. Los ojos encendidos de ogro— se le ponían siempre que se excitaba— le disgustaron, lo habían conseguido. Jesús se lanzó contra Blanch porque contactó primero, igual podría haber ido contra Ángel o Eduardo. Nebreda le dio un derechazo seco en la nariz, el Orejas cayó. Sangraba.

      —Sangre —dice el Larguirucho—, está sangrando Jesús. Dejadlo ya.

      —¡Dale fuerte! —grita Ángel—. Mira lo que te hizo.

      Se divertía de lo lindo el cabrón, era el circo que habían tramado. Se lanzó, cogió su cuello, cayeron al suelo; él estaba sobre Nebreda con toda su corpulencia pero logró zafarse de él, se levantó de un brinco. Hicieron un círculo, rodeándolos. El Larguirucho pensaba el calvario que le había evitado su amigo, “yo hubiese llevado las de perder”.


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