El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

El tren del páramo - Pedro Sánchez Jacomet


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que su hermano pequeño, de camino, estaba dentro de la barriga de mamá. Se sintió culpable de haber hecho daño a su hermano. Siempre le dijeron “los bebés vienen de París desde donde los traen las cigüeñas en un cestito”, ¿Alguien sabe dónde está eso? , debió pensar él desconcertado, la primera vez que lo oyó. No se podía imaginar que muchos años después conocería el origen del dicho, vería la primera casa europea de maternidad, dónde las mujeres comenzaron a alumbrar en vez de hacerlo en su casa, empezó a funcionar en la capital francesa a principios del XX, situada en L´IIle de la Cité; Blanch tendría la suerte de visitarla un siglo después.

      La mudanza fue rápida, los pocos muebles del pisito bailaban en el chalé de doscientos cincuenta metros cuadrados, dos hamacas de madera y lona hacían las veces de sillones de tresillo en el amplio hall de la casa; la madre estaba como loca en la enorme cocina cuadrada dónde transcurriría la vida de su familia en los siguientes años, contenta del jardín que rodeaba el chalé y en el que su marido plantaría árboles, construiría arriates, rosales trepadores. Su hermano nació a final de año, con los severos fríos y a la hora del té, dos circunstancias premonitorias que nadie notó. En verano, el padre llama al Larguirucho para que le ayude a mover los bloques de granito de Guadarrama—eran tan grandes que no podía hacerlo solo—, para hacer el arriate; él que quiere agradar al padre para que le comprenda algo, accede contento. No sirve de nada. El progenitor no comprende que la estatura de su hijo no tiene que ver con su madurez y le chilla cuando se equivoca en hacer de pinche de jardinero por primera vez; no se da cuenta que eso disgusta a El Larguirucho. El padre sólo tiene en la cabeza que ha de acabar lo que su mujer le ha dicho. Él sufre las consecuencias.

      Su hermano pequeño tiene diez meses y los padres deciden ir al cine una tarde de sábado, le proponen que cuide al bebé, Lolita ya tiene cinco añitos y él ya es un hombre de diez, dormirá en la cama de matrimonio para vigilar a Carlitos. Le pagarán unos duros para sus ahorros. Él, más asustado que un conejo e incapaz de hacerles frente, acepta el reto. Le habían programado para ello. El primer sueño en la enorme cama de sus padres le supo a gloria pero duro poco. A la hora, Carlitos lloriquea, él se levanta, le da agua del biberón, le hace que suelte los gases, le enchufa el chupete y le tumba de lado en la cuna; sigue llorando, “será otra cosa, quizá se ha cagado”. Vuelta a levantarse, enciende la luz, le destapa y ahí está la razón del desasosiego; le limpia con la esponja, le seca y le da crema en el culito. El Larguirucho es un barato y experto canguro. Le pasea con cuidado, le da besitos y a la cuna a dormir. Pero ¡ka! a Carlitos no le da la gana de dormir, empieza de nuevo el llanto sostenido en la menor. Él empieza a preocuparse, levanta al bebé y este le saluda echándole la papilla por el escote del pijama. “El olor es muy fuerte, qué asco, le pasa algo, pero ¿qué puede ser?”. Vuelve a limpiarle, le pasea un rato, le canta lo primero que le viene a la cabeza pero el niño no para. Parece que desea ser miembro del orfeón donostiarra. Va cargándose más y más, el mayor le deja, harto, en su cuna. “Que llore un poquito, no le vendrá mal”. De pronto le viene a la cabeza lo que dijo la madre al salir, “no cenó como otros días, no sé, Carlitos barrunta algo”. “¡Joder con el cagón! ¿Qué hago para que se calle de una vez?”; mira el reloj, las dos y media de la madrugada, el bebé lleva unas dos horas sin parar de moverse. Se levanta, le pone el termómetro en el ano, el bebé se caga otra vez. Cuando consigue ponérselo de nuevo después de limpiarle el mercurio rebasa los treintaiocho. Se enerva “¿Cómo puedo llamar a mi madre?”, Carlitos tiene fiebre, le huele la caca, vomita, está fatal. Cansado, le deja otro rato en la cuna pero en seguida se harta de oírle. Le coge como si fuese una madre, le pasea de allá para acá, pero no hay forma, el bebé debe estar jodido, no para de cantar. Abre la puerta de la alcoba, sale al hall para conseguir más espacio vital. Le envuelve bien en la toquilla, baja por las escaleras al primer piso, le deja encima de la mesa de la cocina, y bebe un vaso de agua, el pobre Blanch está harto, no sabe qué coño hacer. Carlitos se gira y está a un tris de caerse al suelo. “Mal rayo le parta”. Lolita duerme como una marmota, y eso que tiene la puerta abierta. Sube por las escaleras de nuevo, meciéndole y cantándole El legionario. Inútil. El bebé parece llamar a su madre, nota que no están los padres; “el muy cabrón no se calla, le tiraría por el hueco de la escalera”. Entra deshecho en la alcoba y suelta al bebé de golpe sobre la cuna. Carlitos aún chilla más. Sale del cuarto y cierra la puerta para no oírlo, “he de descansar, me volverá loco”, está al límite, cada minuto le parece una hora, duda si rezar o llamar a la policía, la disyuntiva le atenaza. Suena un ruido seco y otro metálico posterior de llaves girando. ¡Han llegado! Corre a por Carlitos que chilla como un demonio, le pone la toquilla, el chupete y baja por las escaleras al encuentro de los padres.

      —Mamá, está enfermo—pasándole a Carlitos—. Me ha dado la noche, se ha cagado. Ha vomitado, tiene treintaiocho. No sabía qué hacer. He hecho lo de siempre, pero no callaba.

      —Pobre Larguirucho—dice ella—, dale lo convenido —y mira a su marido.

      Blanch desconocía que muchas décadas después se arrepentiría de no haber tirado por el hueco de la escalera a Carlitos; en el transcurso de las estaciones de su trayecto, comprobaría que el bebé que le fastidió la noche, se convertiría en un adulto hijo de puta—aunque su madre fuese una reprimida sexual—, y que aquella experiencia negativa fue una premonición.

      Blanch El Larguirucho salió del chalé a la caída de la tarde, la mayoría de ellas lo hacía con Joaquín Nebreda— compañero de clase—, pero hoy iba solo porque su amigo estaba en cama; a Nebreda, amigo y vecino, lo había conocido en el nuevo colegio al que algunos llamaban La checa. Llevaba unos pantalones viejos con más de una batalla encima, se acercaban los primeros días de primavera, el sol calentaba cada vez más y oscurecía más tarde. El colegio estaba muy cerca del chalé en aquel barrio extremo de la capital, en él se jugaba al fútbol en un gran solar anexo durante los recreos. Y se podía ir de excursión al campo sin apenas caminar, se veía desde las ventanas de las clases; con media barra de pan y media tableta de chocolate—típica merienda—, anduvo un rato por su calle, tranquila y polvorienta, giró a la izquierda dónde estaba el chalé de su amigo Nebreda, pasó por delante de las tienduchas adonde iba a comprar los recados de su madre—junto a la fuente de piedra de granito—, y salió a una calle asfaltada más ancha. Bajó por una que salía a la derecha, arbolada a ambos lados, conducía a la iglesia. Iba absorto en sus propios pensamientos infantiles. La calle cortaba el pequeño montículo como una ancha trinchera, lo dividía en dos mitades formando taludes. Por ellos se podía ascender con dificultad: el peligro estaba en la arena desprendida de las cárcavas por la lluvia. De repente, como bajo la acción de un resorte, el Larguirucho salió corriendo. Como si la merienda le hubiese dado energía suficiente para ascender, trepó endiablado como un cohete de la NASA por uno de los dos taludes. Estos, a derecha e izquierda, las únicas vías de acceso a la “cima” del dividido montículo. Se le antojaba un trampolín de bajada, quizás por su altura—unos seis metros—, y cómo tal lo usaban muchos de sus compañeros en los recreos.

      Una vez arriba respiró hondo, miró el despejado y amplio espacio: más grande que un campo de fútbol, el solar descendía suave a una calle ancha y poco transitada, alejada. Allí se divisaba la parroquia a la que iba a misa con sus padres y hermanos todos los domingos y fiestas de guardar. Sobresalía el campanario y a mitad del campo, la cueva de los gitanos. Se sentaba en el mismo bloque de piedra, cogía sus rodillas y las abrazaba instintivamente con fuerza, como si fuera su madre. Había alcanzado el escondite, el lugar donde se refugiaba a diario para serenar su espíritu. Un sitio donde nadie le molestaba. Allí daba rienda suelta a sus fantasías, a los deseos e inquietudes. Del niño que no quería dejar de ser. Miró hacia el principio de la calle, subía la cuesta una pareja. Más cerca un ama de casa cargaba con dos bolsas de la compra repletas, ascendía con dificultad. La plazuela empezaba a poblarse de feligreses, “la misa de siete”. Su mano rascó inconsciente la costra de la rodilla, le faltaba poco para separarse de la piel, el intenso picor le hizo mirar su herida, de un trocito levantado manaba sangre; levantó la cara, y serio, miró la roja pradera de los tejados de chalés que se extendía a la derecha, recordando recientes sucesos en la checa…

      … Aquel viernes final de mes a última hora de la tarde, el delicado momento de la entrega de notas. La clase era una sala cuadrada y pequeña, con


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