El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

El tren del páramo - Pedro Sánchez Jacomet


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“el uso de razón” a pesar de que la razón siempre la tenían los padres. Como ahora—entonces ocurría mucho más — esa madurez del pensamiento no se obtiene de la noche a la mañana, se adquiere poco a poco por el trayecto de la vida, unos la consiguen a los diez, otros a los catorce, otros a los dieciocho y algunos a los treinta y tantos. Incluso hay quienes no llegan nunca a la estación adecuada.

      En el franquismo todo se hacía a toque de corneta: levantarse a las siete, a misa de una, el uso de razón a los siete, la mayor parte de los niños hacían la primera comunión a esa edad, un evento muy importante para la familia nacional-católica-apostólica-romana. Las madres orgullosas se emperifollaban de arriba abajo, pendientes de que todos sus miembros fueran a esa ceremonia como un pincel, en particular el protagonista, que recibía a Cristo por primera vez. Vicentito Blanch quizá por tener su subconsciente inundado de normas de todo tipo, se puso con varicela una semana antes de la fecha, los granos inundaban la piel de su cara como picaduras de insectos por la alta concentración dogmática en la sangre.

      Las semanas previas hicieron en el colegio mil y un ensayos: confesaron todos los pecados, caminaron en fila de a dos por el pasillo central hasta el pie del altar, donde se colocaban de a cuatro, para, con la mano derecha extendida sobre una biblia, renegar de “Satanás, de sus pompas y sus obras…”. Con esta especie de juramento, quedaban limpios del pecado original y podían recibir sin mácula el cuerpo y la sangre de Cristo. Las preguntas del confesor conseguían remover lo que fuera que tuviera el niño de maligno dentro de la cabeza a esa edad, él no lograba imaginar una lista de pecados veniales y mortales que hubiera cometido. La madre, muy ilusionada, le preguntaba cada día las actividades relacionadas.

      — ¿Has confesado?

      — Sí mamá, con el padre Cipriano —y Blanch se mete un chicle Bazoka.

      — ¿Qué vas a ser de mayor?

      — Bombero, no bombero no mejor médico, como el tío Manolo. O como el abuelo ¿qué es el abuelo?

      — Ingeniero. ¿Y sacerdote como el padre Cipriano?—insinúa la madre—. ¿No te gustaría decir misa?

      —No.

      —¿Por qué?

      El Larguirucho lo piensa, en cierta forma le gustaría, pero hay algo que no le cuadra.

      —No me gusta mamá, los sacerdotes no se pueden casar, tener mujer, hijos.

      … “Pobrecillo, qué inocencia tan hermosa, si supiera lo equivocado que estaba. A esa edad el Larguirucho no tenía picardía, todo lo que le decían sus padres y profesores iba a misa”, se dijo el señor Blanch sonriendo; sentado en su escritorio, descansaba de la novela de turno…

      …Lo que sí les ocurría a los niños, sobre todo a los más inquietos, es que tanta información machacona les producía cierta hiperactividad: en los recreos, Blanch, cansado de correr como Kubala por la banda del campo de tierra y chillar para que le pasaran la pelota, subía con un amigo agitanado—mucho más malicioso que él—a recorrer las habitaciones de los hermanos—. Entraba, hurgaba en sus armarios, sacaba chocolatinas y bombones y daba buena cuenta de los regalos que hacían los padres. Cuando llegó a casa, su madre le preguntó qué había hecho durante el día, siempre lo hacía, y más si el niño estaba quieto.

      — ¿Has jugado al fútbol?

      — Qué va. No pasan el balón, son unos chupones. Jugué en la obra.

      — ¿Qué obra?

      —Unos obreros hacen unos baños en el recreo. Tienen ladrillos, piedras, arena.

      — ¿Con quién?

      — Con Moraleda—contesta, y la madre se echa a temblar “El gitano, madre mía”.

      — ¿Y a qué jugabais?

      — Hicimos fuego.

      —¿Prendisteis fuego?

      — Sí.

      — ¿A qué? —dice con voz trémula, pensando en una catástrofe.

      — A unas hojas, no, hojas no, unos papeles marrones de cemento.

      — ¿Salió humo?

      —No.

      “Suerte que estaba húmedo y con restos del polvo adherente de piedras y ladrillos, si no, hubiese ardido el colegio y Troya”

      … Un domingo, camina con Narcís al parque de El Retiro, van a un concierto de la banda municipal, muy del agrado del abuelo, en el kiosco de música próximo al lago; Blanch recuerda la vuelta en la barca de hace dos semanas: le gusta mucho coger la barcaza, dar el paseo completo alrededor del enorme mar de agua dulce; algunos domingos toman el vermut en la terraza del embarcadero, junto a la fuente de la Esfinge, le llama poderosamente la atención sentarse en una mesa cerca del agua, acercarse a la orilla a ver los peces y los patos. Ve pasar la barcaza llena, seguida de una nube oscura. Las sillas plegables colocadas alrededor del templete de música en círculos concéntricos están casi todas ocupadas—es tarde y el director se dispone a dirigir la primera pieza. Narcís gesticula, Vicentito corretea alrededor del círculo de asientos buscando una silla al abuelo, que marcha tras él con su andar nervioso y las piernas fatigadas. Él se sienta, y el Larguirucho se apoya en un enorme árbol que, como los de alrededor, refrescan la mañana estival.

      De vuelta, Narcís sale disparado como Jesse Owens en la carrera de relevos de 1936 en el estadio olímpico de Berlín, cuando la tensión de Hitler debió de superar los 30 al comprobar el inmenso poder de la raza negra frente a la aria. El abuelo, trajeado de gris, tocado con su sombrero de fieltro, ha descansado, y es un recordman de la marcha a su piso del paseo del Prado. En distancias cortas coge la cabeza de la carrera, su nieto le sigue sin problemas pero no puede pararse a mirar nada ni a preguntarle, hay que llegar a la mesa a la hora, como dice el dicho catalán, a la taula i al llit al primer crit (a la mesa y a la cama al primer grito). La comida es un ritual para Narcís, la abuela Merçè sabe que ha de estar todo dispuesto a la una y media: él se quita la chaqueta, se arremanga, se lava las manos, se pone una gran servilleta sujeta al último botón de la camisa bajo la papada y la extiende hasta debajo de su regazo—forma magistral de proteger al tiempo camisa, pantalón y suelo—. La mesa es el altar sublime donde, de Obispo, oficia la santa eucaristía, los demás—sus acólitos—, han de conocer las reglas, corresponder al buen hacer de la mestressa, comiendo. Al abuelo no le cabe en la cabeza que su nieto no se coma todo, que algo no le agrade; si ocurre, en seguida pregunta en catalán a Merçè el por qué de la actitud del chico, ella le pregunta al nieto, él le contesta y, si no hay solución, explica a su marido las razones de la desgana. Y en la celebración de la comida, la sangre de Cristo—Narcís oficia con verdadera unción—, es el vino tinto mezclado con seltz, bebido del porrón de cristal que siempre se sitúa a la derecha del oficiante, no es un porrón cualquiera, va provisto de un corcho adornado con una barretina roja chiquita.

      —¿Cómo fue la mañana? —dice Merçè, a los postres.

      —Muy bien—contesta el Larguirucho—: han tocado muchos aparatos, abuela, los tocan a la vez, no sé como lo hacen—y agarrándose al brazo de Merçè, lo besa, se restriega en él.

      La risa de los abuelos se dispara con las ocurrencias de Vicentito.

      —Son los instrumentos —dice ella, sonriéndole. Habrás oído el violín y la trompeta.

      —Y el chelo—dice Narcís. El instrumento de Casals. En Pau Casals va fer maravelles a la Casa Blanca (Pau Casals hizo maravillas en la...)

      Merçè—con el Larguirucho boquiabierto, pegado como una lapa a su brazo—explica al nieto que Casals es un violonchelista de fama mundial que dio hace unos años un concierto a Los Kennedy en Washington; el Larguirucho dice que no lo ha oído en su vida, le explica que vive en el sur de Francia, se exilió al acabar la guerra civil. El niño no tiene ni idea de lo que es el chelo, no ha estudiado música en el colegio y nadie en su casa tiene afición, no sospecha que, con el tiempo, la vibración de las cuerdas del violín y del violonchelo, serán muy importantes en su desarrollo


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