El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

El tren del páramo - Pedro Sánchez Jacomet


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de clase. La mayoría de las veces los partidos los jugaba solo y en todas las demarcaciones, la de Fusté, Collar, Ramallets, Miguel. A la vez que regateaba con la chapa entre las piernas y disparaba contra la puerta beige del fondo, radiaba los pases y jugadas al más puro estilo de Matías Prats, voz de oro de la época.

      Otras veces, cuando estaban sus primos, jugaban al escondite: uno se la ligaba, tenía que contar con los ojos tapados en el recibidor hasta veinte, los demás se escondían en los lugares más raros e ingeniosos. El Ligón o ligona (en el más casto sentido), se colocaba con las manos sobre sus ojos, apoyadas en la pared, justo debajo de un viejo farol modernista-andalusí fabricado en cobre por su abuelo Narcís que alumbraba un cuadro de la Virgen de los Dolores.

      Vicentito Blanch caminando por el pasillo, curioseaba los cuartos y alcobas que se abrían a mano izquierda, la casa se le antojaba enorme, con cinco habitaciones, dos cuartos de baño y un inmenso salón comedor. En la más grande de todas—el despacho de su abuelo—, había dos entradas, una al recibidor y otra al pasillo. Tenía una magia especial, entrar allí sin ser visto era especial, sublime, a veces se escondía deprisa y corriendo al oír a un adulto salir del comedor para, cogiendo el pasillo, llegar al baño, al final de aquel estadio-longaniza. En esos casos de urgencia, se pegaba a la esquina interior del gabinete de su abuelo, debajo de la caja de caudales o de la gran mesa escritorio, donde no podía ser visto aunque se asomaran por cualquiera de las dos puertas. Allí podía pasar largo tiempo agazapado como un gato en el suelo, admirando la carabela que Narcís construyó en la guerra civil.

      Desconocía la causa de esa atracción fatal por el despacho. Ni él ni sus padres, ni los padres de éstos lo sabían, pero era fácil: de pequeñín, cuando daba sus primeros pasos trémulos, saliendo del comedor y tomando carrerilla para entrar en el recibidor, lo primero que llamaba la atención de sus investigadores ojitos eran las puertas del despacho. Provistas de cristales ámbar, lanzaban su tenue y crepuscular luz hacia el exterior, el niño se pegaba al vidrio rallado, miraba hacia el interior donde creía ver a Narcís, y aquellas terribles figuras de madera que salían por todos los muebles se volvían monstruosas. Las esfinges de las patas de la inmensa mesa escritorio, sus lenguas y ojos amenazadores, los señores barbudos de las hojas del armario que, con los brazos extendidos, querían agarrarle del cuello para estrangularle. Y más tarde, a los dos años, cuando corría sin aterrizar en el suelo y a media lengua, decía:

      — ¡Abuelito! Ábreme que soy yo.

      — Ya, por eso no te abro—contestaba Narcís—, si te dejo entrar se acabó el trabajo.

      Narcís, el padre de su madre, trabajaba en la estancia y no quería que entrara su nieto, le preguntaba multitud de cosas, echaba mano a todo lo que le llamaba la atención. Le tenía cierto miedo a pesar de quererle mucho, el abuelo tenía más de setenta, se cansaba enseguida del niño, era un catalán de los que anunciaba su llegada por el cerrado acento de su perfecto y redicho castellano, había salido de su Barcelona natal cerca de los cuarenta. Aunque estaba muy ilusionado con el niño, su primer nieto, y para colmo había nacido en Cataluña; Vicentito nació en Lérida de casualidad, su padre trabajaba entonces en el canal de Aragón y Cataluña.

      El Larguirucho seguía la limpieza de su hermanita en primera fila, le fascinaba que fuera distinta y le fastidiaba que su madre le dedicase tanto tiempo; cada vez que llegaba el aseo, embobado, se acercaba más y más a la esponja con la que su madre secaba a Lolita. En una ocasión le despertó una ducha de pis del bebé en la cara, se acercó demasiado para ver qué demonios había dentro de esa endemoniada grutita, primera investigación anatómica del sexo opuesto. La madre rió descosida.

      —Vicentito—dijo—, no te pongas encima, ves a lavarte. Cámbiate la camisa.

      Se aclaró en el lavabo, se secó y miró al espejo. El Larguirucho no podía suponer que aquello que empezó como mera curiosidad infantil, con el tiempo, se convertiría en la puerta de entrada a la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. ¿Cuántas veces tendría que decir las palabras mágicas “Ábrete sésamo” para poder entrar? Ni tampoco se imaginaba que la imagen que veía reflejada, intentaría sobornar al guardián de la puerta alargada y disfrutar de los tesoros allí escondidos.

      —Mi xiquet de Lleida (mi chico de Lérida )—dijo, mirándole tierna después de acabar con Lolita—. Con lo que nos costó a los dos que vinieras al mundo. Qué largo, se creían que tenías dos años, que estabas enfermo y no llegabas a los nueve meses.

      Era domingo y Blanch iba con su abuelo a la plaza Mayor, Narcís hace colección de sellos y claro, él también; cogen un taxi y el vehículo les deja en el centro de la plaza. El mercadillo filatélico está concurrido, el abuelo consulta el catálogo de una serie antigua que ha de conseguir, pregunta en varias mesitas y cabecea.

      —Quina fortuna. Más de mil pesetas por cuatro sellos —y mira al nieto.

      —¿Mil pesetas?—pregunta sorprendido—. Con eso puedo ir al cine Lusarreta toda la vida.

      El abuelo le compra un sobre de sellos extranjeros variados. A la vuelta, caminan por Mayor, bajan por la carrera de san Jerónimo, cogen el paseo del Prado, pasan delante de la casa, y suben por Atocha hasta el bar “La cierva” donde Narcís toma el vermut con su peña atlética. Todos sus amigos se sientan alrededor de la mesa de mármol blanco y patas de hierro negro, bajo la enorme cabeza de una cierva disecada. “¿Hoy con el nieto, no, don Narcís?”, pregunta el dueño, un orondo tabernero, casi calvo, de sonrisa franca, que intenta cubrir su panza con un mandil a rayas verdinegras a todas luces insuficiente. Sirve a todos, el Larguirucho toma una caña, siempre invita el abuelo.

      “Vicentito es tremendo”, decía su madrina Pilarín a sus amigas. Y como era una mujer de bandera—con pretendientes a pares—, pensaba: “como fulanito se porte de forma poco caballerosa conmigo o intente propasarse, le traigo una tarde a mi ahijado y seguro que me suplica romper”. No sabía Blanch que su tía le quería emplear como “espray” repelente de aprovechados, libidinosos y otras especies masculinas muy abundantes entonces. Uno de sus pretendientes, un comerciante de tapones de corcho muy bien situado pero que no era de su agrado—por ser gordo y bajito—, encontró un día a la tía y al sobrino en el paseo del Prado.

      — ¡Hola! —dice el pretendiente.

      —Hola, buenas tardes —dice ella—. Es mi sobrino Vicentito, mi ahijado.

      ”Madre del amor hermoso, a ver qué se le ocurre hoy a mi sobrino”.

      —¿Cómo te llamas? —dice el niño. —Y antes de una décima de segundo, sin dar tiempo a contestar al pretendiente, añade mirando a su tía:

      —Tía ¿es el corchotaponero?

      A ella le sube el color de la piel del blanco al rosado fuerte. Suda como cuando llegas por primera vez a un puerto del Mediterráneo procedente del interior.

      —Perdona fulano, nos vamos, tengo que darle la merienda al niño. Adiós….

      … El señor Blanch paga el café al camarero y sonríe como siempre que recuerda la escena del pretendiente. Continúa recordando con su soliloquio.

      —¿Qué desea? —dice el joven de acento extranjero, volviendo al ver hablando al cliente maduro.

      —No, nada joven, discúlpeme—contesta el señor Blanch—, recuerdo cosas. No va con usted, gracias. —Y se levanta, frota sus entumecidas piernas, y camina por la calle del Rec abstraído…

      … “¿Mala suerte, travesura o qué?”, se preguntaba a veces su madre, preocupada ¿Qué le pasaba en la cabeza a Vicentito? No podía hacer nada, las amigas le decían que era un niño muy simpático, aunque movido, los profesores no hacían carrera de él, no estudiaba, no retenía lo que le explicaban. Su tío—médico—, le quitó hierro, “hermana, no todos los niños evolucionan ni maduran igual”. No era capaz de controlar su cabeza que iba como un Ferrari de fórmula uno. Antes de pensar lo que iba a hacer, lo hacía, y luego veía las consecuencias. Lo hacen todos los niños en edad de aprender, en mayor o menor medida actúan por acierto y error, pero ¿quién les señala el acierto o el error? ¿Cómo se


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