El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet
la II República.
El abuelo lleva un rato ensombrecido, su mirada va de Merçè al niño, una y otra vez. Por fin explota la bomba:
—¡Surt! (¡Véte! )—chilla—: me la panseixes ( me la marchitas ).
Ahora ella ríe los celos de Narcís. Blanch, suelta a su abuela, pero la continúa mirando con amor y complicidad. Ella mueve la cabeza de un lado al otro, sonríe a su marido y dice:
—¡Narcís! No cal que siguis així amb el teu nét (No hace falta que seas así con tu nieto).
Al niño le llama la atención su padre en la ducha, que canta canciones de soldados y marchas militares. “El legionario” es una de las que más le gustan, aún recuerda la letra de la cantidad de veces que la oyó salir de su garganta ( “Nadie en el tercio sabía quién era aquel legionario, tan valiente y temerario que en la legión se alistó…”); Blanch no entendía la letra al principio, pero su progenitor la entonaba muy bien, esto hizo que esa música se le pegase como la cola a la madera, incluso le pedía que se la cantase; no era la única que con notas desperezadas, salía de sus entrañas a menudo, otras conocidas también lo hacían: en los desfiles del día de la victoria, cada dieciocho de julio, iba con sus padres y con sus tíos a una buena tribuna, el primo hermano de su padre era Coronel ( llegaría a teniente General ) y les proporcionaba localidades bien situadas. Al Larguirucho —desconocedor de lo que el ejército vencedor significaba como aparato represor—le fascina, el orden de las distintas unidades, que andan marciales al compás de las marchas, los caballos y trompetas, los tanques, las cabras de los legionarios, los jeeps, le recuerda las películas de batallas, tan celebradas con Santiago los sábados por la tarde en el Lusarreta. El padre le lleva al museo del ejército, le hace fotos en los cañones apostados en la entrada, aquello es el sumun para el niño que bebe las imágenes bélicas. Es tan atolondrado a esa edad: le llenan más las marchas y los desfiles y las armas que tiene su padre escondidas encima del armario, que las críticas y blasfemias de Narcís al ejército fascista y a la religión que le apoya. Habrán de pasar muchas estaciones de su trayecto vital para que las capte.
El Larguirucho llama la atención en la clase por su gran estatura para su edad; muchos compañeros miran con incredulidad al gigante hablar de su procedencia, catalán y además del Barcelona. En la furgoneta que les traslada al colegio—una DKW azul repintada y cochambrosa que emite nubes de brea por el escape—, los niños del Real Madrid queman cromos de los jugadores del Barcelona—los repes de la colección—para chinchar al enemigo. Blanch, sin pensarlo dos veces, se la devuelve con la misma moneda y quema los cromos repes de los madridistas. El humo alarma al chófer que ha acabado el cigarrillo de caldo de gallina y aprovecha el semáforo para volverse.
—¡Niños! —dice el agitanado conductor —volviéndose para ver qué pasa entre sus chicos—. ¡Me vais a quemar el coche!
Antes de arrancar, el chófer enciende de nuevo su singular cigarrillo a medio consumir, aun queda un trozo blanco entre el frente de combustión del tabaco que asciende hacia la boca y el frente de sus babas, que caen por gravedad en sentido contrario, impregnando todo el cilindro; el final está muy próximo, no se preocupa de mirarlo, nunca se quema, sabe que cuando no tira más, la saliva ha apagado el fuego.
El Larguirucho es un inocentón, tardará años en comprender lo que en realidad queman sus compañeros seguidores del club merengue—muchos de ellos tampoco lo saben—, es posible que su simpatía al equipo colchonero y el rechazo al equipo blanco le viniese de aquella época (Es menester aclarar al lector joven—más numeroso a medida que pasa el tiempo—que en los años en los que ocurrió la quema (alrededor de 1958), España estaba gobernada por el régimen de Franco, las libertades de Cataluña—incluyendo el idioma y sus instituciones de más de medio milenio—estaban prohibidas y la única entidad que podía aglutinar un sentimiento catalán era el Futbol Club Barcelona. Por eso el lema Barça, més que un club— Barça, más que un club—, en alusión al refugio de sentimientos catalanistas y nacionalistas que fue la entidad).
Una semana santa la familia Blanch va en tren a Manzanares a ver a las titas del padre que se hacen mayores, les acompaña la tía Pilarín madrina de Vicentito. El tren negro traquetea por vías viejas, el sabor acre del carbón se les pega al fondo de los pulmones, la madre ha preparado los bocadillos para comer, el Larguirucho y Lolita están contentos, él desea llevarla de excursión por los coches, pero no les dejan los padres. “Lástima, yo quería enseñarle lo que es un tren de verdad, cómo se entra a los lavabos a pisar el pedal, a mirarnos en el espejo, y a pasar de un coche a otro por las cuevas oscuras que chirrían”.
La casa de las titas—una hacienda de más de doscientos años en la plaza—es un laberinto que levanta sus pasiones; asoma a Lolita al pozo del patio, la madre chilla asustada y él baja a su hermana.
—¡¿No comprendes que se puede caer?! —dice la madre.
—Mamá—contesta rápido —, me lo ha pedido ella.
Va con unos primos a su casa de campo, son nueve hermanos entre chicos y chicas. En la finca, además de la casa y el cercado para las gallinas en la trasera tienen una alberca, en verano les hace de piscina, nadan cada año, combaten el calor. Todos, los mayores y los más pequeños, se lanzan desde el borde al agua. A Blanch le avergüenza confesar que no sabe nadar y nunca ha visto el mar cuando sus primas le animan a que se tire.
—¡Mirad a Vicentito! —chilla una—. Se ahoga—y se tira al agua Juan, el mayor.
—¿No sabes nadar? —le dice.
—No—reconoce sentado en el borde—, es que creía que, bueno, pensaba que no cubría. He tragado pero estoy bien.
—Te enseñamos—dice Juan—, es muy fácil.
Una tarde su madre le pone unas multiplicaciones para que se ejercite, las tablas de multiplicar se las sabe de memoria, pero se equivoca en las cuentas, causa de las malas notas de matemáticas. El Larguirucho sentado en el pupitre de madera hecho a medida—regalo de Narcís por su comunión—, observa el mapamundi, lo hace girar, “qué grande es en mundo”, piensa en sus abuelos, “qué harán ahora”; harto de multiplicar, mira al callejón por la ventana. A esa hora un barrendero limpia los restos de alimentos, cajas y papeles de envolver que ensucian la calle cortada, frente al mercado del barrio, observa el trabajo del empleado municipal, de pie y con la nariz pegada a la ventana, sigue sus movimientos con atención, no le parece un trabajo tan abominable como lo pintan sus padres, “¿quieres acabar siendo un barrendero o un picapedrero como los de la calle?”, le dicen a menudo para que estudie.
Una idea cruza fulminante su cabeza, sale de su cuarto, se dirige al salón donde plancha la madre.
—He acabado ¿Me puedo ir a casa de Santi?
—¿Otra vez? Siempre estás allí, no sé que tienes que hacer en aquella casa —y mira el cuaderno de las cuentas que le da su hijo.
Al él le gusta ver la increíble TV en casa de su amigo Santiago—envidia de todo el vecindario—: los partidos de fútbol, “Rin tin tín”, narran las escaramuzas de la caballería del ejército yankee y los pieles rojas; el perro mascota es el protagonista, el que da nombre a la serie.
—Mamá, es que juega el Madrid y el Barcelona, lo ponen en la tele.
—Bueno ves, pero coge la merienda, no me gusta que te den de merendar. Ven pronto si no quieres que se enfade tu padre.
2
Al volver a casa, su madre tenía la cara larga, él intuía la causa, se dirigió a su cuarto.
—Vicentito ven aquí. Quiero hablar contigo.
—¿Qué pasa?
Ella, sentada en la mesa camilla, miraba el cuaderno de multiplicaciones, levantó la vista al llegar él.
—Hijo—dijo seria—, no entiendo, aquí pasa algo raro. La primera te has podido equivocar, pero la segunda, no cuadra ni un solo número de la fila. La última, me he tomado la molestia de ir