El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

El tren del páramo - Pedro Sánchez Jacomet


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momentos, a pesar de estar mirando al encerado y quieto, hubiera sido muy fácil acercarse a él, pegarle un pellizco en el brazo, y no habría dicho nada. Simplemente ni lo habría sentido.

      Aquel domingo comieron en casa de los abuelos. Después del café, los mayores hacían la sobremesa, como Vicentito preguntaba cosas a sus padres, le dijeron que se fuera a jugar al pasillo; le debió de abordar la fiebre artística, es posible que por su mente en formación pasaran fantasías pictóricas, arquitectónicas o literarias. Al rato, su abuela acababa de llegar a la cocina con las tazas, y se sorprendió al descubrirlo.

      — ¡¿Pero qué es esto?! —dice Merçè. — Nen, vine cap aquí (Niño, ven aquí).

      —¿Has sido tú? — Merçè señalaba un trazo continuo de lápiz dibujado en el zócalo marrón del pasillo, desde la puerta del comedor hasta el final del mismo, una puerta junto a la cocina.

      — No abuela, yo no he sido.

      — Y ¿esto? Con una sonrisa encantadora, tranquila, casi sujetándose la risa, Merçè se acuclilla a la altura de su nieto y señala la firma estampada al final de la “obra de arte”. Decía, “Blanch”, con un garabato.

      — Es que es que, abuela —dice Vicentito compungido— jugaba a los tranvías con esto —y sacó un viejo lápiz del bolsillo.

      — Acabáramos—suspira la abuela—, el lápiz de los crucigramas. Con razón no lo encontraba, cariño.

      La abuela le regaña, le advierte que no debe hacerlo más y menos aún mentir. Le abraza cariñosa y sonríe. Pero comete el error de comentarlo con sus padres.

      — Ven—ordena su padre—. Voy a pegarte una buena tunda. No se te olvidará jamás.

      — No, no le pegues —intercede Merçè—. Se quitará bien—coge una goma y borra parte del trazo—. Me ha dicho que no lo hará más —añade—, ¿a que sí Vicentito?

      — Sí, sí —cabecea afirmativo el Larguirucho —escondiéndose detrás de las faldas de su abuela.

      — ¡Tiene que aprender! —dice su padre, con expresión de sargento de semana cabreado—. No lo volverá a hacer más, de eso me encargo yo. Ven, vas a pasar un rato con “la pata” —y coge a Vicentito de la mano, arrastrándole hacia el final del pasillo, donde se encuentra la puerta beige, siempre cerrada.

      —¡Ay! no papá: la pata no, por favor, la pata no, no lo haré más. De verdad.

      Su semblante refleja pánico. Algo así como si le fueran a meter con Pedro Botero en el infierno. Para siempre. Es posible que su padre, pendiente de dar un castigo ejemplar, no se percate de la cara del hijo. Sólo le anima educarle, da la impresión de que no sabe qué hacer con él, no le quedan recursos, quiere doblegarle a cualquier precio, que no vuelva a repetir travesuras, cree equivocado que un niño tan pequeño puede sacar conclusiones de un castigo cruel.

      Con miedo cerval, el niño chilla y chilla llorando a más no poder, intenta revolverse, zafarse de la fuerte mano de su progenitor. Horrible. Su padre abre la puerta del final del pasillo, el Larguirucho ya ha olido el indescriptible olor que se filtra por debajo de la puerta— mezcla de jamón rancio, aceite de oliva y vino—. Le asusta de manera irracional, desmedida, aquel cuchitril de menos de medio metro cuadrado, la despensa.

      ¿Por qué le produce un pavor insufrible? El niño no lo sabe, nadie adivina lo que pasa por su cabeza. Vicentito, con su inmensa fantasía, insufla vida a la pata colgada de jamón serrano, para él es cómo la zarpa de un ser maligno que, en las tinieblas del pequeño espacio, puede cogerle por el cuello, ahogarle, hacerle cualquier maldad sucia y oscura.

      Al final de mes trae un sobre del colegio, la madre lo abre y pone cara de circunstancias; le dice lo de siempre, “has de poner más atención, estudiar más”

      — ¿Cuántos suspensos? —pregunta su padre, obsesionado con que sea un hombre de provecho.

      — Dos, dice él. —El Larguirucho estaba frente a su padre como un cautivo encadenado—. “Es que, es que el padre Joaquín” —tartamudea.

      — ¡Ni padre ni madre ni nada! ¿No vas a ser responsable nunca?

      Antes de que la madre intervenga, se levanta y le pega un bofetón de revés, desmedido. Vicentito cae al suelo y se desliza con su impulso por el suelo. Le frena la pared con un golpe en la cabeza. El niño llora hecho un ovillo. Se agarra con las manos la cabeza sangrante.

      — ¡Lo vas a matar! —chilló su madre—. Eres un animal.

      Se agacha a atenderle. Busca en el botiquín, le pone agua oxigenada en la herida, le levanta del suelo y lo sienta con ella.

      — Prefiero verle en silla de ruedas a que sea un “don nadie” —contesta el padre.

      Con un algodón en la herida murmura quejumbroso que “en el colegio ya me dieron dos golpes de regleta por cada cate”.

      —Hablaré con el director—dice excitado el padre—: poco te dan. Necesitas más jarabe de palo. Por lo menos hasta que dejes de traer calabazas.

      Así era el mundo de Vicentito Blanch a los cinco o seis años. “Hiperactivo—dirían medio siglo después—, un niño con la atención muy lábil, por eso no sigue bien las enseñanzas de los profesores en las clases”. Sus padres, primerizos y con otras cosas en la cabeza, no supieron aplaudir lo que tenía de bueno. Solo le castigaban cuando lo hacía mal.

      A los siete años va solo en metro al colegio, aparenta tener más de diez, ha de bajar varias manzanas por el paseo de las Delicias para cogerlo, y otras tantas en el barrio de Argüelles al salir. En el colegio juega al fútbol en los recreos, deambula por las habitaciones de los curas para coger bombones y otros regalos comestibles; un profesor le encuentra en la escalera de bajada, de la zona residencial de los religiosos, y desde entonces, el profesorado le apoda “el abominable niño de los pasillos”.

      Frente a la entrada principal del colegio hay una tienda adónde los escolares acuden a comprar chucherías y cromos. En “La mona”, se puede adquirir todo lo que un niño puede imaginar, y se forman enormes colas a la hora del recreo. El Larguirucho a veces come regaliz, chicle, compra cromos de la liga de fútbol. Su equipo es el Barcelona—el del abuelo Narcís—, aunque también es un poco del Atlético de Madrid como el padre, ambos son muy aficionados al balompié, socios del club colchonero, habituales del Metropolitano.

      Los domingos que juega va con su abuelo, en una camioneta gris que sale de la cuesta de Moyano. Al niño le llama la atención la nariz tan prominente que gasta el vehículo para albergar el motor, los dos faros redondos a ambos lados que le hacen de ojos y el rugido que hace al intentar arrancar en la cuesta, cargado de viajeros. El Larguirucho, una vez dentro, tras correr para cogerle sitio al abuelo, se coloca cerca del habitáculo que guarda el motor. Colocarse a la derecha del conductor le fascina. Observa en el recorrido los malabarismos del chófer con el cambio de marchas—un largo tubo macizo de hierro, que sale recto de la caja de cambios y luego se inclina hacia atrás para terminar en una bola oscura—;es su ídolo durante el trayecto, un maestro a sus ojos, un poco antes de cambiar de marchas, y cuando el animal que hay allí dentro chilla de forma tan ensordecedora que parece vaya a explotar, mueve la bola negra del final del cambio, pega un rugido y entonces—solo entonces—, es cuando mete de la siguiente marcha. Y la camioneta recupera el resuello, ya no grita como antes. En uno de esos domingos tan especiales, juega el Atlético de Madrid contra el Barcelona, en el intermedio baja al césped con su padre que, Kodak en ristre, le tira fotos con Ramallets, Collar y Olivella, aquello es demasiado, no sabe si lo sueña o lo vive de verdad. Disfruta a veces en el descanso yendo de las localidades de sus padres, tras la portería del Atlético, a la del abuelo en la tercera fila, casi a ras de césped y a la altura del bar, en la mitad del rectángulo de juego; allí acude Narcís a tomar el carajillo y a encender su purito. El abuelo lo vive tanto que un periodista deportivo le fotografió en el periódico local, agarrado a su oreja izquierda y cargando su ancho torso sobre el vecino, es para el reportero la típica imagen del aficionado. Lo que más le fastidia al niño es la vuelta, la


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