El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

El tren del páramo - Pedro Sánchez Jacomet


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      Los padres hablan de la estrategia para hacer carrera de El Larguirucho, ha de aprobar en la segunda convocatoria—en septiembre—, han previsto hacer la mudanza en agosto y si ha de repetir curso en el colegio de Argüelles será un problema; es mucho más caro que el que han mirado cerca del chalé—a menos de cien metros—, habría que llevarlo al otro lado de la ciudad o pagar la furgoneta que a saber si se comprometería a llegarse a Las cuarenta fanegas. Una disyuntiva, con dos hijos y uno de camino, con una casa que han de pagar—ya llegaron los primeros recibos de la hipoteca—y él sin estudiar. Con lo importante que es para ella salir del alquiler mierdero dónde llevan ya más de once años; el cambio al chalé—una casa de su categoría—, no puede fastidiarla Vicentito. En todo acuerdo hay que ceder, el padre presiona para aumentar la dureza de los castigos, ella no desea posponer la mudanza, está embarazada, gordísima, Lolita, de unos cuatro años, también necesita atención. La madre pide al padre que no le pegue más. Y toman la decisión.

      —¿Cómo vamos a decir lo del suspenso a la familia? —le dice el padre, mirando a la madre.

      —No sé. Ya se enterarán—contesta balbuceando.

      —Llama a los abuelos—dice ella.

      —¿Yo?

      El padre le mira con cara de sargento, él se figura lo que puede pasar si no lo hace, presiente lo que es capaz de hacer y duda, pero la autoridad de su progenitor le obliga; siente vergüenza, su seguridad se quiebra, “cómo puedo decirles yo mismo que he suspendido con lo importante que debe ser lo del ingreso”; el orgullo le paraliza, no sabe qué hacer, se siente entre la espada y la pared.

      —Pero mamá… yo no. A los abuelos, no.

      —A nosotros también nos da vergüenza tener un hijo así—dice ella—y sale del salón a la cocina.

      —Venga llama—aprieta el padre.

      Y llama, rabioso, con el amor propio hundido. Sus abuelos le quitan importancia—le quieren mucho—, le animan a seguir estudiando; telefonea a sus tíos con los que no tenía confianza, mucho peor que con Narcís y Merçè, a los otros tíos… Sufre una vergüenza enorme al cumplir el cruel castigo y, sin tener consciencia de ello, acaba con un gran complejo de culpabilidad en su equipaje; siente la rabia contenida en sus entrañas por no ser capaz de enfrentarse a su padre—no pasa por su cabeza esa posibilidad, una persona tan agresiva, recuerda aún como sacó a un taxista cogido por las solapas por la ventanilla del taxi porque pisó un poco el paso de peatones —; es incapaz de desobedecerle a pesar de considerarlo injusto. Atenazado de miedo como si hubiese cometido un asesinato piensa si no sería el único en suspender el famoso examen de ingreso, todos sus primos y amigos lo han aprobado—. No lo olvidará nunca…

      …—Ya está—dice la enfermera, sonriendo—. ¡Hombre! no estés triste. Eres muy valiente, se te curará.

      Ella desconoce el motivo de su seriedad ni se imagina lo que pasa por su cabeza. “Se acostumbra uno al dolor físico de los correazos, a los golpes y hasta al dolor de la quemadura, pero me escoció más el castigo de las llamadas aquel maldito día”. Aún le tiemblan las piernas, no tenía la madurez suficiente—un niño de nueve años—para enfrentarse a la situación; dejó en sus entrañas una herida más profunda que la quemadura. Fue un golpe tan duro para su orgullo y autoestima que mucho, mucho tiempo después, le pasaría factura. Pero debía de recorrer la mayoría de las estaciones de su trayecto, los túneles y traqueteos se sucederían, no había hecho sino empezar su periplo.

      Llegó la segunda convocatoria de septiembre y el aprobado esperado por todos, en especial por la madre; al chalé le quedaban unos remates de nada, podían hacer la mudanza, Vicentito estudiaría en un colegio de Ciudad Jardín; “en la colonia empezará una nueva vida acorde a nuestro estatus”, se diría ella.

      Después de cenar y oír un rato la radio—a veces sus padres le dejaban sentarse alrededor de la Telefunken a escuchar los terroríficos seriales de Narcíso Ibáñez Serrador—, entró en su habitación. Estaba helada, el invierno fue muy duro ese año, el presupuesto para carbón se había acabado. Se tendió en la cama, se arrebujó dentro de la sábana y la manta. Tiritó, estaba como un iceberg. Reflejamente, se movió como una exhalación para entrar en calor: rozaba los pies entre sí, se frotaba el cuerpo con los brazos cruzados sobre el pecho, resoplaba como una ballena. Al no conseguirlo metió la cabeza bajo la sábana, así se sentía protegido, el aire que expiraba le daba calor, en la oscuridad de su refugio soñaba y repasaba el día. Estaba en el interior de su casita, al abrigo de miradas y de reproches, podía pensar, jugar a lo que le diese la gana. Reflexionó por qué le gustaba tanto estar en casa de los abuelos—no entendía la causa, le costaba parar su agitada cabeza…

      … hace un tiempo fue con su madre a casa del abuelo, Merçè saco la merienda, y mientras comía las rebanadas de nata con chocolate rayado y azúcar, la abuela le preguntó cómo marchaba la obra del chalé, si estaba contento con el cambio de casa y cuándo empezaba las clases en la academia. ¡Qué bien! Era estupendo que te preguntasen cosas, que se preocuparan de ti, que con su sonrisa de ojos gatunos te dijera, silenciosa, que eras importante para ella. “Me gusta mucho la casa, el larguísimo pasillo, la merienda que me hace Merçè pero sobre todo que esté pendiente de mí, no sé, en casa hay que estar tanto tiempo con mi hermana Lolita. Mi abuela es fenomenal, me mira de una forma tan bonita, mi madre no me hace ni caso”. Él aprovecha ese momento en la cocina— su madre permanecía con Lolita en el salón al otro extremo de la casa—.

      —Abuela, me gustaría vivir con vosotros—y sonrió.

      Ella siguió con su labor, pero en seguida giró la cabeza hacia él. Sonrió como siempre cuando le miraba.

      —Cariño, nosotros te queremos muchísimo ¿lo sabes?

      Vicentito asintió y se le abrazó.

      —Tu abuelo y yo estaríamos felices teniéndote aquí, pero tus padres se disgustarían—y acercándose al niño, le besó en la cabeza. Puedes venir a nuestra casa siempre que quieras…

      … la casita de su cama se convirtió en una diligencia asaltada por un numeroso grupo de sioux, él era el John Wayne del remedo: sentado junto al conductor de la recua de caballos, disparaba a los pieles rojas con su Winchester 1892 de repetición. Caían como moscas, pero las flechas que lanzaban habían alcanzado al otro americano. En el interior de la diligencia viajaban dos señoritas de salón (iban a reforzar la plantilla de chicas del pueblo), junto con una señora mayor muy remilgada que no hacía más que protestar por lo despacio que iban, y un cowboy maduro que con su Colt 45, mantenía a distancia a los indios, aunque no le faltaban ganas de atizar con la culata al cenizo vejestorio. Él se movía a un lado y otro de la cama: ora disparaba a la izquierda, ora a la derecha, herido y todo no cejaba en el empeño de proteger la diligencia, de aniquilar salvajes. Al llegar a Fort Apache, cuando se vio recompensado con un par de besos de la más guapa de las chicas, cansado y caliente, se durmió.

      La madre embarazada saca a Lolita y a Vicentito por el paseo del Prado, se fija en ella, “hace unos dos años estaba guapísima con el vestido de flores azules y blancas. Un día, le dije enamorado: «mamá qué guapa eres», y ella me sonrió con dulzura. Ahora no me parece mi mamá, tripuda, gordísima, aquel barrigón le ha crecido en un santiamén, no entiendo cómo comiendo lo mismo se ha puesto así. No tiene la cinturita de antes, aquella figura que le permitía ponerse el vestido que me gusta. Al volver, la familia sube a saludar a los abuelos. Al rato de merendar—vasta imaginación infantil—el niño vive una guerra en su cabeza alimentada por las películas autorizadas, juega a los indios en el largo pasillo, y sin querer da a su madre en la tripa, la pistola virtual de su mano derecha golpea en la panza de ella.

      —¡Ay, hijo mío! —se queja—y se lleva la mano a la barriga.

      De golpe y porrazo recibe la brusca censura de Narcís

      —Aquest cop farà mal al teu germà ( Este golpe dañará a tu hermano).

      Aquello le cayó como un jarro de agua helada. Se agarró a la falda de su madre. No pudo llorar a pesar de sentir mucha


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