El último elefante. Pino Pace
duerme, lo sabe todo el mundo, y el cielo está límpido.
De todas formas, noto algo distinto en el aire, no sé cómo explicarlo…
El águila ratonera traza grandes círculos entre las nubes blancas y el azul del cielo.
—No es buena señal —diría mi madre, y yo también lo digo en voz alta.
Yo no me creo mucho ese tipo de cosas que dice Sylia. El águila vuela por el cielo todos los días y va a cazar para vivir y dar de comer a sus polluelos. Esa es la verdad, aunque… Yo sé muchas cosas, pero hay otras que no llego a entender. Y eso también lo sé.
Cuando llego al arroyo me paro para beber y descansar un poco. Tanet, mi padre, me ha enseñado a interpretar las señales de la naturaleza para cuando tenga que salir a cazar con él. Lo estoy deseando.
«Si quieres seguir vivo, tienes que aprender a ver», me dijo.
«Pero si yo veo…».
Tanet me dio una colleja, aunque ligera.
«Tú crees que ves, pero tienes que aprender a ver también los detalles más pequeños, escuchar, estar presente, ¿ves como ni siquiera eres capaz de entender algo tan sencillo?».
Y, sin embargo, lo entiendo.
Retomamos nuestro camino y cuando el sol está a punto de rozar el horizonte, llego al Árbol Quemado y empiezo a pensar que Tanet y Sylia tienen razón. No hay ni un centinela; ni los hermanos Roshi ni el viejo Susil. No es buena señal. En el Árbol Quemado siempre hay alguien de guardia, porque es el camino que lleva a la aldea.
—Aprende a ver —me repito a mí mismo, y es como si estuviera oyendo la voz de mi padre.
Me agacho sobre el polvo del camino, veo huellas de cascos y, un poco más allá, estiércol. Tiene que ser estiércol de caballo. Por aquí han pasado caballos y caballeros, muchos, en el aire aún se respira el olor del sudor de los caballos. Es sutil, pero se nota. Puede que haya habido una lucha. Miro entre los arbustos, hay ramas rotas y piedras arrancadas de la tierra. En una piedra hay manchas de sangre, es oscura, casi negra...
—¡Vamos, Blez! —lo llamo y echa a correr.
Dejo al rebaño y sigo andando, pero no por el sendero. Voy por el bosque, sin hacer ruido. Espero que mientras tanto no se pierdan muchos corderos.
Cuanto más avanzo, más seguro estoy de que ha pasado algo malo. Ando todavía más despacio, el corazón me late con fuerza. Un poco más allá se termina el bosque y se abre el claro de la aldea. Dos vacas flacas rumian a la luz rosada del atardecer. Las finas columnas de humo de las hogueras, los tejados de paja, el barro de las chozas. Todo parece normal, si no fuera porque los perros ladran histéricos. Blez aúlla.
—¡Shh!
Salimos a pleno sol, camino agazapado, escondido entre los arbustos. Y entonces los veo.
Son hombres de piel oscura, llevan corazas ligeras de cuello reluciente y rojizo; hablan una lengua de sonidos secos, creo que nunca la había oído antes. No son celtas, o eso creo, porque los vi una vez, pero a estos no los he visto nunca.
Se están llevando a unas mujeres, cuatro o cinco, atadas a una cuerda larga. Mi madre no está, creo; no, creo que no. En el suelo se entrevé la forma de unos cuerpos tirados en el suelo, heridos o tal vez muertos. No los distingo. Tienen que ser los que han intentado defender la aldea, aunque solo podían ser viejos o niños.
—Vamos, Blez —susurro y se me quiebra la voz.
Ni mi perro ni yo podemos hacer nada, aparte de intentar que no nos capturen a nosotros también. O que nos maten. No hay tiempo para llorar ni para pensar en qué habrá sido de Sylia, de mis primos, de mis amigos, del viejo Susil. Tengo que huir lejos de aquí, lo más lejos de aquí…
De pronto oigo un caballo al galope. Me doy la vuelta, un caballero con armadura de cuero que monta un caballo de manchas negras corre hacia mí. Lleva un escudo redondo, la espada envainada y una lanza en la mano.
—¡Corre, Blez, corre! —grito, el bosque está cerca, el caballo es rápido pero puedo conseguir escapar.
Cuando estoy a pocos pasos de los árboles, el caballero me alcanza. Levanta la lanza, me caigo, corro a cuatro patas, me acuerdo del jabalí cuando intenta escapar y sabe que el cazador no tendrá piedad. El caballo se empina y relincha, Blez ladra furioso, el caballero se ríe.
Salto sobre un par de arbustos, me araño la cara y los brazos. A tres pasos de mí hay dos árboles, podría pasar por ahí y meterme en el bosque. Un golpe y todos los rayos de la tormenta se desencadenan dentro de mi cabeza, o eso me parece. Y sin más, el mundo se apaga.
Capítulo 2
OLOR A ASADO
Lo primero que noto es olor a asado.
No abro los ojos, tengo miedo. Me duele la cabeza, me la toco con cuidado, tengo un chichón en la coronilla que parece la salida de un hormiguero y late con la fuerza del corazón de un cordero cuando sabe que ha llegado su hora.
Yo sé muchas cosas para tener solo 13 primaveras, sé distinguir un asado de borrego de uno de liebre o uno de marmota.
«Están asando mis ovejas», pienso.
Estoy tumbado sobre una piel de gamo o de ciervo, no sé. Apesta. Oigo hablar una lengua que no he oído nunca, luego otra un poco distinta. A lo mejor sigo durmiendo y estoy soñando. En cuanto abra los ojos sabré si todavía estoy soñando. Y si el olor a asado es el de mis ovejas. Antes o después tendré que abrirlos. Los abro. No estoy soñando.
Estoy en un campamento. Las tiendas están hechas con pieles de animales colocadas alrededor de largas ramas entrecruzadas. Es inmenso, ocupa todo el valle, desde el bosque hasta el río, no se ve el final.
Unos hombres de piel oscura, vestidos con chalecos de cuero y telas de colores que nunca había visto, van y vienen, y hay quienes remueven un palo de madera en ollas de cobre puestas al fuego, huele a cebolla y carne hervida. Otros tiran de unos caballos pequeños y nerviosos; no hay niños, no hay mujeres. Todos parecen guerreros, son robustos, musculosos, con los rostros endurecidos de los que no temen a nada. Algunos se están entrenando con las armas: prueban golpes de espada y de lanza, o los paran con sus escudos, gritan y se ríen, se colocan las armas —espadas y puñales— en el cinto o en la espalda. Hay quienes llevan armaduras de bronce y otros tienen chalecos de cuero más finos. Hasta hay algunos que se entrenan para luchar con las manos. Dentro de una tienda hay hombres durmiendo. Nadie repara en mí, una buena señal, por fin. Blez no está, puede que el caballero lo haya matado, o a lo mejor se ha escapado.
Me siento. Reconozco a mis ovejas en un recinto que está un poco más allá.
Mientras me enderezo con cierta dificultad, llega un hombre. Tiene la cara y las manos sucias y cojea un poco. Empieza a gritarme cosas incomprensibles. Me agarra por la oreja con las manos mugrientas y me arrastra con los animales. Con gestos me da a entender que tengo que ordeñar. Para que lo entienda mejor me suelta un manotazo en la oreja, que me empieza a pitar… A los prepotentes no los soporto, aunque lleven la espada al cinto, aunque tengan una cara que espantaría hasta a un puma. El Mugriento me agarra por el cuello una vez más de lo que puedo aguantar. Me vuelvo de repente y le muerdo la mano con todas mis fuerzas. Grita. Entre los dientes noto cómo le crujen los huesos y escapo.
Corro muy rápido, pero rápido de verdad. Siempre he sido el más rápido de la aldea, por eso me llaman Liebre. No corro tan rápido como la liebre o el gamo, pero casi. El hombre está enfurecido, me persigue, grita y no se detiene. Nadie intenta detenerme, es como si todo quedara entre el Mugriento y yo, pero todos se ríen. No pensaba escapar, pero a lo mejor consigo llegar hasta el bosque que se ve a lo lejos, y luego quién sabe. Podría intentarlo.
Salto sobre la leña de una hoguera medio apagada y humeante, rodeo una tienda de piel, espanto a un caballo de manchas negras, un perro ladra y a mí casi me da por reír. El Mugriento está cansado, cojea, a lo mejor lo consigo… Pero me choco