El último elefante. Pino Pace
que los cartagineses construyeron y usaron para asaltar las murallas, máquinas que lanzan piedras tan grandes como calabazas hasta cien pasos de distancia, lluvias de flechas ardientes, y murallas y portones derribados con troncos de árboles.
—¡Y el golpe final a las murallas fue con los elefantes! ¡Grandioso! —concluye—. El general sabe ser generoso con los que están de su lado, pero no tiene piedad con los que se le oponen, y Sagunto lo hizo, o aún peor, lo traicionó.
—¿Y qué sabes de Roma? —pregunto.
Sileno mira hacia lo alto, a la inmensidad del cielo, y mientras tanto se rasca la nuca como si tuviera pulgas. Y seguramente las tiene, porque las tenemos todos. Pero yo solo me espulgo cuando puedo, mientras que a Sileno parece que le da igual.
—Roma tiene más casas que estrellas hay en el cielo, Mesilea. Tiene calles de piedra, sin barro ni polvo, por donde los carros pasan volando. Roma tiene termas de agua caliente y perfumada. Imagínate, el agua discurre por las casas, la puedes beber en cualquier momento y se lleva tus desechos. En Roma las casas son cálidas en invierno y frescas en verano…
—¿De verdad existe un lugar así?
—Yo he estado.
—¿Y qué más viste allí?
—Vi mercados con mercancías de todo el mundo: sedas y telas preciosas, fruta, vino de Chipre, las fiestas dionisíacas de Cnosos, espectáculos con bestias feroces, animales que nadie se podría llegar a imaginar…
—¿Roma es fuerte?
—Roma tiene tantos caballeros que el número de sus soldados supera al de las estrellas, posee máquinas de guerra en gran número…
—¿Y elefantes?
—No, no tiene elefantes, pero no creas que los romanos son débiles por eso. Roma quiere conquistar el mundo y someterlo. —Sileno mira a lo lejos—. Y lo hará…
Capítulo 5
EL MOMENTO PROPICIO
Aquella noche, cuando todos se han acostado, llamo a Nuura con un gesto. Ella llega enseguida y le hago la señal de que quiero sacar mi estaca del suelo. Nuura me mira. Si fuera una persona, yo diría que está indecisa. Le vuelvo a hacer la señal. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? El elefante es tan inteligente como el perro, pero mucho más fuerte.
Nuura se decide, agarra la estaca con la trompa y la saca como si estuviera sacando una astilla clavada en un dedo.
Cojo la estaca. Me la tendré que llevar porque me podría servir como arma, ya encontraré la forma de romper la cadena.
Ahora tengo que escapar, poner bosques, colinas, valles, ríos y arroyos entre este campamento y yo. Lo siento un poco por Yann, pero estoy seguro de que lo entenderá.
Doy unos pasos y me paro.
Un perro grande y negro, con un collar de cuero y puntas de metal, está a tres pasos de mí, gruñe muy bajo, enseña los dientes. Se me hiela la sangre. Otros perros corren hacia nosotros en la noche, por los ladridos breves entiendo que están siguiendo algo. Luego se ponen al lado del que me mira y gruñe. Él es el jefe de la manada, se nota enseguida.
—¡Quieto! —me ordena Yann.
Él también ha aparecido de la nada, como los perros, y eso que hace un momento parecía que estaba dormido. ¿O se habrá dado cuenta de que me estoy intentando escapar? Yann está agarrando la empuñadura del puñal, pero no lo ha sacado de la funda.
—No tengo ninguna intención de moverme —susurro—. ¿De dónde han salido estas bestias?
—Llegan directos del infierno, son los mastines de Aníbal. El que te tiene enfilado es Rojo, el jefe.
—Qué suerte…
Nos quedamos inmóviles no sé cuánto tiempo. Rojo me mira con sus ojos de fuego. De pronto se da media vuelta y desaparece en perfecto silencio, seguido por los demás.
—Uf —suspiro.
—Qué raro que estén por aquí, han debido de oler algo.
—No sabía que aquí también hubiera perros enrolados —digo.
Yann no tiene muchas ganas de hablar, tiene sueño.
—Los perros buscan pistas, olfatean buscando enemigos y dan vueltas por el campamento. Aunque no lo parezca, estamos siempre vigilados, Mes. Los elefantes son el arma más importante del ejército de Aníbal, y yo me voy a dormir. —Mete el puñal por debajo del saco en el que apoya la cabeza—. Yo en tu lugar, haría lo mismo —añade. Al cabo de un momento, ya está roncando.
—Gracias, Yann —susurro y planto la estaca en su sitio.
Le acaricio la trompa a Nuura y ella me la apoya dos veces en la cabeza cariñosamente. Me tumbo en mi camastro de paja y piel de gamo. No será fácil escapar, por ahora tendré que quedarme aquí y hacer lo que me manden hasta que llegue el momento propicio. Me quedo dormido enseguida.
Casi sin darme cuenta, ya soy capaz de hablar y entenderlos a casi todos.
Sileno me ha enseñado todas las palabras que necesito. En el campamento no se habla solo cartaginés, sino una mezcla de muchas lenguas distintas. Además, me he dado cuenta de que cada idioma tiene una palabra perfecta para decir algo, y al cabo de un tiempo todos la usan. El maestro Sileno también me ha enseñado a leer, a escribir y a hacer cuentas. Me ha enseñado filosofía y la historia del mundo. Me ha dicho que los dioses han hecho a los elefantes amasando la tierra y dándole forma de elefante. En ese montón de tierra soplaron la vida y el primer elefante se movió, se sacudió la tierra seca de encima y barritó.
—Y con la tierra que sobró hicieron al primer hombre y a la primera mujer… Pero todo son cuentos.
—¿No te lo crees?
—Yo solo creo a las cosas que puedo ver, oír, tocar…
A mí me encanta oír hablar a Sileno, y ya hablo cartaginés mejor que Yann.
«Eres un jovencito muy inteligente, aprendes todo y rápido —me ha dicho Sileno—. Has tenido suerte al encontrar a Aníbal y su ejército. Era un desperdicio tenerte como pastor, créeme».
Ahora puedo hablar con todos y una noche, mientras Shafá me está atando el tobillo, le pregunto:
—Jefe, ¿por qué el elefante no arranca la estaca del suelo? No le costaría nada.
—Un elefante de guerra se adiestra cuando es una cría —me explica Shafá—. Se coge una estaca de madera dura y se pinta de un color fuerte, como el rojo, el púrpura, el amarillo o el azul. El elefante tiene que reconocerla y acordarse bien de ella. Luego se clava en el suelo y se ata al elefante. Una cría, que tiene poca fuerza, se pasa el día entero intentando arrancarla y no puede, y cuando se convence de que es imposible, ya no vuelve a intentarlo.
—¿Nunca más? —pregunto.
—En toda la vida. Pero, ojo, tienes que atarlo siempre a esa estaca, no a otra. Aunque solo la hinques en el suelo con las manos, el elefante se estará quieto. Pero si lo encadenas a otra estaca o a un árbol, ¡lo arranca todo y se va!
A Shafá se le ilumina la mirada cuando habla de sus elefantes, pero esta vez es como si le cayera sobre los ojos un velo sutil.
—La estaca también sirve para otra cosa —añade—. A veces, los elefantes enloquecen durante la batalla y matan a amigos y enemigos. La estaca sirve para matarlos. Se les clava en la nuca con el martillo que llevan colgado en la silla. —Shafá se levanta, señal de que es hora de acostarse—. Buenas noches, jovencito —dice y se va.
—Buenas noches, jefe.
Los elefantes se mueven y rezongan en la oscuridad. Yo también me tumbo sobre mi camastro y me tapo como puedo. Por primera vez en mi vida siento que formo parte de algo más grande que yo.
Una