La isla misteriosa. Julio Verne
abrigo en donde estará mejor que aquí. La noche se acerca; venga a descansar; mañana veremos...
El corresponsal se levantó y, guiado por el joven, se dirigió a las Chimeneas.
En aquel momento Pencroff se acercó a él y con el tono más natural del mundo le preguntó si por casualidad le quedaba alguna cerilla.
Gedeón Spilett se detuvo, registró sus bolsillos, no encontró nada y dijo: —Tenía, pero he debido tirarlas...
El marino llamó entonces a Nab, le hizo la misma pregunta y recibió la misma respuesta.
—¡Maldición! —exclamó el marino, sin contenerse. El reportero lo oyó y, acercándose a él, le preguntó:
—¿No tiene una cerilla?
—Ni una, y por consiguiente no hay fuego.
—¡Ah! —exclamó Nab—, si estuviera mi amo, él sabría hacerlo.
Los cuatro náufragos quedaron inmóviles y se miraron no sin inquietud. Harbert fue el primero en romper el silencio diciendo:
—Señor Spilett, usted es fumador y siempre ha llevado cerillas. Quizá no ha buscado bien... Busque aún; una nos bastaría.
El periodista volvió a registrar los bolsillos del pantalón, del chaleco, del gabán, y al fin, con gran júbilo de Pencroff y no menos sorpresa suya, sintió un pedacito de madera en el forro del chaleco. Sus dedos lo habían sentido a través de la tela, pero no podían sacarlo. Como debía ser una cerilla y no había más, había que evitar se encendiese prematuramente.
—¿Quiere usted que yo la saque? —dijo el joven Harbert.
Y muy diestramente, sin romperlo, logró extraer aquel pedacito de madera, aquel miserable y precioso objeto, que para aquellas pobres gentes tenía tan grande importancia. Estaba intacto.
—¡Una cerilla! —exclamó Pencroff—. ¡Ah! Es como si tuviéramos un cargamento entero. Lo tomó y, seguido de sus compañeros, regresó a las Chimeneas.
Aquel pedacito de madera que en los países habitados se prodiga con tanta indiferencia, y cuyo valor es nulo, exigía en las circunstancias en que se hallaban los náufragos una gran precaución. El marino se aseguró de que estaba bien seco. Después dijo:
—Necesitaría un papel.
—Tenga usted —respondió Gedeón Spilett, que, después de vacilar, arrancó una hoja de su cuaderno.
Pencroff tomó el pedazo de papel que le tendía el periodista y se puso de rodillas delante de la lumbre. Tomó un puñado de hierbas y hojas secas y las puso bajo los leños y las astillas, de manera que el aire pudiera circular libremente e inflamar con rapidez la leña seca.
Dobló el papel en forma de corneta, como hacen los fumadores de pipa cuando sopla mucho el viento, y lo introdujo entre la leña. Tomó un guijarro áspero, lo limpió con cuidado y con latido de corazón frotó la cerilla conteniendo la respiración.
El primer frotamiento no produjo ningún efecto; Pencroff no había apoyado la mano bastante, temiendo arrancar la cabeza de la cerilla.
—No, no podré —dijo—; me tiembla la mano... La cerilla no se enciende... ¡No puedo... no quiero!
Y, levantándose, encargó a Harbert que lo reemplazara.
El joven no había estado en su vida tan impresionado. El corazón le latía con fuerza. Prometeo, cuando iba a robar el fuego del cielo, no debía de estar tan nervioso. No vaciló, sin embargo, y frotó rápidamente en la piedra. Oyóse un pequeño chasquido y salió una ligera llama azul, produciendo un humo acre. Harbert volvió suavemente el palito de madera, para que se pudiera alimentar la llama, y después aplicó la corneta de papel; este se encendió y en pocos segundos ardieron las hojas y la leña seca.
Algunos instantes después crepitaba el fuego, y una alegre llama, activada por el vigoroso soplo del marino, se abría en la oscuridad.
—¡Por fin! —exclamó Pencroff, levantándose—, ¡en mi vida me he visto tan apurado!
El fuego ardía en la lumbre formada de piedras planas; el humo se escapaba por el estrecho conducto; la chimenea tiraba, y no tardó en esparcirse dentro un agradable calor.
Mas había que impedir apagar el fuego y conservar siempre alguna brasa debajo de la ceniza. Pero esto no era más que una tarea de cuidado y atención, puesto que la madera no faltaba y la provisión podría ser siempre renovada en tiempo oportuno.
Pencroff pensó primeramente en utilizar la lumbre para preparar una cena más alimenticia que los litodomos. Harbert trajo dos docenas de huevos. El corresponsal, recostado en un rincón, miraba aquellos preparativos sin decir palabra. Tres pensamientos agitaban su espíritu. ¿Estaba vivo Ciro Smith? Si vivía, ¿dónde se hallaba? Si había sobrevivido a la caída, ¿cómo explicar que no hubiese encontrado medio de dar a conocer su presencia? En cuanto a Nab, vagaba por la playa como un cuerpo sin alma.
Pencroff, que conocía cincuenta y dos maneras de arreglar los huevos, no sabía cuál escoger en aquel momento. Se tuvo que contentar con introducirlos en las cenizas calientes y dejarlos endurecer a fuego lento.
En algunos minutos se verificó la cocción y el marino invitó al corresponsal a tomar parte de la cena. Así fue la primera comida de los náufragos en aquella costa desconocida. Los huevos endurecidos estaban excelentes, y como el huevo contiene todos los elementos indispensables para el alimento del hombre, aquellas pobres gentes se encontraron muy bien y se sintieron confortados.
¡Ah!, ¡si no hubiera faltado uno de ellos a aquella cena! ¡Si los cinco prisioneros escapados de Richmond hubieran estado allí, bajo aquellas rocas amontonadas, delante de aquel fuego crepitante y claro, sobre aquella arena seca, quizá no hubieran tenido más que hacer que dar gracias al cielo! ¡Pero el más ingenioso, el más sabio, el jefe, Ciro Smith, faltaba y su cuerpo no había podido obtener una sepultura! Así pasó el día 25 de marzo. La noche había extendido su velo. Se oía silbar el viento y la resaca monótona batir la costa. Los guijarros, empujados y revueltos por las olas, rodaban con un ruido ensordecedor.
El corresponsal se había retirado al fondo de un oscuro corredor, después de haber resumido y anotado los incidentes de aquel día: la primera aparición de aquella tierra, la desaparición del ingeniero, la exploración de la costa, el incidente de las cerillas, etcétera., y, ayudado por su cansancio, logró encontrar un reposo en el sueño.
Harbert se durmió pronto. En cuanto al marino, velando con un ojo, pasó la noche junto a la lumbre, a la que no faltó combustible. Uno solo de los náufragos no reposaba en las Chimeneas; era el inconsolable, el desesperado Nab, que, toda la noche y a pesar de las exhortaciones de sus compañeros que le invitaban a descansar, erró por la playa llamando a su amo.
Salieron de caza y a explorar la isla
El inventario de los objetos que poseían aquellos náufragos del aire arrojados sobre una costa que parecía inhabitada quedó muy pronto hecho.
No tenían más que los vestidos puestos en el momento de la catástrofe. Sin embargo, es preciso mencionar un cuaderno y un reloj, que Gedeón Spilett había conservado por descuido, pero no tenían ni un arma, ni un instrumento, ni siquiera una navaja de bolsillo. Los pasajeros de la barquilla lo habían arrojado todo para aligerar el aerostato.
Los héroes imaginarios de Daniel de Foe, o de Wyss, como los Selkirk y los Raynal, náufragos en la isla de Juan Fernández o el archipiélago de Auckland, no se vieron nunca en una desnudez tan absoluta, porque sacaban recursos abundantes de su navío encallado, granos, ganados, útiles, municiones, o bien llegaba a la costa algún resto de naufragio, que les permitía acometer las primeras necesidades de la vida. No se encontraban de un golpe absolutamente desarmados frente a la naturaleza. Pero ellos, ni siquiera un instrumento, ni un utensilio. Nada, tenían