La isla misteriosa. Julio Verne
y cinco solamente en el hemisferio austral. Pero el bosque no se componía más que de coníferas como los deodaras, las duglasias, semejantes a las que crecen en la costa nordeste de América, y abetos admirables, que medían ciento cincuenta pies de altura.
En aquel momento, una bandada de aves pequeñas, de un hermoso plumaje y cola larga y cambiante, salió entre las ramas, sembrando sus plumas, débilmente adheridas, que cubrieron el suelo de fino vellón. Harbert recogió algunas plumas y después de haberlas examinado dijo:
—Son curucús.
—Yo preferiría una gallina de Guinea o un pato —añadió Pencroff—; pero, en fin, ¿son buenos para comer?
—Son buenos y su carne es muy delicada —contestó Harbert—. Por otra parte, si no me equivoco, es fácil acercarse a ellos y matarlos a bastonazos.
El marino y el joven, deslizándose entre las hierbas, llegaron al pie de un árbol cuyas ramas más bajas estaban cubiertas de pajaritos. Los curucús esperaban el paso de los insectos de que se alimentaban. Se veían sus patas emplumadas agarradas fuertemente a las ramitas que les servían de apoyo.
Los cazadores se enderezaron entonces y, maniobrando con sus palos como una hoz, rasaron filas enteras de curucús, que, no pensando en volar, se dejaron abatir estúpidamente. Un centenar yacía en el suelo, cuando los otros huyeron.
—Bien —dijo Pencroff—, he aquí una caza hecha a propósito para cazadores como nosotros. ¡Se podrían coger con la mano!
El marino ensartó los curucús, como cogujadas, en una varita flexible, y continuaron la exploración. Observaron entonces que el curso del agua se redondeaba ligeramente, como formando un corchete hacia el sur, pero aquel redondeo no se prolongaba verdaderamente, porque el río debía tomar su origen en la montaña y alimentarse del derretimiento de las nieves que tapizaban las laderas del cono central.
El objeto particular de aquella excursión era, como ya se sabe, procurar a los huéspedes de las Chimeneas la mayor cantidad posible de caza. No se podía decir que se hubiera conseguido; por eso el marino proseguía activamente sus pesquisas y maldecía, cuando algún animal, que no había tiempo siquiera de reconocer, huía entre las altas hierbas. ¡Si al menos hubiera tenido al perro Top! ¡Pero el perro Top había desaparecido al mismo tiempo que su amo y probablemente perecido con él!
Hacia las tres de la tarde entrevieron nuevas bandadas de pájaros a través de ciertos árboles, cuyas bayas aromáticas picoteaban, entre otras, las del enebro. De pronto, un verdadero trompeteo resonó en el bosque. Aquellos extraños y sonoros sonidos eran producidos por esas gallináceas llamadas tetraos. En breve se vieron algunas parejas de plumaje variado entre leonado y pardo y con la cola parda. Harbert reconoció los machos en las alas puntiagudas, formadas por las plumas levantadas de su cuello.
Pencroff juzgó indispensable apoderarse de una; eran tan grandes como una gallina, y cuya carne equivale a la de estas aves; pero era difícil, porque no les dejaban acercar. Después de varias tentativas infructuosas, que no tuvieron otro resultado que asustar a los tetraos, el marino dijo al joven:
—Ya que no se les puede matar al vuelo, será preciso probar pescando con caña. —¿Como una carpa? —exclamó Harbert, sorprendido de la proposición. —Como una carpa —contestó gravemente el marino.
Pencroff había encontrado en las hierbas media docena de nidos de tetraos, y en cada uno, dos o tres huevos. Tuvo buen cuidado de no tocar aquellos nidos a 3 los cuales sus propietarios no tardarían en volver. Alrededor de ellos imaginó tender sus varas, no con lazo, sino con anzuelo. Llevó a Harbert a alguna distancia de los nidos y allí prepararon sus aparatos singulares con el cuidado que hubiera tenido un discípulo de Isaac Walton. Harbert seguía aquel trabajo con un interés fácil de comprender, dudando de su resultado. Hicieron las cañas de bejucos atados unos con otros, y de quince a veinte pies de longitud. Pencroff ató a los extremos de estas cañas, a guisa de anzuelo, gruesas y muy fuertes espinas, de punta encorvada, que le proporcionaron unas acacias enanas; y le sirvieron de cebo unos gruesos gusanos rojos que encontró
Hecho esto, Pencroff, pasando entre las hierbas y procurando ocultarse, colocó el extremo de sus varitas armadas de anzuelos cerca de los nidos de tetraos, y asiendo el otro extremo se puso en acecho con Harbert detrás de un árbol corpulento. Ambos esperaron pacientemente, pero Harbert no contaba con el éxito del invento de Pencroff.
Una media hora larga transcurrió, y, como había previsto el marino, volvieron a sus nidos varias parejas de tetraos. Saltaban picoteando el suelo y no presintiendo de ningún modo la presencia de cazadores, que, por otra parte, habían tenido buen cuidado de ponerse a sotavento de las gallináceas.
El joven se sintió en aquel momento vivamente interesado. Retuvo el aliento, y Pencroff, con los ojos desencajados, la boca muy abierta y los labios avanzados como si fuera a comer un pedazo de tetrao, apenas respiraba.
Entretanto, las gallináceas se paseaban entre los anzuelos, sin preocuparse de ellos. Pencroff entonces dio pequeñas sacudidas que agitaron los gusanos, como si estuvieran vivos.
Seguramente en aquel momento el marino experimentaba una emoción más fuerte que la del pescador de caña, que no ve venir su presa a través de las aguas.
Las sacudidas llamaron pronto la atención de las gallináceas, que mordieron los anzuelos.
Tres tetraos, muy voraces, sin duda, tragaron a la vez el cebo y el anzuelo. De pronto, Pencroff dio un tirón seco a su aparato, y el aleteo de las aves le indicó que habían sido cazadas.
—¡Hurra! —exclamó precipitándose hacia su caza, de la que se apoderó.
Harbert aplaudió. Era la primera vez que veía cazar pájaros con caña y anzuelo; pero el marino, muy modesto, afirmó que no era la primera vez que lo hacía, y que, por otra parte, no tenía el mérito de la invención.
—En todo caso —añadió—, en la situación en que nos encontramos, debemos esperar otros inventos más importantes.
Los tetraos fueron atados por las patas y Pencroff, contento de no volver con las manos vacías, y viendo que el día empezaba a declinar, juzgó conveniente volver a su morada.
La dirección que habían de seguir estaba indicada por el río; no había más que seguir su curso, y hacia las seis de la tarde, bastante cansados de su excursión, Harbert y Pencroff entraban en las Chimeneas.
No vuelve Nab y tienen que seguir a Top
Gedeón Spilett, inmóvil, con los brazos cruzados, estaba en la playa, mirando el mar, cuyo horizonte se confundía al este con una gran nube negra que subía rápidamente hacia el cenit. El viento era fuerte y refrescaba a medida que declinaba el día. Todo el cielo tenía mal aspecto y los primeros síntomas de una borrasca se manifestaban.
Harbert entró en las Chimeneas y Pencroff se dirigió hacia el corresponsal. Este estaba muy absorto y no lo vio llegar.
—Vamos a tener una mala noche, señor Spilett —dijo el marino—. Lluvia y viento suficientes para alegrar a los petreles.
El periodista, volviéndose, vio a Pencroff, y sus primeras palabras fueron las siguientes:
—¿A qué distancia de la costa cree usted que la barquilla recibió el golpe de mar que se ha llevado a nuestro compañero?
El marino, que no esperaba esta pregunta, reflexionó un instante y contestó: —A dos cables, al máximo.
—Pero ¿qué es un cable? –preguntó Spilett.
—Cerca de ciento veinticuatro brazas o seiscientos pies.
—Por tanto —dijo el periodista—, Ciro Smith habrá desaparecido a mil doscientos pies de la costa.
—Aproximadamente —contestó Pencroff.
—¿Y su perro también?
—También.