Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral
Haifa por el sur, sin unidad política homogénea y surcada por una red de ciudades costeras que compartían una lengua y unas divinidades comunes. Provenientes del desierto y establecidas en una región poco apta para la agricultura, estas gentes «de púrpura» no tuvieron otro remedio que dominar un medio hostil: la mar, primero como pescadores, luego como comerciantes (se dice que sus establecimientos estaban conectados a lo sumo por un día de navegación) y, por último, como expertos marinos que llegarían con sus naves de madera de cedro hasta Cádiz y más allá. El comercio y las finanzas fueron su medio de vida, su esencia, su vocación.
Una de sus capitales espirituales, Tiro, que vimos caer arrasada por la cólera de Alejandro, se había expandido por el Mediterráneo central, levantando asentamientos en el triángulo comprendido entre Cerdeña, Sicilia y Túnez. En el norte de esta última fundarían en 814 a. C. Cartago, la ‘ciudad nueva’: su dios, Melcarte; su sino, la lucha a muerte contra Roma. «La constitución cartaginesa, como todas aquellas cuya base es a la vez aristocrática y republicana, se inclina tan pronto del lado de la demagogia como del de la oligarquía». Esta cita de Aristóteles es buen resumen de la política púnica, regida por un Consejo de Ancianos de extraños usos, celoso de su autoridad cívico-mercantilista y presto a fiscalizar a sus mejores caudillos militares, a los que sin embargo cada vez más necesitará a medida que las guerras en que se va a ir viendo involucrada la ciudad se hagan globales, largas y, por qué no decirlo, totales.
Afirma con su prosa directa Mary Beard en su bestseller SPQR. Una historia de la antigua Roma que los romanos, en una muestra de cinismo que nos resulta familiar, «solo emprendían acciones de guerra en respuesta a peticiones de ayuda de amigos y aliados (esta ha sido la excusa de algunas de las guerras más violentas de la historia); parte de la presión para que Roma interviniese procedía del exterior». La primera guerra púnica es buena prueba de ello. Así, cuando los mamertinos, una violenta banda de forajidos, ocuparon Mesina y desestabilizaron el frágil equilibrio de la isla de Sicilia, crearon la alarma de la entonces potencia hegemónica, Cartago. Fue en ese momento cuando aquellos solicitaron ayuda de Roma, cuya intervención condujo irremisiblemente a las hostilidades entre las dos ciudades, ambas necesitadas de este granero del Mediterráneo central y movidas por la urgencia de controlar la estratégica ubicación de la isla.
Al iniciarse la contienda en 264 a. C. las fuerzas estaban desequilibradas. Cartago era un emporio naval gracias a su poderosa flota, sita en el mítico y bien murado puerto circular de la capital. Como buena potencia marítima, su ejército era reducido o, por mejor decir, no contaba con contingentes permanentes, sino que recurría al mercenariado cada vez que la ocasión lo demandaba. Si el dinero pagaba buenos guerreros, la carencia de un espíritu digamos patriótico y la falta de cohesión que ello provocaba terminarían pasando factura a los púnicos, quienes no obstante gozaron de grandes estrategos. Los cartagineses dominaban el litoral norteafricano, una franja en el sur de la actual España y las Baleares, parte de Córcega, Cerdeña y la costa occidental de Sicilia (en la oriental, aparte de los mamertinos, se encontraba la ciudad de Siracusa, de origen griego y alianzas cambiantes. El más débil necesita por lo común recurrir a una política oscilante, máxime si tiene la desgracia de estar situado entre dos poderosos contrincantes).
Por su parte, Roma era una ciudad relativamente más joven y no había dudado en el pasado en contemporizar con sus futuros rivales, en parte para asegurarse el dominio sobre los etruscos por el norte y sobre otros pueblos en el sur. Su poder era terrestre y empleaba como brazo armado el sistema de la legión, que pronto iba a demostrar su poderío. Pero el punto débil de la república era su flota. De origen rural, la ciudad no había tenido necesidad de contar con una armada, mas si ahora pretendía medirse con los púnicos iba a precisar convertirse en marinera. Con la perseverancia, osadía e ingenio que siempre los caracterizaría, los romanos no solo se apoderaron de unas naves enemigas, que copiaron, sino que las mejoraron por medio de los famosos «cuervos», unos garfios que permitían desplegar una pasarela que habilitaba a sus soldados a combatir en el buque abordado como si de un encuentro terrestre se tratara. Obtienen así su primera victoria naval en Milas (260 a. C.), que les franqueará el libre paso a Sicilia, y la del cabo Ecnomo (256 a. C.), alcanzando la superioridad naval. La primera fase de la guerra terminaba con ventaja para Roma, dueña ahora de la región oriental de la isla, también de sus aguas.
Los romanos se sintieron con fuerza para lanzar una expedición contra la misma Cartago, que hubo de instruir un nuevo ejército. En un enfrentamiento decisivo (Bragadas, 255 a. C.), sus elefantes rompieron las líneas de las legiones, momento aprovechado por la infantería para atacar con la caballería abriéndose por las alas hasta batir a los romanos, quienes en el reembarque sufrieron un vendaval que terminó de diezmar sus fuerzas. La guerra volvía a Sicilia, concretamente a su parte occidental, donde un nuevo general cartaginés, Amílcar Barca, conseguiría imponerse solo para terminar aislado, con problemas de suministro —Roma ha ocupado Cerdeña y Córcega— y desprovisto del apoyo político del Consejo de Ancianos, cansado de tan larga conflagración.
Una nueva derrota naval en las islas Egadas (241 a. C.) forzará a dicho Consejo a solicitar la denominada Paz de Lutacio. Se trataba de un acuerdo abusivo que obligó a Cartago a abandonar cualquier pretensión sobre la isla, convertida en la primera provincia romana, reducir su ejército y su flota y satisfacer unas desproporcionadas reparaciones. La potencia terrestre convertida en naval había derrotado a la potencia marítima, constreñida ahora al norte de África. Nadie se acordaba ya de los mamertinos, que simplemente habían dado a Roma la oportunidad de expandirse en un espacio para ellos fundamental… y los romanos fueron siempre unos grandes oportunistas. Los griegos, los propios derrotados, incluso los senadores que habían dudado de la empresa y cualquier otro observador reconocían lo inevitable: una vigorosa fuerza se acababa de alzar sobre el Mediterráneo central con un poderío incuestionable.
Para Amílcar Barca la paz no era sino una tregua: habiendo trabado combate con los hijos de la loba, dedujo acertadamente que su amenaza ponía en juego la propia supervivencia de Cartago. Tras dominar una revuelta de los mercenarios, consiguió autorización para marchar a Iberia y asegurarse los ricos recursos de esta península. Pero él miraba más lejos: este territorio del Mediterráneo occidental iba a ser su base de operaciones para lanzar una ofensiva contra Roma; también pretendía ganar tiempo para levantar un nuevo ejército leal a la familia Barca —‘rayo’— antes que a la atrofiada casta política de los sufetes. Le acompañaban su yerno Asdrúbal el Bello, fundador de Cartagena, y la «camada de leones»: sus hijos Magón, Asdrúbal y Aníbal, el primogénito, llamado a realizar una de las más espectaculares campañas militares de toda la historia y a convertirse en el azote de Roma durante el enfrentamiento entre dos potencias que ya se reconocían como irreconciliables, fruto de dos civilizaciones antagónicas: solo una de ellas podría quedar en pie como potencia dominante.
Si el genio militar de Alejandro fue eminentemente estratégico, político y aun cultural, el de Aníbal Barca será operativo, táctico y basado en la eficacia del ejército que heredó de su padre cuando este murió en combate contra una tribu celtibérica. Como es bien sabido, el casus belli fue el asedio y posterior destrucción de Sagunto, ciudad deudora de Roma que los púnicos no podían dejar a retaguardia en sus planes expansivos. En la segunda guerra púnica el bárcida aplicará lo que muchos años después el tratadista militar Liddell Hart denominará estrategia de aproximación indirecta. Sabedor de que la potencia naval de Cartago ya no volvería a ser la de antaño, Aníbal optó por atacar los dominios de Roma por tierra, pero para ello había de salvar el Ebro, los Pirineos, el Ródano, los imponentes Alpes y el Po, una ruta que nadie concebía pudiera seguir un ejército fuerte en más de ochenta mil infantes, diez mil jinetes y unas decenas de elefantes.
Un factor clave para tan ambiciosa operación que se suele pasar por alto era el magnífico servicio de información de Aníbal, que aún hoy sorprende por su modernidad. Constaba de dos pilares: una tupida red de «agentes» presta al soborno o la diplomacia para captarse voluntades (espionaje) y una cobertura compuesta por jinetes ligeros que le mantenían al tanto de los movimientos de su rival y le permitían tener un conocimiento preciso del terreno (inteligencia militar), para él tan importante, pues siempre buscaba la línea menos esperada, por inconcebible que fuese. Así, cuando Roma envío un primer contingente para interceptarlo en el Ródano apoyándose