Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

Homo bellicus - Fernando Calvo-Regueral


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un reino excéntrico, vigoroso y sabiamente gobernado en sus ánimos expansionistas por una aristocracia guerrera, aprovechando y mejorando toda la suma de experiencias bélicas vistas hasta el momento, el que sacaría mayor provecho de la situación: Macedonia, inesperada unificadora de la Hélade y capaz de alumbrar un genio militar y político realmente único en la historia. Su nombre, Alejandro Magno.

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      Aunque pensamos que los movimientos históricos decisivos son fruto del quehacer de generaciones o del fluir de corrientes de largo aliento, lo cierto es que muy de vez en cuando irrumpen personalidades capaces de removerlo todo, auténticas fuerzas de la naturaleza, figuras que son a la vez signo de sus tiempos y promesa de los venideros, que ayudan a moldear. Alejandro fue, sin duda, el primero y acaso más importante de todos ellos. Su leyenda solo es superada por la historia de su vida y conquistas, así como por la genialidad de su concepción de la estrategia político-militar.

      A mediados del siglo IV a. C. a la endémica atomización política de la Hélade se añade un factor que podemos deducir del apartado anterior: la antaño dorada Atenas, la heroica Esparta, incluso la floreciente Tebas están cansadas y aun se diría desmoralizadas, al borde del colapso: las luchas intestinas entre sus respectivas ligas tocan fondo en la batalla de Mantinea (362 a. C.), cuando los espartanos vuelven a ser derrotados por los tebanos, quienes sin embargo pierden en el encuentro al gran Epaminondas, dos factores que serán aprovechados por ese reino excéntrico que hasta el momento hemos visto siempre al margen, Macedonia. De origen pastoril y con capital en Pela, distintos gobernantes habían ido acrecentando su poder al combinar acciones comerciales para garantizarse la afluencia de todo tipo de recursos con medidas políticas, consolidando una nobleza basada en el mérito pero leal al poder real. Todo ello sin descuidar los factores culturales —reafirmará su helenismo al forzar su admisión en la selecta nómina de participantes en los sagrados Juegos Olímpicos— ni, por supuesto, los bélicos: sus ejércitos se van curtiendo en luchas que en principio solo buscan pacificar el interior del territorio y sus fronteras, destacando los soldados por su frugalidad y reciedumbre.

      Esta es la herencia que recibirá Filipo II cuando acceda al trono en 359 a. C. De no haber existido su hijo Alejandro, que eclipsó sus logros, sin duda Filipo habría pasado a la historia de una forma más relevante pues «fue rey de los macedonios durante veinticuatro años y, aunque dispuso de pocos recursos —nos recuerda Diodoro—, convirtió a su reino en la mayor potencia de Europa». El monarca afianzará el legado recibido, acreciendo su tesoro, mejorando el ejército y cultivando su corte con la sabiduría de los filósofos griegos pero empapándose también de influencias foráneas. Por fin aparecía en la península balcánica un estado fuerte no basado en el limitado concepto de ciudad-estado sino en una vocación primero regional, luego nacional y, finalmente, universal.

      El macedonio continúa pacificando el interior del reino, tradicionalmente convulso; domina Tracia, rica en oro, y establece cabezas de puente sobre los Dardanelos, asegurándose así el flanco de Asia Menor. Por el sur se asoma a los mares Jónico y Egeo y sus planes expansionistas se orientan ya inequívocamente hacia el corazón de la Hélade: Tebas, el Ática y la península del Peloponeso. Reforma al mismo tiempo la administración, practica con la poligamia una calculada política de alianzas, no detiene nunca el severo plan de instrucción de sus tropas, se alza con el control del oráculo de Delfos como medida de prestigio espiritual (tan importante en la Antigüedad) y sitúa la corte allá donde esté su vivac: la cancillería y su correspondiente archivo son móviles, y ello dota al imperio en ciernes de un dinamismo y una mixtura que habrán de mostrarse sumamente fructíferos.

      Así de preparado, Filipo y su poderosa máquina militar —brillante tanto por su complejidad y disciplina como por su concepción y eficiente combinación de armas sobre el terreno— lanzan una suerte de ultimátum a las ciudades-estado clásicas: protección contra la renaciente amenaza persa y autonomía a cambio de ser reconocido como hegemón de una liga en la que Macedonia asuma el mando militar y naval sobre el que asentar su proyección de futuro. Los que no se suman de grado a la propuesta lo harán a la fuerza tras la batalla de Queronea (338 a. C.), donde Atenas y Tebas, meras sombras de lo que fueron, son derrotadas por la falange macedónica. Manda en aquella ocasión su flanco izquierdo el vástago que Filipo II había engendrado con Olimpia, un jovencísimo Alejandro que ya destaca por sus dotes de mando, pericia y valor rayano en la temeridad. Grecia, salvo la terca Esparta, quedaba unida de facto y con la suficiente capacidad guerrera para expandirse…, lo que ya no podrá hacer Filipo II, «sorprendido por el límite del destino» al caer asesinado en un oscuro complot. Es el turno de su hijo y los hetairoi, sus amados compañeros de la caballería.

      Si el afán de Filipo había sido unificar toda la Hélade y domeñar al persa, anulando de forma permanente esta amenaza, los sueños del Magno no tendrán fin, lo que agigantaría su epopeya, no tanto sus logros militares, pues ningún plan que tenga por objetivo el dominio de todo puede llegar a consolidarse plenamente por más espectaculares que sean sus triunfos: el genio ha de saber dónde parar. Pero sabido es que Alejandro, el hombre, el strategós autokrator, el semidiós, pretendía descender por vía materna de Aquiles y por la paterna del mismísimo Hércules. Aunque lo mejor será rastrear paso a paso su periplo largo en once años, extenso en más de 25 000 kilómetros y fecundo en fundación de ciudades… y de mitos.

      Siguiendo una pauta bien conocida de la Antigüedad, quizá también de los tiempos modernos, lo primero que hizo Alejandro Magno al hacerse con el trono de Macedonia a la muerte de su padre fue «limpiar la casa» de enemigos reales, potenciales o imaginados, despiadada praxis que servía para afianzar el poder nada más tomado, asegurar lealtades y situar a hombres de confianza en puestos clave. No muy alto pero sí de atlética complexión, magnífico jinete, discípulo de Aristóteles y voraz lector de la Ilíada, atractivo por ciertos rasgos faciales —era heterocromo— y por su personalidad, capaz de la más absoluta generosidad o de terroríficos accesos de cólera, el nuevo rey inicia sus planes de inmediato. Consolida la frontera norte en el Danubio, arrasa Tebas tanto en señal de castigo por su insumisión como de aviso a otras ciudades y consolida la liga panhelénica ganándose el favor, para él muy importante, de Atenas. Asegura en definitiva lo que va a ser su retaguardia y base de operaciones porque sus ojos ya están puestos en Asia; en realidad, siempre lo estuvieron.

      Nada más cruzar el Helesponto, Alejandro, tras arrojar desde su nave una lanza a la orilla en uno de los teatrales gestos de que tanto gustaba, visita Troya y rinde tributo a Aquiles: se dice que bailó desnudo en torno al túmulo del héroe homérico. Ha cruzado con un ejército de unos cuarenta mil hombres compuesto por sus macedonios y por contingentes de otras ciudades griegas, que van aprendiendo a amar a un líder que comparte con ellos las mismas fatigas. Le acompaña un consejo mitad corte, mitad Estado Mayor: filósofos, topógrafos, generales e ingenieros se adentran con él en la inmensidad de Oriente. Se trata de una «capital» itinerante como la de su padre pero mucho más versátil, abierta: Alejandro no solo conquista, sino que además coloniza, buscando granjearse fama de libertador de pueblos, cuyas sangres y costumbres desea mezclar con las de los helenos…, no todos propensos a tal mestizaje.

      Reina en Persia Darío III, a quien sus ayudantes de campo aconsejan adoptar una estrategia que podríamos hoy denominar como de defensa elástica: no aceptar de momento un encuentro decisivo y permitir a las fuerzas de Alejandro adentrarse en las inmensidades del imperio, hostigándolas continuamente a medida que vayan alargando su línea de operaciones y combinando estas acciones con desembarcos en la Grecia continental tendentes al mismo objetivo: socavar la cadena de suministros del enemigo. Sin embargo, los sátrapas de Asia Menor exigen presentar batalla lo antes posible en el río Gránico, propiciando la primera victoria del Magno, no concluyente pero sí muy útil a sus planes, pues le allana el camino para libertar las ciudades greco-asiáticas, limpiar el norte de la península a fin de asegurarse el libre comercio con el mar Negro y consolidarse, en fin, firmemente en la península de Anatolia. Sus tropas se imbuyen de una gran moral de triunfo y ganan rico botín a medida que van progresando (realizan marchas asombrosas, sin descanso y viviendo sobre el terreno: Alejandro es uno de los primeros jefes militares que no detiene las operaciones en invierno; sus predecesores solo lo hacían


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