Paradigma. Cristina Harari

Paradigma - Cristina Harari


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muy blanco.

      —¿De qué se trata tanto alboroto, hija?

      —Es que mami, mira lo que me gané.

      Lo que tenía en las manos y Julián revisaba con detenimiento y bastante sorpresa era una especie de certificado para recoger una mascota de un albergue, con una explicación sobre los beneficios de adoptar animales rescatados para destacar los valores de humanidad y civismo en los pequeños. Cuando se lo dio a leer a su mujer la protesta no se hizo esperar, pero dominando sus impulsos empleó la táctica del convencimiento.

      —Bueno, ya no saben ni qué inventar para evadir impuestos porque el colegio debe generar buenas utilidades. Azu, mi amor, ¿has pensado quién va a cuidar de ese gato cuando tú no estés?

      —Cata, ella puede ayudar —la muchacha de servicio esperaba todavía en el recibidor y estaba a punto de confirmar la petición de Azucena, cuando la niña volvió a insistir—. ¿Verdad, Cata, que sí?

      Julián midió bien lo que estaba por suceder y no dio tiempo a que la chica contestara.

      —Claro que sí, hijita, y yo también lo cuido, porque difícil no ha de ser. Estoy seguro de que tu mamá estará de acuerdo conmigo, ¿no es así, querida?

      La habían desarmado. De nuevo consintiéndola, pensó, y de paso se venga de mí haciéndome rabiar. En ese momento ya nada podía discutir, pero lo ocurrido fortalecía su convicción de que lo mejor para todos era que la niña fuera a estudiar donde no hubiera falta de disciplina. Un futuro brillante, según creía, no se construye sin algo de sufrimiento y su hija debía ser fuerte, esforzarse; contaría con todas las ventajas para lograrlo.

      —Cata, ayúdale a la niña a que se cambie el uniforme.

      Todavía emocionada, Azucena se dejó conducir sin reproches, pero a media escalera volvió al tema: iba a ser muy importante ir a la casita donde vivían los animales que ya nadie quería, pobrecitos, ya hasta tenía un nombre elegido.

      —Julián, no te vayas, necesito hablar contigo.

      —Ahora no, Grecia, por favor, pero sigo en lo dicho: si insistes en irte y mandar a mi hija a no sé dónde, puedes dar por terminado lo nuestro.

      Ya no quiso esperarse a que respondiera, conocía de antemano lo obstinada que era su mujer, tal vez estando a solas podría recapacitar, y para no dar espacio a más altercados salió dando un portazo.

      Al principio la reacción de quien se suponía que era el jefe de esa casa la violentó, pero no podía negar que empezaba a sentirse libre como pájaro, atrás quedaba la jaula en que se había convertido su matrimonio.

      Ahora, se dijo, debo elegir el momento oportuno para explicar a Azucena por qué va a cambiar de colegio, comprenderá que es por su bien, y lo divertido que es conocer otro país, otro idioma y a personas con distintas costumbres.

      4. Ante el rey

      Había sido igual que ir a otro país, escuchar un lenguaje desconocido, ver distintas costumbres, vestigios de la dominación romana, todo en un acto para reverenciar al rey Roderico, una figura recia que le inspiró temor y veneración y que no puede alejar de su mente. Esa primera vez en la corte es ya una huella definitiva; Flora anticipaba el boato, el derroche, pero no con tal petulancia:

      Apenas traspusieron el portón del palacio, el menesteroso se tendió en el suelo para besar el ruedo de la zaya de su bienhechora.

      —¡Quita de aquí, bellaco!

      —No, padre, déjele usted. ¿No ve que el pobre hombre no pretende hacernos daño? Mejor socórrale con unas monedas.

      El conde dio un paso atrás, Flora extendió la mano a su padre para recibir el dinero que a su vez entregó al hombre envuelto en su pañuelo; él, en gratitud, volvió a apoyar sus labios sobre la orilla de su vestido y se alejó para unirse a la muchedumbre. Varios campesinos, despojados de sus tierras, aguardaban audiencia, cándidamente pensaban que serían restituidos. Más allá se encontraban algunos ex combatientes esperando que la servidumbre arrojara las sobras del banquete, como leprosos cubrían con vendas aquellas partes de su cuerpo que habían perdido en batalla. Extraviada la fe en ser recompensados por su lealtad, esos guerreros, antes parte de las huestes reales, ya no podían emplearse en la milicia y sin otro oficio que no fuera guerrear, pasaron a la categoría de limosneros. Algunos rufianes se aproximaban para intentar despojar, a veces con éxito, a ciertos nobles más interesados en comentar la chapuza del nuevo rey, que en cuidar sus pertenencias; incluso se atrevían a afirmar que Roderico había mandado asesinar a Wikita y desterró a su descendiente con tal de apoderarse del trono.

      Flora alcanzó a escuchar lo que iban diciendo. Cómo era posible que un caballero con esa galanura fuera un usurpador, con seguridad su padre no pensaba igual.

      —Padre, ¿advirtió el agravio? Sé la rectitud con que usted se conduce y quisiera que me explicara si es eso es verdad.

      —Esa misma rectitud exijo yo de ti, por eso no debes prestar atención a asuntos que no nos competen.

      —Es grave lo que iban comentando.

      —Por lo mismo no debes inmiscuirte, menos aún por ser una doncella de noble cuna, de sobra sabes que tu conducta debe ser impecable —y para que no insistiera agregó—. A esos incautos no les falta razón, aunque deberían cuidar sus palabras, es lo único que me harás decir.

      Siguió al conde pensando en lo último que había dicho, varias conjeturas se arremolinaban en su cabeza.

      Pronto se distrajo con el olor insoportable de las verduras descompuestas y la mugre acumulada en esos cuerpos, por costumbre buscó su pañuelo y, al no encontrarlo, mejor apresuró el paso para alejarse cuanto antes, aunque más penoso le resultó darse cuenta del gran contraste entre los dos escenarios: tras las murallas imperaba la abundancia y ahí, la inopia.

      Antes de salir de casa, pide al aya discreción si su padre pregunta por ella, pueden decirle que está descansando. La verdad es que no ve la razón de ir acompañada apenas pone un pie fuera, ya no es una niña y, además, no necesita que alguien la cuide. Le gusta ir cerca de la ribera de la afluente donde siendo apenas una niña alguna vez la llevó Cenci, su madre, a quien extraña, apenas tenía siete años cuando enfermó de una rara dolencia que la consumió en días. Como su padre supuso que podría tratarse de la peste que en esos momentos estaba reduciendo a la población, le prohibió acercarse. Ya no trenzaría su cabello ni le haría figuritas con la miga del pan, quedaba huérfana de madre y nunca se repuso de esa pérdida. Varias veces ha soñado que Cenci regresa, y en la frente siente el beso que le planta mientras le dice que es hora de dormir. Al despertar no halla consuelo, nadie puede parar su llanto, hasta que el aya va por ella y la conduce en brazos hasta la fuente, el sonido del agua al caer funciona como bálsamo.

      Se queda observando el serpenteo del torrente. En esos momentos y por mucho que lo desea, no es bien visto que se despoje de sus ropas para entrar en ese arroyo, entonces solo se descalza para sentir la frescura del agua. Vuelve a pensar en Roderico y trata de justificarlo imaginando que su actitud despótica y poco sensible se debe a una niñez amarga. De inmediato piensa en la suya y se dice que, de no haber perdido a su madre, seguiría siendo inmensamente feliz. Y no puede sino reconocer que también a partir de su deceso, la salud de su padre comenzó a deteriorarse. El siseo del agua que corre libre siempre la hace divagar, la lleva a ensoñaciones donde muchas veces pierde la noción del tiempo.

      Debe darse prisa antes de que el conde Olián pregunte por ella. Decide cruzar por el mercado, ese viernes resulta el mejor día para encontrar de todo, aunque ella nada necesita. Entre la cerámica de los alfareros y el cobre de los herreros, Flora se siente atraída por una harapienta en un puesto de hierbas medicinales; con una voz que parece llegar desde el fondo de su entraña oferta el alucinante ajenjo y la venenosa atropa, la inofensiva camomila y el diente de león; se anuncia como sanadora y promete curar las dolencias de cualquier enfermo, sean los males del corazón o un simple estreñimiento. Sintiendo lástima, la joven se acerca para darle una moneda, limosna que la curandera rechaza; el contacto de esas manos ásperas la hace


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