La oscuridad que nos lleva. Tulio Espinoza
o beben y de qué manera su expresión refleja indiferencia, desinterés, amistad o desafecto.
Todo esto suele hacer a diario. Todo esto es lo que ahora, de manera absolutamente impensada, forma parte de su vida; jamás habría cruzado por su mente de niño o adolescente la idea de semejante destino para él, compenetrarse hasta tal punto de la existencia de una persona sin otra relación que la resonancia de una voz –la propia– y la fugaz visión de una mirada expectante de la oyente en los breves momentos en que suspende la lectura. Durante dos años ha sido testigo de las mudanzas de la Señora, ha visto debilitarse sus movimientos, consumirse su cuerpo, decaer su voluntad, ha escuchado el monótono relato de sus recuerdos en un inagotable discurso que brota del fondo de su mente y parece ser lo único que conserva capaz de expresarse en una nube difusa, cada vez más distante de la realidad cotidiana. En el caso de las lecturas, por ejemplo, tema recurrente en su conversación, la segura preferencia que expresaba en los primeros meses ha perdido su brújula, con aire indiferente suele ahora descargar en él el peso de elegir tras pedirle escarbar en el alto de volúmenes que alguien cambia y reordena a diario en la mesa dispuesta para ese efecto al pie de la cama. Esa misma mañana, por ejemplo, en cuanto él entró en la habitación y luego de saludarlo con una afable venia, le señaló con gesto vago la columna de libros.
–Hemos terminado a Proust –dijo–. Porque lo terminamos, ¿no? ¿Ayer? Anteayer. Qué lástima. Seguiría leyéndolo por los siglos de los siglos, pero volveremos a él en cualquier momento, ¿no le importa?, una y otra vez, una y otra vez. Vea ahí, por favor, en ese montón, escoja cualquiera, deberemos empezar uno nuevo, el que mejor le parezca.
Tras escarbar con aire displicente el Lector sopesó los títulos.
–Buena selección –dijo–, me gustaría saber quién la hace. Bueno sí, podría ser cualquiera, pero dígame, ¿qué prefiere?
Una vez más cuando ahora último se trata de decidir qué leer la Señora guardó silencio. El Lector tomó un volumen al azar y lo exhibió con ademán algo teatral.
–¿Éste? ¿Donoso? ¿Le parece bien Donoso?
–Sí, está bien, me parece bien –la Señora sonríe con simpatía y un aire algo indiferente–. Coronación, si no me equivoco. Recuerdo muy bien la portada, esa vieja casona a punto de derrumbarse. Lo leí cuando recién apareció el año, el año… bueno, no recuerdo el año, pero qué importa, ¿no?, siempre he pensado que vale la pena releer los libros que nos sedujeron, sin ir más lejos ahí tiene el caso de Proust, con usted es tercera vez que lo leo, completito, los ocho tomos de principio a fin. No sé por qué encuentro Coronación, según parece en contra de la crítica, la más interesante de las novelas de Donoso. Ya sé, va a pensar que me siento identificada con misiá Elisa y sus terrores, pero no, nada tengo que ver con esa señora, a no ser que a una y otra nos persigue la sombra de la muerte. Me agradaba Donoso, fijesé, como persona quiero decir, no sé si le conté pero tuve ocasión de conocerlo, mi suegro era amigo de su familia aunque siempre tuve la impresión de que a Roberto no le simpatizaba. Me parecía un hombre afable, risueño, muy cordial, entretenido, cálido, valía la pena conversar con él, hablaba sólo de libros. Tenía algo de sabio, una sabiduría sin ostentación. Más de una vez vino a comer a mi casa con Pilar antes de irse a Europa, también nosotros fuimos a la suya de Santa Ana y después, claro, a Los Dominicos. Nunca supe qué pasó con esa casa de Los Dominicos. Me agradaba Pilar, no era para morirse de simpática, tal vez algo fantasiosa y alborotadora pero vital, personalidad fuerte, culta aunque eso sí con ostentación, le gustaba lucirse, en especial cuando contaba de los escritores famosos que había conocido. Qué lástima que hayan terminado mal…
–¿Mal, dice usted?
–Sí, no sé bien, no quisiera que piense que soy peladora, no estoy muy informada pero se decían tantas cosas, que terminó alcohólica por enajenarse de Pepe, por medicamentos, parece, no sé, no quiero prejuzgar, no recuerdo bien, tampoco me interesaron antes y menos ahora, nunca he dado crédito a los chismes. ¿Usted supo algo?
–En realidad no, nunca me ocupé de la vida de los famosos. Entiendo que ahora aparecen cosas sobre él porque se publicaron los escritos que vendió a una universidad de Estados Unidos, también supe que su hija adoptiva publicó una biografía.
–No tenía idea, pero no me interesa, prefiero quedarme con el recuerdo que conservo de él. Y le encuentro mucha razón en eso de los escritores, todas las veces que conocí alguno me sentí desilusionada, están tan lejos de la idea que uno se forma de ellos por sus libros. Después de Los Dominicos no volví a verlos, a Pepe ni a Pilar, cuando llegaron de España no me interesaba, con el tiempo se me había estratificado su imagen. Me comentaron que no era el mismo, no reconocía a muchos de sus antiguos amigos. Pero igual me conmovió su muerte, me dio pena, viejo se veía el pobre en las fotos.
El Lector se detiene en el primer peldaño al final de la escalera. Como de regreso al mundo de los vivos se disipan los sentimientos que lo acompañan habitualmente desde arriba. A oscuras camina en el primer piso hasta distinguir un fino hilo de luz que cruza el umbral de la puerta de la cocina. La empuja con suavidad. Dentro Camila tararea una canción siguiendo el compás con los dedos en la cubierta de la mesa, la expresión de su cara se ilumina al verlo entrar.
–¿Cómo, ya se va? Parece cansado, ¿no se serviría una taza de té? ¿O café? Hace frío, le hará bien, venga, siéntese.
Todo al mismo tiempo. La retahíla de frases sin pausa de Camila. Como todas las noches el Lector siente el ambiente de la cocina relajado, hogareño, luminoso. En la repostería Selmira plancha con ademanes apacibles al acompasado movimiento de sus brazotes y también sonríe complacida, como si después de todo la entrada del Lector fuera digna de celebrarse.
Desde el primer día se sintió a sus anchas en esta casa. Hasta donde tiene memoria no le ha sido frecuente adaptarse con comodidad en casa ajena, su infancia de niño solitario –recuerdo del que arranca como del demonio– le pesa como un obstáculo insalvable para sentir la seguridad que da el sentido de pertenencia. Aquí, en cambio, de inmediato percibió una tibia forma de hospitalidad del fluir de los muebles y su disposición en las habitaciones, del cálido color de los muros, de los objetos decorativos, cuadros, cortinajes y en particular del acogedor ambiente de la cocina, república independiente de Camila y Selmira. Con el tiempo ha sido testigo de sutiles cambios, que luego dejaron de llamar su atención, cuadros por ejemplo reemplazados por otros, tapices o alfombras de colores y texturas diferentes, cuando no leves variaciones en la pintura de muros y puertas. Solía preguntarse quién sería responsable de esos cambios estando la dueña de casa postrada en su cama, nunca vio a un hombre ni oyó mencionar alguno. Más de una vez Selmira deslizó algo sobre una hija de la Señora, pero nunca tuvo ocasión de toparse con ella.
–Y se va sin despedirse– continúa Camila simulando desolación mientras con la evidente intención de retenerlo se afana en disponer una taza y echar agua en la tetera.
Él no asiente ni rechaza, se limita a observar complacido sus elocuentes movimientos. Al término de la rutina cotidiana y las amigables discusiones con Selmira, Camila no querrá ir a la cama sin distraerse y no deja de ver con agrado la ocasión de echar una parrafada. Sus días serán siempre iguales. Fingiendo resignarse, el Lector se deja caer a plomo en una silla junto a la mesa de la cocina.
–¡Ya!, me convenció, sírvame entonces un café. Y bueno, pues, Camila, ¿y qué hizo ayer domingo? ¿Salió de paseo, descansó, lo pasó bien?
–Al fin que no salí– responde Camila con aire de reconocer una culpa–. A ninguna parte.
–Bah, estoy por creer que le gusta quedarse encerrada en el convento. No me va a decir que no tiene amigos, ¿tampoco fue a ver a su mamá?
Camila suelta una carcajada espontánea que la hace derramar agua en el platillo de la taza que llena con esmero.
–Qué tonta soy– dice y se sonroja.
Tras cambiar el plato deposita la taza en la mesa y se sienta frente al Lector con el mentón apoyado en ambas manos.
–No