La oscuridad que nos lleva. Tulio Espinoza
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El Portal del Siglo
– ...después de Portales ningún estadista chileno ha abrigado el sentimiento de la nacionalidad con el vigor que Balmaceda. Lo que en los demás fue amor filial hacia la tierra, la fauna, la flora y el aire que dieron el ser a los antepasados y mecieron la cuna, con otras palabras, mandato del subconsciente, en Balmaceda fue pasión que absorbió casi por completo su rico fondo sentimental. La exclamación con que cierra su testamento: “he amado a mi patria sobre todas las cosas de la vida”, brotó directamente del corazón. Pero mientras en Portales sólo hubo una sencilla idealización, una transferencia a la patria de los sentimientos, abnegaciones y ternuras del amante por la mujer amada, en Balmaceda se produjo un fenómeno distinto: la identificación de la patria con su propia personalidad; el vértigo de la grandeza surgió conjuntamente con la exaltación patológica de su persona...
De manera instintiva, sin explicarse la causa el Lector detiene la lectura. La Señora ha abierto los ojos, muy abiertos, su mirada se fija un instante en el cielo raso y luego resbala lentamente hacia él que permanece en silencio. La Señora suspira, un hondo e inexpresivo suspiro.
–No siga, por favor –dice con calma–. Por hoy es suficiente.
El Lector la observa un instante, cierra el libro y lo deja descansar sobre sus rodillas.
–¿Pasa algo? ¿Está cansada? Quizás prefiera esperar un rato. ¿De verdad quiere que lleguemos hasta aquí por hoy?
–No, no sé, quizás no, aunque sí, tal vez estoy algo cansada. Pero no es por la lectura, no crea, aunque quizás la lectura y algo más. Son demasiadas las cosas que me cansan, recuerdos que se me acumulan como objetos inservibles. Además es temprano, no me gustaría que se fuera. Claro, es que también la historia es un bodegón persa donde cabe tanta cosa, ¿no le parece? A la larga los libros de historia terminan por agotarme, me hacen soñar, me elevan y fuerzan mis recuerdos pero al mismo tiempo me anclan a esta pobre tierra. Como decía con frecuencia mi padre, soy al revés de los cristianos, mi pobre padre, un pozo de conocimientos inútiles, decía que los grandes lectores terminan inevitablemente por caer en la historia. No soy yo, debo reconocerlo, a pesar de haber leído toda mi vida sigo prefiriendo lejos la novela, me parece el más noble de los géneros y, aunque no se lo proponga, la mejor aliada de la historia.
La Señora queda en silencio y el Lector se siente forzado a decir algo.
–¿La novela aliada de la historia, dice? ¿Pero no ha dicho varias veces que la novela es un género de ficción?
–Así le dicen, ficción –la Señora lo mira con curiosidad y le habla como a un niño que no termina de entender–. ¿No me dijo que usted es escritor?
El Lector se reclina en la butaca y sonríe tímidamente como sorprendido en culpa.
–Bueno, tanto como escritor no sé…
–El caso es que escribe, da lo mismo, su experiencia le dirá que por mucho que invente terminará siempre hablando de usted mismo, y al revés, aunque se proponga contar su vida letra por letra estará inventando a cada rato, ¿no es así? Bueno, pues, eso me parece que es justamente la novela, la ambigüedad misma, mezcla de vida y ficción, no sé explicarlo pero el caso es que de ahí viene su relación con la historia, si quiere saber, por ejemplo, cómo vivían, qué hacían las personas, sus hábitos, sus costumbres cotidianas, no sacaría nada con buscarlo en algún libro de historia pero en cambio lo encontraría con pelos y señales en cualquier novela de la época, piense por ejemplo en…, ¿cómo se llamaba ese muchacho, el que terminamos de leer hace poco?
–¿Cuál, Martín Rivas?
–Eso, Martín Rivas, ahí está justamente el Santiago de esos tiempos, ¿qué época era?
–Mediados del diecinueve, entiendo.
–Sí, eso es, por eso nunca me convencieron los agoreros que se despellejan anunciando la muerte de la novela o al menos la ven en último estado de agonía. Se equivocan. La novela prevalecerá, ¿sabe por qué? Porque la novela cuenta una vida, la vida, lo que le pasa a la gente. Satisface nuestra necesidad de contar, lo que sea, una fatalidad, como dormir o respirar, y mientras alguien respire contará lo que oye, lo que ve y lo que siente, nunca dejaremos de contar si hay un oído dispuesto a escucharnos.
La Señora se detiene. Como de costumbre el Lector no ha hecho un gesto para no interrumpirla, siempre igual, cuando comienza uno de sus infatigables discursos no sabe si continuar la lectura como si nada o dejar pasar el chaparrón de su inagotable verborrea. Sí, la Señora tiene razón. Todos contamos y ella es el mejor ejemplo, cuenta, cuenta, cuenta con una memoria prodigiosa a pesar de su edad, de sus males, de su consunción, del agotamiento que constantemente la aqueja, con increíble lucidez narra aspectos de su vida como si de verdad ocurrieron, lo que nunca se sabe, y que no siempre consiguen despertar el interés el Lector, cuando no francamente lo aburren, aunque al final siempre terminan por fastidiarlo y se limita a dejar pasar el tiempo intentando pensar en cualquier cosa o formulando un comentario cualquiera para darle a entender que está totalmente concentrado en sus palabras.
–No –continúa La Señora, sin transición, la vista clavada en el techo–, en realidad no sé bien si la historia me interesa o sólo me entretiene, pero nunca deja de despertar mi curiosidad tanto acomodo de los historiadores para encajarnos su cuento sin dolor. Fíjese, por ejemplo, en lo que acaba de leer del tal Encina, en definitiva no escribe mal, ¿no? Es entretenido, pero qué hombre más apasionado, ¿no deberíamos los lectores, digo yo, por simples seres que seamos exigir de un historiador una pizca de ecuanimidad? Aunque, claro, al fin y al cabo lo entiendo, todos terminamos haciendo lo mismo, contar como nos da la real gana, pero muy diferente es, digo yo, hacer un panegírico o diatriba de un personaje según se le ame o deteste. Digo yo. Sin ir más lejos mire lo que dice de Balmaceda, primero lo glorifica y al segundo lo denigra sin ningún escrúpulo, sin detenerse a pensar que el pobre no pasó de ser su propia víctima, su vida ardió hasta la última hebra consumida en su propio fuego y al final su holocausto, porque eso fue, un holocausto, ¿o no?... ¿Por casualidad sabe usted lo que es un holocausto? …Oiga, pues, ¿no me oye, en qué piensa?
El Lector se sobresalta.
–Perdón, sí, por supuesto, la escuchaba, pero bueno, todos sabemos lo que es un holocausto pero no sabría definirlo. Ahí tiene un diccionario, ¿quiere que lo busque?
La Señora hace con boca y ojos un gesto de molestia y cierra los párpados, su mano se levanta débilmente en un ademán incomprensible.
–No le dé importancia, después de todo cualquiera se evade de las latas de una vieja. Tampoco yo sé bien qué es un holocausto, pero supongo que en definitiva es un acto de abnegación, ¿no? Y por si no sabe en qué consiste la abnegación, pues es, simplemente, un sacrificio por el bien de alguien. Y eso fue lo que le pasó a Balmaceda, el sacrificio máximo, un acto supremo de amor, de amor a sí mismo, claro. Igualito a lo que vivimos hace poco en carne propia y cuyo eco no termina todavía de apagarse, al contrario, durante mucho tiempo nos pesará en la conciencia antes de ser capaces de juzgarlo desde fuera, como cualquier otro hecho del pasado. Al fin y a la larga lo único que puede temperar las odiosidades es el tiempo para permitirnos juzgar los hechos desde un punto de vista humano, eso, libre. Mire no más como el tal Encina se atreve, tan suelto de cuerpo, a afirmar que el impulso final de Balmaceda fue el vértigo de grandeza y, como si fuera poco, una exaltación patológica. ¡Vértigo de grandeza y exaltación patológica! Que ganas de saber si a esta altura seguiría pensando lo mismo, y si el vértigo de grandeza y la exaltación patológica también valen para el que vino después. Y me gustaría tanto saber si eso del vértigo de grandeza lo dice como ofensa o alabanza.
La Señora calla. Un aire de cansancio le pega los párpados. El Lector la observa sin saber si es mejor interrumpirla o dejar fluir su perorata, aunque después de todo qué importa, qué importancia tiene discutirle, preguntar o un gesto de asentimiento complaciente. Termina por hacer un vago ademán con la mano para estimularla a continuar