Nuestro Che: Un viaje a la utopía. Bruno Serrano

Nuestro Che: Un viaje a la utopía - Bruno Serrano


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me reventaba por contar a mis amigos del barrio de la Gran Avenida, la secreta razón del alucinante viaje, pero me contuve y adopté una mirada misteriosa, mientras iniciaba los escuálidos preparativos. El solo comentar que viajaba a dedo hacia Bolivia y quizás me embarcaría en Brasil para Europa, creó un halo de admiración hacia mi persona. Me consideraban como uno de los pocos rebeldes tipo James Dean del barrio. Además, pintaba al óleo, recorría de noche los bares y las antiguas calles de Santiago, había repetido cursos en el Liceo N°6, peleaba seguido con mi padrastro, un rígido ex marino cuya consigna era Orden y Disciplina, etc. Acumulaba méritos suficientes para que las madres del vecindario recelaran de mi amistad con sus hijas e hijos. Por lo general los padres se dedicaban a sus rutinas de oficina y no les inquietaba mayormente el tema de los retoños adolescentes. Pero, por un sino ineludible, todas las utopías viajeras requieren de financiamiento. Y revisando mi escueto patrimonio, lo único de algún valor que acopiaba era una cámara fotográfica con lente retráctil y dudosa marca regalo de mi padre, en uno de los escasos encuentros que tuvimos en la vida. Pero ahí estaba con su estuche imitación cuero y un rollo de película virgen. Decidido asesorarme por alguien con experiencia en negocios y me fui a la rotisería del Chico Alejo Abud, que además tenía una Vespa Super Sport plateada, como bailarín de Rock and Roll daba cancha, tiro y lado y era un mujeriego incontrolable. Su padre, un acomodado comerciante de origen árabe, intentaba enrielarlo en los negocios instalándolo con ese puesto de venta de embutidos y cecinas, situado en un pasaje cercano a la Plaza de Armas, en pleno centro de la capital. Un tiempo atrás yo, como buen estudiante de Bellas Artes, le había pintado el letrero para su local: La Bola de Oro. Pero, el Chico Alejo, haciéndole honor al nombre de su negocio, ocupaba la mayor parte de la jornada laboral en servirse a todas las mujeres que atendían los negocios aledaños. Bajaba la cortina metálica, incluso al mediodía según la urgencia amorosa, y el negocio se transformaba en una fiesta privada con todo tipo de picoteos y tragos. Tras ser sorprendido en reiteradas ocasiones por su furibundo padre, y amenazado seriamente con ser lanzado a la calle por irresponsable, ahora intentaba moderarse y pololeaba seriamente con una peruana bellísima, comprometiéndose al casorio. El Chico Alejo, que por herencia también era una bala para el comercio, me negoció la cámara con un paisano suyo por un precio respetable. Él era un buen amigo y no me cobró comisión. Es más: me regaló un champú Sinalca para el camino y palabreó de mi viaje con Simón, hermano de su prometida peruana. Él se encontraba en Santiago, tras un rudo derrotero desde Lima piloteando su pequeño Hillman verde claro, cuatro puertas, modelo del sesenta. El limeño era un comerciante que, tras dos meses en Chile, ya había cerrado varios compromisos de negocio y debía regresar al Perú. Eso significaba conducir en soledad hacia el norte algo así como 5000 kilómetros pasando, entre otros páramos escabrosos, por el desierto de Atacama, un verdadero “yunque del sol” al mediodía, en palabras de Lawrence de Arabia, y témpano glaciar en la noche estrellada donde “los astros azules tiritan a lo lejos”, según el vate.

      No muy convencido, aceptó acarrearnos como invitados de piedra hasta la ciudad de Antofagasta... Digo “acarrearnos”, porque Renato, mi hermano mayor, un tranquilo intelectual que nunca había viajado a dedo, insistió en acompañarme por lo menos hasta la “Perla del Norte”, situada a unos 1500 kilómetros de la capital. Allá, en las afueras de la ciudad, habitaba el fabulador Capitán Kraft, chapa usada por el barbudo Claudio Serrano Yuric, un tío “oveja negra” que, varias décadas atrás, emigró desde Santiago a las áridas pampas. Sus intenciones eran colonizar unos terrenos fiscales, convencido de tornar en vergel el arenoso predio. De más está contar que la utópica empresa fue un fracaso, como casi todos los quiméricos proyectos ensoñados en su vida… Pero esa es otra historia. Entonces, según mis cálculos, ya podía contar con algunos días donde echar los huesos para algo de reposo viajero, y de ahí embarcarme en el antiguo ferrocarril trasandino, que trepaba por la escarpada cordillera de Los Andes, arrastrándose hasta la ciudad de Oruro, en la República de Bolivia.

      El Flaco Charme y el Negro Sepúlveda viajaron en avión hasta La Paz, capital boliviana. En Santiago habíamos acordado juntarnos en fecha imprecisa en la plaza de armas de Santa Cruz de la Sierra, selvática provincia fronteriza con el Matto Grosso brasileño.

      III (Viaje Santiago-Antofagasta)

      En aquellos años no era fácil conseguir una mochila, sólo las usaban los montañistas y los milicos en sus aparatosas campañas de entrenamiento militar. Decidí adecuar un viejo bolso azul de lona con largas manillas. Las asas eran delgadas y usándolo como mochila a la espalda, al poco rato se incrustaban en los hombros. La solución en la caminata era turnarlo en el derecho o el izquierdo. Contaba también con unas botas regalonas, negras y de caña larga con suela y taco, recién reparadas. Con esas botas siempre me sentí hombre de aventuras. Recuerdo Picnic, una película con William Holden y Kim Novak, donde el personaje, un vagabundo, pontifica que todo hombre que se precie debe calzar un par de botas para recorrer el mundo. Y yo compartía en plenitud su afirmación, todo lo demás era accesorio.

      Cuando triunfó la revolución cubana, yo estaba por cumplir 17 años y me maravillé con la formidable entrada de los barbudos a La Habana, con Fidel y el Che a la cabeza montados en un tanque polvoriento. Sin embargo, esa epopeya era lejana a nuestra realidad provinciana donde James Dean era el modelo de rebeldía, el Rebelde sin causa, con casaca roja, bluyines, botas de caña corta y mucho rock and roll. Pero ya mi breve historia de vida había reptado por el liceo nocturno, algunos desastres amorosos, la Escuela de Bellas Artes, un par de botas negras bien lustradas y 23 años existenciales a cuestas.

      El peruano Simón se alojaba en una pensión barata y grisácea del pasaje Simpson, colindante con la avenida Vicuña Mackenna, a una cuadra de la Plaza Italia. Hombre de pocas palabras, moreno, algo obeso y con gruesos anteojos ópticos, a través de los cuales nos escudriñó sin dar muestras de nada.

      –¿Se pondrán con algo para la bencina? –gruñó.

      –Algo… porque estamos casi patos –le respondí.

      Encogiéndose de hombros se acomodó al volante, yo de copiloto y Renato en el asiento trasero con los bolsos y la maleta del chofer. El motor del Hillman ronroneó y partimos. Eran las seis de la tarde cuando enfilamos de Santiago hacia el norte, mientras nuestros amigos Cochín y el Chico Alejo, nos despedían desde la vereda con sus manos en alto.

      IV (Rumbo a la utopía)

      Fuimos dejando atrás los arrabales de Santiago y más tarde Llay-Llay, La Ligua, Los Vilos, Huentelauquén y Talinay, poblado donde se me acabó el rigor de cronista y me dediqué a vencer la modorra que me tenía en las cuerdas. Cerca de las cuatro de la mañana, con una columna de polvo a la espalda entramos a La Serena. Fue la primera parada seria: media hora. Antes solo unos respiros para llenar el estanque de bencina, comprobar y rellenar el agua del radiador y revisar el aceite del motor. El peruano absorbió un litro de café con diez cucharadas de azúcar, pasó al retrete, orinó largo, desolló una vibrante flatulencia y retomamos la ruta en plena noche. Cada vez fueron más escasas las lucecillas en el paisaje nocturno. Y, cumpliendo el convenio adquirido, yo chachareaba sin parar de cualquier tema para mantener despierto al peruano, que a ratos despedía unos bostezos descomunales y luego proseguía en silencio, con la mirada fija en la carretera y aferrado al volante. Atravesamos por Carrizal Alto iluminados por el sol de las 7 a.m. Ya el paisaje presagiaba con fuerza la aridez del terreno, a pesar del fugaz paso por el desierto florido, que solo conocía por el relato de unos gringos viajeros en una crepuscular tomatera en Il Bosco. En realidad, vi pequeñas flores amarillas y azules extendidas como manchones en el desierto, creo que se llaman huille y napín, nombres confirmados por el peruano sin voltear la cabeza. A la una de la tarde estacionamos en la amplia y reseca avenida principal de Copiapó. Arrimados a la Catedral, desenvolvimos los maltratados sandwichs preparados con mano cariñosa por nuestra vieja nana, la Gertrudis, mujer que, con setenta años de experiencia de vida en la cocina, insistió en meter en mi bolso. a lo cual yo me negaba. Uno era medio existencialista, vivía el presente a concho, y no se preocupaba del hambre del mañana. Pero fue la comprobación fehaciente de que la vida enseña más que los libros y que uno puede ser bien enseñado, pero mal aprendido…

      El Hillman era un pequeño


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