Nuestro Che: Un viaje a la utopía. Bruno Serrano
y a la entrada del fatídico desierto de Atacama, sumergidos en un calor salvaje. El peruano masculló una sarta de maldiciones en hilera contra el mapa rutero del norte chileno, que indicaba distancias erróneas, pero ya estábamos ahí y el cálculo de atravesar el desierto durante la noche había fracasado de manera rotunda. El auto se chantó en la última y maltrecha bencinera para llenar una vez más el estanque, desaguar la vejiga y acopiar dos bidones de agua para el radiador del Hillman y nosotros, a esta altura con notorias ojeras y molidos por las horas de viaje.
Frente a mis ojos los cerros agrestes de Chañaral, resecos, sin un árbol, nada... Ya en camino, el desierto comienza a cubrirse de una luminosidad gris, los corrugados promontorios, zanjados por grietas oblicuas que asemejan arrugas en rostros de viejos mineros resecos por su vida, bajo el áspero sol de la pampa nortina. Mientras avanzamos por la deteriorada carretera el polvo y la ventisca parecen dibujar letras borrosas y me pregunto: ¿Para quién? ¿Quién va a leer lo que escribe el desierto? Y parece un acto inútil, quizás tan inútiles como estas páginas o como aquella palabra que mi hermano Renato −el mismo que ronca en el asiento trasero con la cabeza colgando sobre el pecho− escribió con tiza en un pizarrón gigantesco del Liceo Nº 6 de San Miguel, palabra por la cual fue suspendido de clases, por mandato de la odiada profe de castellano. “Una palabra grave”, gruñó ella, indicando el pizarrón. Cáncer, escribió con tiza crujiente mi hermano. Y fue llevado a la rectoría por burlarse de la docente. No es justo, reclamó Renato: “es palabra grave acentuada en la penúltima sílaba y no termina en n, s, o vocal”. Pero fue inútil, igual fue suspendido de clases por una semana, y aquella fue la temprana confirmación de la soberbia ceguera del poder.
El viaje continuaba, y aún con las ventanillas abajo nos sofocaba el calor. Luego me aletargué sintiendo que el desierto era una visión interminable. Ya de noche cruzamos primero por la oficina salitrera Alemania y luego frente a la Oficina Chile, donde parpadeaban lucecillas fantasmas en la profunda oscuridad y zumbaba un viento helado que nos castañeteaba los dientes. Cuando comenzó a clarear ya nos acercábamos al poblado de Varillas. Eso anunciaba, por fin, que estábamos a pocas horas de nuestro primer destino.
Luego de un demoledor y tortuoso descenso, cruzando por las ruinas de Huanchaca, con un ronroneo implorante el auto se detuvo en la Plaza de Armas de Antofagasta. Tras una interminable pausa el peruano descendió con las piernas casi rígidas, intentó unos saltitos de estiramiento, se tendió sobre un escaño de piedra de la plaza y comenzó a roncar en forma instantánea. Comprendimos que debíamos velar su sueño en retribución a la gentileza de acarrearnos los más de 1400 kilómetros de Santiago al puerto de Antofagasta, por una carretera dispareja, con eternos y escabrosos tramos de tierra y desierto. Era nuestro deber solidario, pero nos dormimos arrellanados en un banco de madera contiguo hasta que un carabinero mal agestado nos despertó, y no hubo más alternativa que despedirnos del peruano que, entre gruñidos y puteadas contra Chile, sus habitantes, su policía, etc., se montó en el Hillman y aceleró a engullir los 2500 kilómetros que faltaban para arribar al Perú. Años después me enteré que nunca llegó a Lima…
V (Antofagasta-El tren a Oruro)
El Capitán Kraft sobrevivía en un pedazo de arenal en las afueras de Antofagasta donde construyó una mejora con restos de construcciones y materiales de desecho. Me desconcertó comprobar que el legendario tío que, en una fugaz visita a Santiago, nos había descrito con lujo de detalles la maravilla de su tierra, en realidad vivía en la indigencia. Nuestra llegada lo sorprendió y, mientras su hijo intentaba con la mayor de las cautelas camuflar la pobreza reinante al interior de la vivienda, nos mantuvo en la entrada arenosa bajo un toldo remendado, relatando sus descabelladas aventuras de tripulante embarcado en pesqueros por el Pacífico y mercantes de gran tonelaje en Panamá y el Caribe. Unas interminables horas después, cuando se percató que nos estábamos durmiendo de pie como las garzas, nos hizo pasar a su humilde morada, como el mismo la definió.
La estrecha pieza estaba en penumbras y se percibían unas pequeñas camas cubiertas con colchas de tejido indígena. Una mesa esquinada y una cocinilla a parafina eran todos los enseres de la vivienda. Aceptamos un café de higo filtrado por un colador de género, y luego nos desmayamos sobre una de las camas, que crujió como para quebrarse. En plena noche me levanté de urgencia a orinar, y me asombró el cielo oscuro y repleto de estrellas. Corría un vientecillo inquietante, que emitía un gemido de arena rozando las dunas.
Al día siguiente me informé acerca del tren a Bolivia, un desencajado y arcaico ferrocarril de trocha angosta, que demoraba varios días en escalar al altiplano. Compré mi pasaje en la antigua boletería de la estación y me preparé para viajar ese miércoles en la tarde, único día de la semana en que el mentado tren iniciaba su epopeya andina. Mi hermano Renato no sabía el secreto del Che, y al no tener pasaporte ni mucho convencimiento de patiperrear a Bolivia, una vez que nos despedimos inició su viaje de regreso a Santiago. Ese fue su segundo y último viaje “a dedo”. Nunca más volvió a intentar otra aventura de ese calibre.
El andén de la decrépita estación ferroviaria de Antofagasta estaba atiborrada de nortinos tostados a muerte por el sol, uno que otro gringo, y sobre todo indios quechua y aymara que comerciaban de un lado a otro de la cordillera andina. El ferrocarril se mostraba como una extraña especie de oruga anciana, oxidada, vacilante, resoplando, crujiendo sobre los rieles aún antes de partir. Los vagones eran estrechos y con incómodos asientos de madera, los pasillos abrumados de bultos y desvencijadas maletas desparramadas en el piso, teñidas como una acuarela de Coré en el crepúsculo, por los farolillos agonizantes adosados al techo combado del vagón.
El maquinista, con un pitazo ensordecedor, insufló vapor de la caldera a los pistones de la añosa locomotora, que comenzó a reptar rechinando sobre los rieles enmohecidos por la sal del desierto, para cubrir el primer tramo de 220 kilómetros y algo hacia el noreste, con destino al polvoriento pueblo de Calama, donde debería arribar unas ocho horas después de caletear en cuanta estación fantasmal sobreviviente a orillas de la vía férrea. Las últimas fueron Sierra Gorda y Cerritos Bayos, a cuya estación llegamos calados hasta los huesos por el frío nocturno. Desde luego los vagones no tenían calefacción. Acurrucado en el duro asiento fui recordando el fundo del abuelo Alfredo, en Chillán. Ahí nací, cuenta mi madre, en El Alazán, bajo una luna inmensa que asomaba sobre la cumbrera de la casona que mi abuela Mimí construyó con sus manos. La casa de madera tenía dos pisos, una bella galería en el frontis y un techo puntiagudo con tejas rojas como dibujado por el mago que ilustraba las portadas de El Peneca.
En la temporada de la trilla los campesinos, con las yeguas sudadas galopando en círculo sobre los atados de espigas de trigo, separan el grano de la paja. Ofelia, mi madre, cuando tenía seis años bailaba con las hijas de los inquilinos sobre las espigas secas de la hera cantando: “Hay que tener niñas bonitas, redunfin, redunfán...” Sin embargo, una noche luminosa despertó con el balido de las ovejas en medio de un potrero, sola y muerta de miedo. Regresó llorando aterrorizada hasta la galería de la casona. Nadie había percibido su ausencia, sólo la abuela Mimí se había desvelado presintiendo que algo extraño ocurría, y escuchó los gemidos de Ofelia. Amorosa la protegió en sus brazos acostándola en su cama. “Es sonámbula”, fue el comentario, y durante mucho tiempo elucubraron al respecto, esa aptitud para caminar dormido la heredó mi hermano Renato... En El Alazán aprendí a cabalgar desde muy pequeño. El abuelo Alfredo afirmaba que lo mínimo para ser hombre de verdad –aparte de una virilidad a toda prueba–, era saber montar a caballo. Por eso todos los primos tuvimos a nuestra disposición un caballo enano, el Amiguito, un pony que ensillábamos con menuda montura chilena. Y nos sentíamos invencibles recorriendo el mundo que transcurría bajo los inmensos castaños del fundo. El abuelo era un eximio jinete que cabalgaba con entusiasmo tanto vertical como horizontal, según me confidenciaron los tíos maternos en Chillán, cuando yo ya era un joven veinteañero capaz de comprender algunas cosas de la vida y el amor...
Atravesamos bufando vapor por Mantos Blancos, Baquedano, la abandonada oficina salitrera Pampa Unión, Sierra Gorda y Cerritos Bayos, cuando milagrosamente el tren arribó a la rastra a la estación ferrocarrilera de Calama. Ahí la locomotora, al borde del infarto, resopla, cruje y se detiene como una ballena echando chorros de vapor que relumbran en la noche. Los carros llenos