El milagro. Carolina Andonie Dracos
terceros está lleno el planeta, llámese personas, enfermedades o carencias. De ahí que el amor sentimental quedara proscrito de mi mundo, salvo por las novelas que editaba –kilos y kilos de besos, bahías y atardeceres–, y las que leía por placer, todas de la Inglaterra decimonónica, entre la Regencia y la era victoriana, con pretendientes que dejan su tarjeta de visita sobre una bandeja de plata en la casa de su amada a la espera de que ella los reciba, esa misma tarde si es posible, en el salón principal, con té y bizcochos, junto a la chimenea.
Cuento esto sin amargura, sin un dejo de frustración, porque hasta los rechazos de mi adolescencia –tan filosos en su momento– se volvieron inocuos a la distancia. Del trauma pasé al acostumbramiento y luego la soledad se convirtió en elección. No depositaba mi felicidad en un otro que estaba por venir ni buscaba compromisos; solo me dejaba llevar por la adrenalina –nunca el sincero entusiasmo– y con quedar un par de veces con alguien, me bastaba.
Ay, pero el destino, ¿quién puede gobernarlo? A mi regreso a Chile –una semana después, no más– me reencontré con Lucas durante el centenario de una editorial infantil. Yo había llegado con una compañera de trabajo y él se acercó a saludar. Mi amiga nos presentó. Pudimos aclararle que no era necesario, pero preferimos dejar que las cosas simplemente sucedieran:
–Mel, él es Lucas, el delfín de nuestra competencia; y si lo han mandado de vuelta es porque aquí va a quedar el desmadre.
En ese momento ni siquiera sospechaba que el desmadre sería la fusión por la cual perdería mi empleo. Solo me quedé embobada, dichosa de volver a verlo. Hasta una foto nos tomaron para la página de vida social de un diario.
Por nuestra interlocutora me enteré de que Lucas vivía hacía mucho en México. También, que el delfín tenía el poder de cambiar destinos y eso ya no me gustó. Por lo mismo, consideré prudente poner marcha atrás al remolino de mis emociones y dejar que imperara la cordura de María Inmaculada y, si no su cordura, al menos su templanza.
Durante la ceremonia no volvimos a hablar. Cada cual, por su lado, aunque sabiendo con exactitud dónde se encontraba el otro, atentos a ese juego de máscaras en el que nos habíamos sumido. Él, desplazándose, deslumbrando. Yo, observando, practicando la latencia, el garbo victoriano. En un momento lo perdí de vista, pero luego escuché su voz detrás de mí. Espalda con espalda. Rozándonos a cada tanto, con el goce de hacer en público algo íntimo, pero sin que el resto se dé cuenta. Hasta que ya no lo sentí más y, con el frío del invierno santiaguino, me bajó la pena y me fui. Cabreada, despotricando sola hacia la salida. Un auto me interceptó en la calle. Se bajó la ventana del copiloto. Era él. Me volví a llenar de energía y subí.
–Te voy a llevar a casa.
Pensé en mi departamento, en mis bloodhounds, Braulio y Bridget, lengüeteándolo, en la cama deshecha, en la ruma de ropa que tenía encima:
–¿A tu casa?
–A la mía –contestó triunfante, después de lo cual no volví a mirarlo, consciente de que podía ser un sicópata, pero también de que era incapaz de ponerme en ese escenario ni en ningún otro que no fuera dejarme conducir hasta su guarida.
Recorrimos avenida Santa María desde la rotonda Lo Curro hasta Bellavista en completo silencio. Quizá él también estaba saltándose algún inciso propio.
Al llegar a nuestro destino, Lucas actuó con cortesía. El Parque Forestal a oscuras en la vereda del frente contrastaba con la calidez exquisita de su edificio. Fines del siglo xix o comienzos del xx. Dos departamentos por piso, sin conserje, con una escalera amplia y un ascensor sin botón de emergencia, peligroso para mi gusto, pero no me quejé.
Él abrió la puerta y esperó mientras yo ingresaba a su reino, un loft sin divisiones, sobrio, sin alarde. Se notaba que aún se estaba instalando, que faltaba mucho por desembalar, aunque con todo lo cotidiano perfectamente acomodado, como preexistente.
El dormitorio me pareció más personalizado. Habrá sido por eso que quiso mostrármelo de inmediato; llevarme hasta su lugar secreto, el único espacio con puerta en su concepto abierto.
Celebré cada rincón con libros apilados en el suelo, además de su cama, mullidísima. Me senté en el borde con un libro cualquiera.
Lucas se acomodó a mi lado. Su mano junto a la mía. El libro debajo de ambas. Permanecer así un buen rato. Luego mirarnos y bajar la vista sonriendo: “Qué loco”. “Sí, qué loco”. Lucas se giró y acercó mi rostro hasta el punto exacto en que la visión desemboca en un beso. Uno de sonrisa a sonrisa, beso de dientes, de labios que se están presentando. “Muy loco todo”. “Sí, muy loco”.
Iba a cruzar las piernas, pero al hacerlo, pasé a llevar su pantorrilla con mi taco. “Perdón, ¿te pegué?”, dije mientras me descruzaba. Él no respondió; solo se sacó los zapatos y los dejó juntos sobre la alfombra. Roja, nueva, sin ácaros. Yo hice lo mismo; tal vez tenía un TOC con el orden o la salubridad, ¿para qué perturbarlo?
Descalzos, nos acomodamos entre las almohadas hasta que mi mano terminó en su pecho y su brazo rodeando mis hombros. Con mi índice entreabrí su camisa. Un gesto de curiosidad que él recibió con igual espíritu indagador; pero cuando sus dedos dejaron al descubierto el encaje de mi sostén, lo detuve aferrando su mano con la mía, que él hizo a un lado con total naturalidad y volvió a la carga. Sus rulitos salvajes, eso era lo único que podía ver, como una suave cobija bajo la cual su respiración, sus labios, finalmente su lengua, iban erizando todo a su paso. Luego se incorporó como si hubiera escuchado la alarma de levantarse y me preguntó:
–¿Tienes hambre? Puedo cocinar algo rápido.
–No, gracias. De hecho, debería irme.
¿Qué más podía decir? Él había dejado en claro su supremacía, pero mi voluntad también era poderosa cuando era momento de retirarse. A veces.
–Por favor, quédate conmigo.
Me lo dijo con tanta ternura, como si estuviera pidiendo algo muy importante, que no pude contradecirlo. Y permanecí ahí, mientras iba a la cocina y luego, cuando regresó con unas copas. Me hubiera gustado aclararle que yo era más de café que de vino, pero acepté su cáliz como si realmente fuera a beberlo. De rodillas sobre la cama, erguida, a la vez que expuesta.
Me costaba no mirarlo embelesada. Lucas se dio cuenta y sonrió con un dejo de picardía, de “estamos solos, somos adultos y nos vamos a divertir”. Puso las copas sobre el velador y me tomó la mano. Pensé que ahí nos íbamos con todo, pero el delfín, por lo visto, era mucho más sutil.
–Ven, bailemos –me invitó.
–Claro. Sin música y arriesgándome a que me dejes sola otra vez –le reproché convencida, aunque igual me levanté.
Lucas me atrajo hacia sí, al compás de un son imaginario:
–Volví a buscarte, pero ya no estabas. Al otro día tuve que volver al DF, armar mi maleta e instalarme acá. Todo fue muy rápido, mucho más de lo previsto. –Luego bajó la mirada para volver a alzarla determinado–: Yo nunca te dejaría sola.
La Mel de quince se ruborizó. Por unos segundos me sentí extrañamente aceptada, hasta que recordé al que sería mi príncipe esa noche llegando junto a otra chica, la música impidiendo cualquier aclaración de su parte, el resto de los invitados ajenos a mi desdicha, felices a expensas mías, bueno, de mi padre, quien tomó mi mano derecha cerrada en un puño, alejándola así de mi codo izquierdo, al que necesitaba martillar con tres golpecitos para neutralizar los desenlaces fatídicos que surgían en mi mente y así evitar que sucedieran. Un, dos, tres. “¿Soy rara, papá?”, le pregunté ya con mi puño abierto, entregado a su suerte, justo cuando mamá llegaba con la torta con un estridente ¡Feliz cumpleaños! en el centro.
–Dejémoslo hasta aquí, Lucas. –Aparté mi cuello de sus labios, luego mis brazos de sus hombros–. No sé qué más decir. Disculpa.
Tomé mis zapatos y salí de cuadro sin voltear. Pasada la medianoche, en el instante preciso en que toda mi humanidad se revelaba.