Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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escapatoria, iba a acabar empotrado en la pared. Podía intentar correr hacia la esquina y de ahí volar hasta la puerta, pero eran como unos cincuenta metros y dudaba mucho que pudiera correr más rápido que el animal.

      Le vino a la cabeza lo que le solía decir su abuelo: «Si cuando ves un toro sientes un hormigueo diferente, como un sentimiento de afinidad simpática, cultiva ese latido y llegarás a saber algo de esto». Nunca había entendido lo que le quiso decir, pero en ese momento sintió que debía empatizar con el astado. Sabía que la propia separación de los ojos del toro en la cabeza solía provocarle al animal una especie de sombra y visión monocular. Cortés también recordó, en ese instante, lo que le había dicho su padre antes de volar: «Coge el toro por los cuernos».

      «Debo coger el toro por los cuernos antes de que me coja él», se repitió Cortés, que se lanzó contra el cuadrúpedo agarrando sus pitones con toda la fuerza que pudo reunir y lo empujó hacia atrás. El astado, sorprendido por la maniobra, agitó la cabeza con fuerza y lo tiró al suelo. Cortés, aterrado, percibió una intensa luz frente a él. Sintió que había llegado su hora, que su vida acaba allí y que su alma se dirigía hacia el túnel de luz del que hablaban las películas.

      Durante unos instantes se vio a sí mismo echado en el suelo. Sobre él revoloteaban centenares de mariposas de un color anaranjado muy vivo, que le recordaron a las que adornaban la puerta de la habitación de su hija y que enmarcaban su nombre. Algunos de los insectos tenían una bolita negra sobre las alas traseras y otras eran azules y rojas, con cabezas muy pequeñas. Y entonces despertó.

      ***

      Cortés sonreía al recordar, una vez más, su episodio con la vaca Ramona. Se había desmayado del susto en el momento en que Pedro y Luis, el hijo del ganadero, llegaban en su auxilio. Un tequila que le suministraron en el viejo sofá de la casa le ayudó a recobrar el conocimiento. Risas y más risas se sucedieron cuando Cortés les intentó convencer de que lo que había tenido delante era un «toraco» como los del pueblo.

      —No hay hembra en México más dócil que la vaca Ramona —le dijo Pedro Azcarate a carcajada limpia. El hombre no podía quitarse de la ropa el olor a excrementos bovinos. Había tenido que agarrar a Ramona del rabo para separarla del periodista.

      Cortés se encontró con otra sorpresa. Laly, la becaria, era la novia de Luis. Tanto este como su madre, Alfonsa, le cayeron muy bien. Entre tequila y tequila, los cuatro le contaron la interesante historia de la familia Carmona y del patriarca de esta, Emiliano, cuyo retrato presidia el pequeño comedor. Él ya era adulto cuando la zona que circundaba su pueblo, Santa Lucía, fue designada palanca de crecimiento de la ciudad. Para muchos de sus habitantes, algunos pueblos nativos y asentamientos irregulares, el megaproyecto de Santa Fe supuso incorporarse a la maquinaria de crecimiento como mano de obra barata. Otros se resignaron a convivir forzosamente con ello y, según Alfonsa, nunca se habían integrado en realidad.

      Después de comprar a la madre de la vaca Ramona hacía más de treinta años, le explicó el campesino, el animal había sostenido la economía familiar: de sus crías y de su leche salió el dinero para pagar la escuela —hasta la preparatoria— y los gastos de sus nueve hijos. Ramona también les había ayudado a alimentarse hasta hacía poco, y les dejaba alrededor de unos setenta dólares de la venta de «leche bronca», sin pasteurizar, a sus vecinos. Pero los costos del impuesto predial empezaron a subir desde inicios de los noventa, a medida que el verde iba desapareciendo poco a poco para dar lugar al asfalto.

      —Tanta urbanización nos comió, los impuestos nos corren de aquí —le confesó la madre muy apenada, apoyada en su bastón de madera, mientras observaba a lo lejos, a través de la ventana diminuta, los lujosos edificios que la rodeaban.

      La buena mujer obsequió a Cortés un queso. Él insistió en pagárselo, pero sin éxito. Recordó la segunda regla que había leído en la fábula que le había regalado su compañera de avión: «muchos son los que quieren tener buena suerte, pero pocos los que deciden ir a por ella». Él se había arriesgado yendo a ese lugar desconocido y había tenido una gran suerte de conocer a gente tan encantadora y generosa.

      —Por favor, señor Cortés —le dijo Laly—, no le diga a nadie del banco que vengo aquí a visitar a Luis y a su familia. La gente allí se cree mucho, podría traerme problemas. Me costó mucho conseguirme un puestito en esa oficina y nunca sabe.

      —¿De verdad podría perjudicarle el hecho de que se relacione con estas gentes?

      —Preguntó Cortés en voz baja.

      Laly asintió.

      —A la mayoría de las personas del otro lado les molesta todo esto y… nunca se sabe —La becaria se encogió de hombros—. Consideran la zona un estorbo, algo que impide crecer los negocios de allá.

      —Entiendo. No diré nada, no se preocupe, Laly. Eso sí, haré lo posible por publicar su historia, señora —le comentó a Alfonsa dándole un sentido abrazo.

      —Ojalá pueda escribir sobre estas personas para ayudarles. Tienen el apoyo de sus vecinos y el mío, que los alientan a resistir, a no vender su terreno, a no irse ni dejar de sembrar. Los consideramos el último eslabón que frena la expansión urbana, pero su realidad es insostenible por mucho más tiempo —apuntó Laly.

      —Está canijo ver cómo se destruye lo poco que queda. Si no queremos desaparecer nos tenemos que adaptar, no hay de otra, es triste —concluyó Pedro al despedirse.

      «No hay duda de que muchas veces una imagen sigue valiendo más que mil palabras», pensó Cortés al contemplar a Pedro pastorear a la vaca Ramona en el monte trasero de su casa, con la estampa, al fondo, de los edificios lujosos de Santa Fe.

      De regreso a la zona de oficinas, Villoro le estaba esperando junto a la Lavadora. Llevaba cara de asustado.

      — ¡Pensé que le había pasado algo! Me dijo la chavita de la recepción que lo vio salir y no supo pa’ dónde jaló.

      —No te preocupes, Villoro, que te compensaré por el tiempo que has tenido el coche parado.

      Por el camino, Cortés le contó todo el episodio. Resultó que el taxista conocía ya de oídas la historia de la familia Carmona y de alguna otra en situación similar. Sin poder omitir las risas, le había explicado que la vida de aquellas gentes representaba un choque de perspectivas para los mexicanos.

      —Esa es la contradicción, así llevamos desde finales de los ochenta. —Villoro chasqueó la lengua—. La liberalización económica ha dado lana a mucha gente, pero también desigualdad social y el desmantelamiento de la pequeña producción.

      En el hotel, Cortés consiguió hablar con su hija después de llamar hasta tres veces a su mujer y enviarle muchos mensajes de WhatsApp. La conversación había sido muy breve, con continuas interrupciones de Laura, se sintió reconfortado al escuchar la voz de Marina. Intercambió un par de mensajes con sus padres y hermana, preocupados por si estaba bien, y con su jefe, al que resumió el día en la entidad bancaria. Don José Gutiérrez le recordó en un tono casi amenazador su misión secreta. «Más te vale no regresar sin la buena nueva», le dijo. Por otra parte, el Mafias le preguntó vía telefónica que si había podido enchufarle a alguien los USB-Espía.

      —He logrado colocar algunos, pero no todos. Mafias, acabo de conocer a todo el personal. Si me descubrieran, no veas la tostada.

      —Tranquilo, chavalín, no te pongas nervioso que has tenido un buen maestro.

      A ver si puedes poner unos cuantos más mañana —le dijo.

      Cortés resopló.

      —Veré qué puedo hacer —dijo Cortés antes de colgar. No pudo por menos de recordar la versión de Loquillo de la canción Burning que tantas veces había escuchado tararear a su hermana en la ducha: «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?; ¿qué clase de aventura has venido a buscar? Vas de caza ¿a quién vas a cazar?».

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