Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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basta de palabras; busquemos remedio; vamos a hacer el camino con decisión».

      Quiero tener tu presencia (Seguridad Social)

      2 de diciembre, Santa Fe, Ciudad de México

      Cortés no había querido aceptar los servicios de un conductor que ponía a su disposición Bancasol México. Prefirió llamar a la central a primera hora y comentarles que contrataba a un taxista local por decisión propia. Le advirtieron que tuviera cuidado, que no podían garantizar su seguridad. Era la mejor forma en que podría agradecerle al desconocido la devolución de su herramienta de trabajo.

      El cielo tenía un tono azul pastel y el aire soplaba fresco cuando salió a la calle al encuentro del taxista. Eran casi las ocho y media de la mañana y la ciudad y el tráfico ya estaban en ebullición.

      —¿A dónde le llevo? —le preguntó Villoro.

      —Voy a la zona de Santa Fe, a la sede de Bancasol, ¿conoce?

      —Al México de los ricos —asintió el hombre— muy bien.

      Cortés comprobó de un vistazo que tal como le había dicho el día anterior, según ponía en la placa de su licencia, el tipo se llamaba Raimundo Villoro, y por lo que pudo departir con él, aquel hombre con aspecto de espantapájaros resultó ser un tipo de lo más interesante.

      —Algunos me llaman «Mon» y otros Villoro, creo que se lo comenté ayer. — Cortés sonrió al escuchar la abreviatura, pero no dijo nada. Sí lo hizo el señor—:

      ¿Le hace gracia el uso de los diminutivos? —inquirió mientras iniciaba la marcha.

      —Eh, bueno… la verdad es que sí. En México las utilizan para todo, por lo que veo, aunque yo pensaba que Mon vendría de Ramón, no de Raimundo —Cortés le indicó con el dedo la chapa de la licencia.

      —Raimundo es una variante de Ramón —replicó el taxista, que adoptó cierto tono académico—. Quizá tan antigua como el uso de diminutivos, que viene del náhuatl, la lengua de nuestros antepasados, los mexicas. ¿Sabe que los utilizaban de muchas maneras? Como insulto, como cariño e incluso como trato referencial. Nos hace sentir a los mexicanos muy orgullosos que ni la conquista ni ningún otro idioma nos han hecho olvidar nuestras raíces.

      —No se acostará uno nunca sin saber algo nuevo, como dice el refrán. ¿Y cómo está usted tan informado? —le contestó Cortés sin entrar al trapo.

      —Estudié Filología e Historia, y aún me sigue apasionando. ¿Sabe de dónde viene Raimundo? —Villoro contestó enseguida a la cuestión sin esperar respuesta por parte de Cortés—: Es un nombre origen germánico, que significa «aquél que es protector o buen consejero».

      —¡Qué interesante! Pues de eso necesito yo uno en este momento de mi vida...

      —¿Sabe que a los de la capital nos llaman chilangos, cierto? Pues una virtud adicional es que somos tantos que poco importa de dónde vengamos. En Chilangópolis no hay pecados de origen. Todos tenemos derecho a fallar en el presente.

      Se pasaron el resto del camino conversando. Villoro le había dicho que tenía setenta y dos años y Cortés se dio cuenta de que mostraba una gran lucidez. Circulaban por una colosal avenida de construcciones impresionantes, separadas unas de otras por amplias zonas verdes ajardinadas.

      —Qué edificios tan altos —manifestó Cortés muy sorprendido mientras intentaba quitarse las legañas de los ojos.

      —Así es, algunos tienen más de cien metros; creo que uno llega a ciento sesenta o ciento setenta —le respondió Villoro de manera afable—. Mire ése, le llamamos «el Pantalón». —Señaló con el dedo a su izquierda.

      —Es cierto, ¡qué curioso! Se parece mucho a un pantalón —concedió Cortés—.

      La verdad, no me imaginaba así México. ¡Si todo esto se asemeja a Nueva York!

      El señor asintió mientras dibujaba en su semblante una sonrisa amplia. Luego enfiló una avenida flanqueada por espectaculares edificios blancos de grandes ventanales. Había muchísimo tráfico a las nueve de la mañana.

      —Y al que vamos le llamamos «la Lavadora», en seguida sabrá el motivo — sonrió, aunque demudó el rostro con rapidez y se puso serio durante unos instantes—. Es que esto no es el México real, señor, como tampoco lo es Cancún. Esto es otro México —añadió en tono triste.

      —¿Qué quiere decir? —preguntó Cortés con curiosidad periodística.

      Villoro, habituado a acompañar a empresarios y directivos extranjeros, pareció recitar de memoria, extendiéndose en la explicación. Le contó que Santa Fe era un distrito comercial y residencial de lujo, ubicado en una zona ocupada con anterioridad por minas de arena y rellenos sanitarios. Le comentó que disponía de muchas universidades y colegios privados, y era sede de importantes compañías nacionales y extranjeras y fraccionamientos residenciales de reciente creación, habitados sobre todo por familias de clase media y especialmente alta.

      —Pero eso es una fachada, al otro lado está el verdadero México, la pobreza más extrema. —Señaló con el dedo hacia un lugar que no se podía ver por culpa de los grandes edificios. De repente frunció el ceño, como enojado y apenado a la vez—. El nombre de esta zona, Santa Fe, que debe de ser en honor a algún obispo, creo que se lo puso un paisano suyo.

      Cortés percibió cierto resquemor en su tono.

      —Ah, ¿sí? ¿Quién? —inquirió el periodista.

      El conductor se quedó callado durante bastante tiempo. «Sabe que debe ser amable con sus clientes, aunque sean españoles», pensó Cortés.

      —Me parece que se llamaba Vasco de Quiroga, creo que fundó el Hospital de Santa Fe para indígenas, donde, además, nos evangelizaba y enseñaba oficios europeos.

      —Ah, mira qué bien, un español bueno entonces, no como mi tocayo, el conquistador de México —apuntó Cortés con ironía.

      —Bueno, supongo que su tocayo hizo todo aquello porque pensó que podía, y que quizás era su deber. Pero no creo que todas las cosas que hicieron los conquistadores fueran malas.

      —Ah, ¿no?

      Villoro se quedó pensativo unos instantes.

      —Lo cierto es que los españoles nos regalaron un idioma común a toda Latinoamérica, por ejemplo, algo que no hemos sabido aprovechar.

      Cortés asintió.

      —Eso es cierto, supongo.

      —Los países latinoamericanos siempre hemos protagonizado rencillas y desencuentros entre nosotros, y más nos valdría centrar nuestros esfuerzos en unir, como hacen ustedes los europeos. De todas formas, me he dado cuenta de que mucha gente de Europa tiene una imagen incorrecta de México, como si fuéramos criminales o ladrones.

      —Lo que hizo usted ayer le honra, Villoro, pero… ¿y si hubiera sido otro taxista? Le confieso que tengo mis dudas, quizá por prejuicios, no sé.

      —Pues quiero pensar que le hubiera devuelto a usted la laptop, igualito que yo.

      —Villoro se encogió de hombros.

      —¿Le gusta el fútbol? Si me dice que es del Barça, ya me gana.

      —Pues si le voy al Barça desde que jugó Márquez y ahorita con Messi, quién no, si es el mejor futbolista de la historia. Antes le hablaba de los países latinos, ¿cierto? Pues mire si son un teatro de las paradojas doscientos años después de decidir correr su propia suerte. ¿Sabe que, con ánimo bolivariano, los equipos de fútbol de la región se unieron en la Copa Libertadores? Pues híjole, de acuerdo con los tiempos que corren, el empeño recibió patrocinio de un banco español y fue rebautizado como la Copa Santander Libertadores. ¿Cómo ve?

      —Contradictorio como la vida misma…

      —No es un detalle baladí, por desgracia, es la metáfora perfecta de


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