Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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si no me hace caso?

      —Le tiras del pelo y luego le das un empujón con todas tus fuerzas. Verás como no lo vuelve a hacer. Pero no le digas esto a la mamá, será nuestro secreto, ¿de acuerdo? Tienes que ser fuerte y revelarte ante las injusticias.

      A continuación, buscó en Youtube la canción Valiente de una cantante argentina que habían escuchado juntos otras veces y se la puso. En seguida la comenzaron a tatarear y a bailar: «Tienes el valor y vas a volar. Vas a sentir, vas a encontrar, vas a vivir para demostrar que eres tan valiente. Y todo lo que quieras lo podrás alcanzar».

      —Papá, t’estimo, eres el mejor y más valiente.

      A Cortés se le mojaron los ojos cuando vio a Marina fundirse entre la masa de niños que accedían al centro escolar.

      ***

      18 de octubre, Raval, Barcelona

      Se le pasó la mañana volando en el trabajo. Ya en la tarde, mientras esperaba en aquel garito destartalado, punto de reunión para borrachines, prostitutas y trasnochados, al que llamaban el Antro del Puig, Cortés recordó cómo había conocido al Mafias. Fue a través de un trabajo de investigación, algo que le gustaba más que la redacción en sí.

      Cortés entrevistó a media docena de detectives sobre la relación de su profesión con las empresas y le explicaron todo tipo de estratagemas que solían emplear los investigados, e incluso llegó a acompañar a uno de ellos, Lisandro Coronel alias «el Mafias», con quien entabló amistad durante una de sus misiones, en la que siguieron a un importante directivo de empresa que, al parecer, dilapidaba parte del dinero de la entidad en putas y lo pasaba como gastos de representación. Llegaron incluso a ir a un local de striptease.

      Recordó que el Mafias le felicitó por su acierto y le pidió que le invitara a «probar el género» en uno de aquellos locales que visitaron.

      —Para eso te he ayudado, chavalín, que es de bueno ser agradecido…

      —Yo te agradezco que me hayas enseñado algunos trucos de la profesión —le dijo Cortés ofreciéndole la mano.

      —Pues vaya con el periodista —se quejó el Mafias—. Culé tenías que ser y más rojo que la pata de una perdiz, ¡fijo!

      —¿Cómo dices?

      —Me refería a que me invitaras a una velada romántica con una de estas féminas que se desnudan tan graciosamente.

      —¡Eso no va a ocurrir! —le aseguró Cortés.

      —Al menos me invitarás a un par de cervezas —insistió el detective.

      Aquella noche, mientas bebían, Cortés y el Mafias hablaron del caso largo y tendido. A ambos les pareció interesante lo que habían descubierto en tan poco tiempo en el caso del putero, pero a Cortés no quiso seguir indagando y destruir la vida de una persona por mucho que robara a su empresa.

      Cortés lo vio llegar mientras observaba la calle a través de la ventana del establecimiento. Se alegró de ver su figura, flaca como una espiga, y aquellos ojos febriles que denotaban a una legua el gusto del detective por el sol y sombra y el vino barato de las tabernas del Raval barcelonés.

      —¿Cuántas copas llevas ya, Mafias? —le saludó Cortés.

      —Las que sean, chavalín. Por cierto, recomiéndame algún otro bar por aquí.

      —¿Un bar? —inquirió Cortés volviendo los ojos del revés.

      —¡Eh! ¿Ya me quieres poner los cuernos? —rio Puig, el dueño del garito.

      —Los collons te voy a poner —repuso el Mafias—. Bueno, socio, a ver qué tenemos. Y mientras me cuentas invítame a una copa que necesito echarle combustible al buche.

      Cortés le explicó por encima el encargo de México. Que tendría que hacer una serie de entrevistas pero que en realidad se trataba de una tapadera para desenmascarar a un topo que vendía secretos comerciales del banco a la competencia.

      —Interesante… —musito el Mafias—. ¿Sabes, chaval? Pienso que te vendrían bien unos cacharritos que tengo.

      El detective le contó que había conseguido unos estupendos dispositivos a los que llamaban «USB-ESPÍA» que debían ser colocados en los ordenadores personales de los empleados, para así descargar la información que contuvieran. Era obvio que debía ser Cortés el que colocara los artefactos en las computadoras de la empresa y en los ordenadores de los ejecutivos, para lo cual debía ganarse la confianza de algunos de ellos. Se le encogieron los testículos como cacahuetes solo de pensar que le descubrieran insertando aquel artefacto en el ordenador de una persona que, al fin y al cabo, no era más que un trabajador.

      —Uf, no sé si me atreveré.

      —¡Ja! Piensa en el dinero que te van a pagar, socio, y en la propina que me vas a dar a mí. El caso es que debes trabar amistad con las personas que creas que pueden ser sospechosas y enchufarles uno de estos pirulos. —El Mafias se sacó del bolsillo lo que parecía ser un pendrive normal y corriente—. Esto lo debes llevar siempre encima, nunca se sabe cuándo puede surgir una oportunidad de poner las banderillas, y ¿quién sabe? Lo mismo cortas oreja y rabo de una tacada.

      —No me gustan los toros —rio Cortés.

      —Es lo que hay —le dijo el Mafias—, así que apechuga, chavalín, que diez mil del ala son muchos euros, no me jodas.

      —Eh, tranquilo, que a ti te tocarían mil pavos como mucho.

      Lo cierto era que a Cortés el tema del reportaje no le preocupaba, era lo que solía hacer en su trabajo, pero no tenía ni idea acerca de cómo afrontar lo segundo, el tema del espionaje.

      —Sé tú mismo —le aconsejó el Mafias.

      —Mi jefe me ha dicho lo mismo. ¡Como si eso me fuera a servir de ayuda!

      Cortés pensó que, al menos, tenía algo por dónde empezar con el asunto del topo. También le pidió al Mafias que procurara tener con él una comunicación fluida durante las dos semanas que estuviera en México.

      CAPÍTULO 8

      La buena suerte

      «Voy a estar más alerta, más tiempo conmigo; que cada

      vez soy más consciente que la vida sin darnos cuenta se consume en un suspiro».

      Siendo uno mismo (Manuel Carrasco)

      1 de diciembre, Ciudad de México

      Las últimas semanas antes de viajar le habían pasado a toda velocidad. Cortés se había dedicado a resolver asuntos que tenía pendientes en la oficina, un reportaje sobre el fascinante mundo de la externalización de nóminas y otro acerca de la influencia perversa de las nuevas tecnologías en las pymes. Además, aprovechó para releer los libros que tenía en casa sobre México y la Conquista española, procuró pasar todo el tiempo que pudo con Marina y visitar a sus padres con cierta frecuencia. Un día notó que su padre le miraba con preocupación.

      —Martín, ¿quizá es que no duermes bien? —le preguntó mientras tomaban un refrigerio en la cocina.

      —Esta noche he vuelto a tener la pesadilla de los perros —le confesó Cortés en voz baja.

      —Ah, ¿sí? Pobre, hacía mucho tiempo que no te pasaba, ¿verdad? —se interesó su padre. Tenía una copa de vino cogida por el tallo de cristal, y la hacía girar lentamente sobre sí misma, concentrado.

      —Sí, pero últimamente me ocurre con frecuencia, no sé si es por esto de que me marcho a México y estoy inquieto. Esta vez me encontraba en el campo. Era de noche y me quedaba paralizado por completo, los perros hacían conmigo lo que querían —le comentó mientras se servía de la misma botella que había envasado su padre, un vino ecológico al cien por cien, tal y como solía jactarse. Pero hoy ninguno estaba para bromas.

      Su padre hizo una mueca, levantó la vista


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