Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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Campo señaló con el pulgar un mapa de México situado a su espalda. En él sobresalían numerosos lugares marcados.

      —Tenemos oficinas en todos esos puntos. ¿Qué conoce del país? —inquirió el financiero con desgana.

      —Pues lo que todo el mundo, supongo. Que es muy grande, que vive mucha gente y que tendré que ir en pocos días para realizarles un publirreportaje.

      Si las miradas mataran, la de Gutiérrez le hubiera fulminado como un pelotón de fusilamiento franquista.

      —Quiero decir, un reportaje sobre las relaciones de la entidad con sus trabajadores, clientes, proveedores —puntualizó Cortés con cierto titubeo.

      —Un publirreportaje, sin duda, ¡también me gusta llamar a las cosas por su nombre! —asintió Campo tras soltar una sonora carcajada—. Métete en algún foro latino para conocer mejor la cultura mexicana, cómo hablan y qué piensan, y así empatizar con ellos cuando los conozcas. Además, con ánimo de facilitarte las cosas, te he conseguido invitación para que asistas el sábado a una jornada de voluntariado corporativo que Bancasol México lleva a cabo en una reserva natural, donde podrás conocer en ambiente más distendido a bastantes de las personas que luego entrevistarás.

      —Eso me ayudará mucho, sin duda.

      Pedro Campo hizo una pausa que a él le pareció eterna. Los ojos del financiero se hincharon y volvieron a auscultarle. Cortés se sintió como un ratón acechado por un búho.

      —Pero ya le habrá contado su jefe que eso, al igual que las clases, son la tapadera, que lo necesitamos para algo mucho más gordo —dijo regresando al tratamiento de «usted».

      —Solo me dijo que tendría que ayudarles con un trabajo de corte… detectivesco. Pero nada más. ¿En qué podría yo colaborar? —Cortés no lograba controlar el movimiento continuo de su pie izquierdo.

      —Necesitamos descubrir quién está vendiendo nuestros secretos comerciales a la competencia —soltó Pedro Campo a bocajarro.

      Cortés miró a su jefe intentando ocultar su sorpresa. Él no era detective, sino periodista, por lo que no sabía cómo podría ayudar al cliente en algo así. Esperaba de él alguna palabra o gesto cualquiera que le ayudase, pero su jefe permaneció inexpresivo y silencioso. Aquel mutismo lo inquietó.

      Durante el regreso en el interior del habitáculo del lujoso todoterreno que conducía José Campo, el financiero continuó mientras Cortés miraba aquel mar Mediterráneo que Joan Manuel Serrat había hecho famoso en el mundo entero, a la vez que trataba de asimilar la naturaleza del encargo. Le vino a la cabeza la frase de Miguel de Cervantes: «La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre nada sobre la mentira como el aceite sobre el agua».

      Campo estuvo explicándole durante más de media hora lo que debía hacer; aquello no se le antojaba una tarea nada fácil, como parecieron dar a entender ambos jefes.

      En resumidas cuentas: en el banco estaban casi convencidos de que había un topo en la dirección comercial, pues su principal competidor se les había adelantado dos veces consecutivas, lanzando al mercado novedades que ya tenían previstas. Esto les supuso pérdidas económicas muy importantes, además de una bronca enorme en el seno de la alta dirección.

      —Una vez puede ser casualidad, pero dos ¡es imposible! —concluyó Campo de manera tajante.

      Contrataron un detective, pero no esclareció nada. Así que habían pensado en una «solución creativa», tal y como la denominaron, esta consistía en enviar a «un periodista simpático, empático y con dotes detectivescas para ganarse la confianza de los empleados y descubrir la verdad», enfatizó el financiero mirando a Cortés fijamente a los ojos.

      Él no pestañeó. Miró de reojo a su jefe, que se limitó a menear la cabeza.

      «Al desgraciado solo le falta frotarse las manos con lo que piensa ganar a mi costa», se dijo.

      —Contigo matamos no dos, como se suele decir, sino hasta tres pájaros de un tiro. Llevas a cabo el reportaje, das las clases del máster que patrocinamos y haces lo posible por enjaular al buitre cabrón que nos la está jugando —sintetizó Pedro Campo.

      —Espero que no maten al pájaro mensajero ¿Y qué pasa si no lo consigo? — se atrevió a preguntar Cortés en un arranque de temeridad.

      —Que no cobrarás los diez mil euros adicionales que te daremos si lo descubres —le soltó Campo. A continuación, hizo una larga pausa, como tratando de medir lo que iba a decir—: Y nada más. Solo quiero que me des tu palabra de que harás lo posible por lograrlo, con eso me basta.

      «Diez mil euros es muchísimo dinero, casi la mitad de lo que gano al año —calculó Cortés—, pero está claro que estos no regalan ni la hora, y seguro que aquí hay más “gatos encerrados” que en el Quijote».

      El periodista no tuvo más remedio que darle su palabra. Al poco pensó que había hecho mal, que tendría que haberse plantado de una vez y mandar a los dos al garete; o a la mierda, en lenguaje hospitalense, de donde procedía.

      Se volvió hacia su jefe, que seguía conduciendo, impasible, de regreso a la oficina.

      —¿Por qué yo?

      José Gutiérrez meditó la respuesta durante unos segundos.

      —Eres lo menos malo que tengo —le respondió lacónicamente.

      —¿Y qué pasa si me niego a hacerlo?

      —Me veré obligado a despedirte. Es nuestro mejor cliente y no puedo… No podemos quedar mal con él —zanjó mirándole de reojo.

      Una vez en casa, Cortés decidió enviar un mensaje al detective con el que había hecho amistad durante el caso del putero. Confiaba en que aquel hombre cetrino y agudo como una aguja de coser le ayudara, y estaba dispuesto a compartir con él las ganancias que aquella nueva aventura, de tener éxito, les reportaría.

      «¿Cómo estás de curro, Mafias? Creo que te voy a necesitar».

      CAPÍTULO 7

      Cita en el Raval

      «Qué escalofrío se pudo sentir; cuando entró un tipo

      bajito, pero eso si bacilón; que poseía todo lo que el bar quería».

      Partiendo la pana (Estopa)

      18 de octubre, Poblenou, Barcelona

      Aquella noche volvió a soñar con los perros, con el cubículo oscuro y tenebroso en el que yacía desprotegido y solo. Se incorporó de la cama gritando, sudando a chorros. Su mujer le soltó una retahíla de improperios.

      —Perdona, Laura, ha sido una pesadilla.

      —¡Tú y tus pesadillas! —farfulló ella con los ojos cerrados—. Ve a ver a un puto psiquiatra. O a dormir al sofá, así no me molestas.

      Cortés no dijo nada. Miró el reloj, no eran ni las cuatro de la madrugada. Se levantó, fue al baño a mojarse la cara y después anduvo con cuidado hasta el salón. Por el camino entreabrió la puerta de la habitación de su hija y comprobó que dormía.

      Ya en la sala de estar, Cortés contempló en silencio la estantería donde reposaban los libros de su infancia y adolescencia, aquel tiempo mejor, cuando todos los días eran buenos. Pasó el dedo por la colección de Los Cinco, de Enid Blyton, Alfred Hitchcock y los Tres Investigadores. de Robert Arthur. e incluso las andanzas de la rebelde Puck, de Lisbeth Werner, que le robaba de pequeño a escondidas a su hermana. Más arriba descansaban varias docenas de libros que había leído después, su inseparable Quijote y algunos ejemplares sobre la historia de España y sus conquistadores y cronistas. De joven le apasionaba el tema y solía subrayar las citas que le gustaban. Más de un profesor le había acusado de sacrilegio por esta práctica, pero él la defendía a capa y a espada. No consiguió acordarse de cuándo había sido la última vez en que pudo sentarse tranquilo a leer por placer y no por trabajo.


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