Hijo de Malinche. Marcos González Morales
un video de Youtube y unas frases de la canción Sin pijama que justo le traía a Cortés malos recuerdos por el incidente de su hija en el colegio: «Hoy hay toque de queda. Seré tuya hasta la mañana. La pasamos romantic. Sin piloto automatic. Siempre he sido una dama pero soy una perra en la cama. Así que dale pom pom».
Cortés frunció el ceño y tomó el libro de Cervantes y lo abrió por una página al azar. La cita que tenía subrayada no podía ser más acertada para describir al Mafias: «Aun entre los demonios hay algunos que lo son más que otros, y entre muchos hombres malos suele hallarse uno bueno».
Después cogió el libro Historia de la conquista de México escrito por William H. Prescott. En el prefacio destacaba el siguiente párrafo: «Entre las heroicas proezas ejecutadas por los españoles en el siglo dieciséis, ninguna es más sorprendente que la conquista de México». No recordaba haberlo subrayado, como tampoco en páginas posteriores el texto en el que explicaba el sacrificio de «un hombre hermoso, dotado de eterna juventud, para representar a la deidad». Llevaba una vida fácil y llena de lujos, incluida la compañía en la cama de cuatro bellas muchachas, hasta más o menos un mes antes de su sacrificio. Una de las barcazas reales le llevaba al otro lado del lago hasta un templo que se elevaba en la orilla. En la cima le recibían seis sacerdotes, le llevaban hasta la piedra de sacrificio, un enorme bloque de jaspe con la superficie un poco convexa. Aquí se estiraba al prisionero. Cinco sacerdotes atenazaban su cabeza y sus miembros, mientras que el sexto vestido con un manto escarlata abría diestramente el pecho de la desdichada víctima con una hoja afilada e insertando su mano en la herida arrancaba el corazón palpitante. Después lo lanzaba a los pies de la deidad a la que estaba dedicado el templo. Los sacerdotes exponían la trágica historia de este prisionero como ejemplo del destino humano que, brillante en su inicio, tan a menudo acaba en dolor y desastre.
«Queda por contar la parte más repugnante de la historia, la forma en que se deshacían del cuerpo del cautivo sacrificado. Se le enviaba al guerrero que lo había capturado en batalla y, después de aderezarlo, él mismo lo servía en un festín junto a sus amigos. Esta no era una burda comida de hambrientos caníbales, sino un banquete repleto de deliciosas bebidas y delicadas viandas, preparadas con arte y a las que asistían los dos sexos, que se comportaban con todo el decoro de una vida civilizada. ¡Seguro que nunca el refinamiento y el barbarismo estuvieron tan cerca el uno del otro!».
Cortés sintió un fuerte escalofrío por todo su cuerpo.
***
A las siete, todavía en el sofá, Cortés seguía dando muchas vueltas a lo de México.
—Jodida hipoteca y maldito José Gutiérrez —murmuró.
Comprobó el teléfono para ver si su amigo el Mafias le había contestado.
«Aquí Mafias. Cómo te va. Vente al Raval y nos vemos», era la escueta respuesta de su amigo el detective.
«Te veo a las ocho de la tarde en el Antro del Puig», le envió Cortés.
«Dabuten, socio, y hala Madrid».
—Será merengón. No pasa nada, todos tenemos defectos —rio Cortés.
Después rebuscó fuerzas en su interior y se acercó hasta Laura, que trasteaba en la cocina preparando el almuerzo de la Marina.
—Quiero que sepas que en el trabajo me van a enviar en pocos días a México un par de semanas.
—¿Cómo dices? Tú estás mal de la cabeza, Martín.
—Ya estamos otra vez. ¡No puedo decirte una puta cosa sin que nos pongamos a discutir!
—El otro día pusiste en peligro a tu hija, y ahora que ella está mal sales huyendo y me dejas aquí sola —le espetó Laura.
—¿Otra vez con eso? Por lo menos podías preguntarme cómo me afecta a mí el hecho de irme, ¿no? No quiero ir, pero me temo que no me queda de otra. Gutiérrez ha amenazado con despedirme, ¿qué quieres que haga? Te importa una mierda, ya veo. Y lo del otro día ¿qué querías, que me quedara quieto como un pasmarote cuando le han hecho daño a nuestra hija?
—Sí, claro, tan valiente para eso y tan cobarde para otras cosas. ¿Por qué no te enfrentas a tu jefe y le dices que no vas? Te comportas como un pusilánime en cuanto Gutiérrez abre la boca.
—Mira quién habla, como si tú fueras muy valiente en tu trabajo…
—Pensándolo bien, casi que es mejor que te vayas a México, así por lo menos podré descansar de ti unos cuantos días.
—¡Que te den! —escupió Cortés. En ese momento pensó en decirle algo de los mensajes del chico pero decidió callar e ir a México—. Me voy de aquí a pocas semanas. Ya está todo dicho. —Cortés agarró la mochila de Marina—. Yo llevo a la niña al colegio, para que su majestad no tenga que molestarse.
—Si te vas lo nuestro se agravará, que lo sepas —le advirtió Laura.
—¿En serio, aún se puede agravar más?
Camino del colegio de su hija, notó que Marina estaba muy callada. Andaba como ensimismada, con la mirada fija en un punto indeterminado de la acera. A Cortés le pareció extraño. Al cruzar la calle pasaron junto a una tienda que vendía bollería, helados y dulces.
—¿Sabes qué, monita? ¿Quieres que te compre ahora mismo un helado? Marina abrió como platos sus ojos azules.
—¿A las ocho de la mañana? Si se entera mamá… —La niña hizo un gesto con la mano para darle a entender que Laura no perdonaría la afrenta.
—¿Tú lo quieres? —Marina asintió y Cortés se giró hacia la dependienta y le pidió un helado de chocolate.
La señora arrugó la cara, cogió el cucurucho y le plantó encima una bola bien gorda. Marina le echó mano sin miramientos.
—¿Qué tal en el cole? —Con el pañuelo limpió a su pequeña algunos restos de helado de su boca.
—Bien.
Eso no era habitual en Marina, que solía hablar por los codos.
—¿Por qué solo bien, amor?
—Bueno... —titubeó—. No pasa nada, todo bien, papá.
—A mí nunca me mientas, ¿eh? Que te quito el helado del estómago. —Le hizo cosquillas en la barriga—. ¿Qué te pasa, monita?
—Que Sonia no para de molestarme —le soltó a bocajarro.
—¿Qué te ha hecho esta vez?
—Ayer me caí de la escalera, y me volvió a llamar «gorda» delante de todos. Cuando me vio rodar, empezó a gritar que había provocado un terremoto, y los amigos se rieron de mí.
Algo similar le había ocurrido hacía unos meses, durante el curso anterior, y Cortés acudió al colegio como una fiera y denunció el caso de bullying. El director le dijo que eso «eran cosas de pequeños», pero ante su insistencia le prometió que estarían atentos para que el asunto no fuera a más.
—Vaya, no sabía nada, amor. Te tiene envidia porque eres mucho más guapa y mejor persona, y todos tus compañeros quieren jugar contigo. No te preocupes, mi vida. Hablaré con el director. Pero, mientras tanto, tú tienes que ser valiente y enfrentarte a ella.
—¿Cómo?
Cortés meditó un poco la respuesta. Sabía que se enzarzaría en una nueva bronca si su mujer le escuchaba decir aquello.
—¿Me prometes guardar un secreto? —le susurró al oído mientras miraba a todos lados, como asegurándose de que nadie los podía escuchar.
Marina asintió.
—A mí, de pequeño, un niño me molestaba siempre porque yo llevaba gafas. Me llamaba «cuatro ojos». Se lo dije al yayo y me recomendó lo mismo, que me defendiera, y el día que lo volvió a hacer le di un puñetazo en la barriga. Nunca más me molestó. —Cortés hizo una breve pausa—.