Hijo de Malinche. Marcos González Morales

Hijo de Malinche - Marcos González Morales


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lo contaron casi una semana después.

      —Eso nunca lo he entendido, ¿cómo fueron capaces de ocultaros algo así?

      —Cortés frunció el ceño mientras se recostaba en la silla y se llevaba la copa a los labios—. Madre mía, me hacéis eso a mí con Marina y la lio parda.

      —Eran otros tiempos, Martín —Su padre hizo una larga pausa, parecía calibrar sus respuestas—. No era santo de mi devoción, ya sabes lo que le hizo a tu tatarabuelo su antecesor, pero el cura era muy querido y respetado en el pueblo y él les pidió que, para no alarmarnos, no nos dijeran nada hasta que recobraras el conocimiento.

      —Recuerdo que me despertaba chillando en la madrugada. Me quedaba en shock cuando se me aparecían los perros en sueños y ellos me mordían y mataban.

      —Pobre. Bueno… no le hagas caso, ya sabes que, si te pasa de nuevo en la vida real, hay que agarrar a los toros por los cuernos y a los perros por la cola…

      —Y a las mujeres, ¿por dónde se las coge? Porque a la mía ya no la aguanto. Su padre reprimió una carcajada.

      —Respecto a eso no te puedo dar consejos.

      Cortés pensó en contarle que había descubierto unos mensajes de texto en el móvil de Laura semanas atrás. Al final decidió no hacerlo. Prefería guardarse aquello para él, aunque pensaba utilizarlo llegado el momento. De repente oyó a su madre hurgar en la cerradura. Segundos después, tenía a Marina en los brazos, colgada de su cuello, besándole y jadeando como si acabara de correr los cien metros lisos.

      —No sé qué pasará cuando vuelva de México. Me gustaría pediros que me preparéis la habitación por si acaso —dijo Cortés, cuando la pequeña se marchó al baño.

      —Cuenta con ello —asintió su padre—. De todas formas, pienso que saldrás adelante, siempre has sido un chico valiente.

      Días después se encontraba en el aeropuerto, despidiéndose de sus padres, de Marina y de Laura.

      ***

      Despertó en la habitación del hotel con el libro La buena suerte aferrado a su pecho como si fuera un tesoro. Había soñado con que ya no era Cortés, sino Sid, el caballero con capa blanca. Y a su lado estaba Toni, que era Nott, el caballero con capa negra. Habían aceptado el reto de encontrar el trébol mágico de cuatro hojas, que estaba en algún lugar del bosque encantado. «Esa planta dotará a su dueño de una suerte ilimitada», había dicho Merlín. Se desafiaron al estilo de los viejos tiempos, como cuando en la vieja pista de cemento se pusieron a dar vueltas al patio del instituto como locos para ver quién aguantaba más, bajo la intensa lluvia, ante los aplausos de algunos de sus amigos. La recompensa era un beso de la chica más popular del centro, que había lanzado el desafío solo como una hermosa joven podía hacerlo. Al final ganó Cortés, pero acabó tan agotado y con tanto dolor de pies que apenas disfrutó del beso.

      En aquel momento apenas recordaba cómo había llegado a la cama. Miró a un lado y otro de la habitación. Justo frente a él vio un escritorio sobre el que reposaba una tele de plasma. La cama, enorme, era muy cómoda, y notó que había descansado bien.

      «¡Ostras! ¡Estoy en México!», cayó por fin en cuenta. Miró el móvil. Las 20:30 horas.

      «Ni siquiera he avisado que he llegado bien. ¡Qué desastre!», se dijo, a la vez que marcaba el número de casa.

      Nadie le cogía el teléfono. Llamó al móvil de Laura.

      —¿Diga? —le respondió una voz como de alcohólica reincidente.

      —Hola, soy yo, era para avisar que he llegado bien. Pásame a la mona, please.

      —¿Qué dices? —Laura hizo una pausa larga—. Son las tres y media de la madrugada, idiota. —A continuación, le colgó.

      Cortés se quedó con el móvil en la mano, como atontado. No había pensado en la diferencia horaria. Recordó las últimas palabras que le dirigió Elena García, su compañera de travesía aérea, cuando estaban despidiéndose en el aeropuerto de México.

      —Sinceramente, no sé si algún día volveré a España, es triste, pero es la verdad. Eso sí, ni un solo día dejo de echar de menos mi gente y mi tierra.

      También le había regalado el libro. Lo miró de nuevo y descubrió una dedicatoria en la primera página: «Como dice al final, el cuento de La Buena Suerte nunca llega a tus manos por casualidad. Te deseo, Martín Cortés, toda la buena suerte del mundo, cuenta conmigo para lo que necesites. Elena García». Aquellas líneas estaban acompañadas por su número de móvil. Cortés se encontraba como mareado.

      «¿Será la pastilla que me dio el fucking boss?», se preguntó.

      Se levantó de la cama y se dispuso a sacar sus cosas de las maletas. De inmediato, echó en falta lo que más necesitaba, su principal herramienta de trabajo, el aparato que más cuidaba.

      —¡Mi portátil! —gritó.

      Hizo memoria. Recordaba perfectamente haber entrado en el coche con él.

      «Esto ya lo llevo yo», le había dicho al taxista. Pero apenas recordaba nada más. Se había dormido en el taxi y alguien debía haber llevado el equipaje a su habitación.

      —Maldito taxista, seguro que me lo ha robado. ¡Putos mexicanos!

      Pasó la siguiente media hora intentando localizar el portátil sin éxito. Primero bajó a la recepción del hotel, donde descubrió el significado de «ahorita», una de las palabras acerca de las cuales Elena García le había prevenido. Cortés explicó al conserje la situación; le hizo ver que necesitaba el portátil para trabajar, que sin él estaba perdido. El empleado le respondió de manera tranquila que no se preocupara, que «ahorita» le ayudaba él mismo marcando a la compañía de taxis. Justo en ese momento, se formó junto a él una fila de dos docenas de asiáticos preparados para ingresar en el hotel. Diez minutos después, el empleado todavía no había efectuado la llamada. Cortés se lo recordó tratando de parecer lo más educado posible y el conserje le volvió a responder con el «ahorita». Veinte minutos más tarde, aquel individuo y un ayudante que parecía no hacer nada más que asentir con la cabeza seguían con el check-in de los asiáticos.

      —Me cagüen la puta con el «ahorita» y la madre que lo parió —estalló Cortés haciendo aspavientos con los brazos—. Haced ahora la maldita llamada al aeropuerto o aviso a la policía.

      Escandalizado y pidiendo calma con extrema educación, el conserje llamó en seguida al aeropuerto y a la compañía de taxis, aunque sin éxito. Le dijeron que harían lo posible por localizar al conductor, pero que muchos no estaban «ni siquiera registrados, al ser “amigos del amigo” del propietario de la placa».

      —No me jodas…

      —Con permiso. —El ayudante del conserje le sujetaba la puerta del ascensor, que chirriaba por doquier.

      —Ni permiso ni pollas en vinagre. ¡Vaya mierda de país! —gritó Cortés fuera de sí, antes de desaparecer por el ascensor frente a la mirada atónita del ayudante. Cortés volvió a buscar por toda la habitación una y otra vez como si su ordenador pudiera aparecer por arte de magia. No era la primera vez que le pasaban esas cosas, había perdido la cuenta de las ocasiones en las que había extraviado el móvil, pero nunca fuera de España. Decidió repasar por enésima vez el itinerario que seguiría durante su primera jornada en México. «Menos mal que llevo la libreta en el bolsillo de mi chaqueta», suspiró.

      Al día siguiente, viernes, tendría que ir a las oficinas del cliente a realizar las primeras entrevistas para el reportaje. Se encontraría con los mandamases y la idea era comenzar a hacer sus pesquisas acerca de quién podría ser el topo en la empresa.

      El sábado tenía que acudir a un lugar cuyo nombre no recordaba, una especie de santuario de la mariposa monarca; a la misma asistirían también empleados, clientes y proveedores del banco para participar en aquello del voluntariado corporativo. Que le hicieran trabajar durante el fin de semana ya


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