Nínive. Henrietta Rose-Innes
No muy agradables, para ser honesta.
–¿Cucarachas, ratas, ácaros?
–Bueno... Digamos que es una situación de plagas integral.
Zintle está de pie otra vez. Es veloz cuando camina. Señala con la mano:
–Aquí nos encontramos.
Hay algo desplegado sobre una mesa, junto a una pared, bajo un reflector. Se trata de un modelo arquitectónico de varios edificios y sus inmediaciones. Todo es blanco, excepto los prototipos de vértices y sombras.
En un principio, resulta difícil decodificar la escala. Katya observa un complejo de cuatro o cinco edificios de techo plano, escalonados –como zigurats– y distribuidos en diferentes ángulos alrededor de una plaza central. Se conectan mediante intrincadas vías peatonales y arcos y patios. Marañas de lo que supone que son plantas ornamentales tapizan los bordes de los techos llanos. Hacen pensar en mechones de cabello blanco extraídos de un cepillo. En el núcleo de la plaza se erige una fuente rodeada de bancos diminutos. Una larga senda para vehículos, decorada con dos hileras de palmeras en miniatura, se extiende hasta el margen del modelo, y el conjunto está circundado por muros.
–Esto es Nínive.
Los oscuros dedos de Zintle, con sus puntas color escarlata, se desplazan, vivaces, por la maqueta. Una giganta espléndida asoma desde las nubes.
–¿Nínive?
Zintle se encoge de hombros.
–Sólo es un nombre –dice–. Una especie de eje temático. Uno de los primeros inversionistas era de Medio Oriente, creo.
Katya se toma un momento para gozar la apacibilidad de la escena en miniatura. Contempla personas hechas a escala, también incoloras, congeladas en actitudes de incontrovertible placer: pasean a lo largo de un andador o están sentadas en torno a una mesa al aire libre. Una pareja se apoya en la barandilla de un balcón. Sin embargo, el modelo no incluye el sitio hacia el cual el dúo dirige la mirada. El suelo se desvanece más allá de los confines establecidos por el muro, como si un cataclismo de otra dimensión hubiese arrasado con un segmento de la realidad. Los muñequitos del arquitecto tienen la vista puesta en el vacío, en lo que se observa a través de la auténtica ventana, en el panorama de la auténtica ciudad: una ciudad llena de color, difuminada, colosal. Tienen la vista puesta en el abismo con una expresión indiscernible.
–Se ve muy grande –comenta Katya. Nunca ha trabajado en una urbanización entera.
Zintle da un golpecito con la uña sobre el techo de una de las unidades. Un edificio más pequeño que el resto, ubicado casi en el límite del modelo, junto al muro.
–Tendrás acceso a estas, mmm... dependencias para la servidumbre. O mejor podríamos llamarlas “alojamiento para los conserjes”. Son dos unidades destinadas al personal de mantenimiento. Los demás edificios están clausurados.
–¿Jamás les han dado uso?
–Aún no –Zintle hace repiquetear su lengua contra el paladar, súbitamente exasperada–. Es una lástima. Accesorios hermosos, todo equipado y listo para habitarse. ¡Departamentos espectaculares! El complejo se construyó hace más de un año, ¿sabe? Se pensó que ahora mismo estaría lleno de residentes. Residentes de alto nivel. Pero hubo una sucesión de desastres. Para empezar, se robaron todo el hilo de cobre. La mitad del área reutilizada colapsó en el maldito pantano. Discúlpeme por mi lenguaje. Este desastre, aquel otro desastre. El diseño de jardines no funcionó; los bichos se comieron todo. Una plaga de esas... cosas. Creímos que habían desaparecido; el tipo anterior nos aseguró que... En fin –la mujer separa las palmas de sus manos en un gesto que parece enunciar: “No toquemos ese asunto”–. Ahora el personal de seguridad nos dice que han regresado. No podemos permitir que nadie se mude hasta que haya orden. Se están perdiendo cantidades astronómicas de di-nero. ¿Comprende?
–¿Bichos?
–Muerden. Como le dije, trajimos a alguien para que los eliminara pero, aquí entre usted y yo, el sujeto fue un inútil. De hecho, empeoró las cosas. Un individuo viejo y espeluznante –Zintle arruga la nariz, evocando un sentimiento de aversión, como si estuviera oliendo algo fétido–. Tuvimos que deshacernos de él.
–Bueno, sí. Algunas de esas compañías más antiguas son obsoletas. Yo tengo un enfoque distinto.
–Eso espero.
–¿Podría ser más específica en lo que se refiere a esos... bichos? ¿Los ha visto?
Zintle le muestra una mano y ondula sus dedos, sugiriendo patas escurridizas y artrópodas.
–Un asco.
–Bueno... ¿Son orugas?
–No, no. Mire, son algo así... –Zintle coge una pluma y un bloc del escritorio y garabatea unas cuantas líneas precisas. Un bicho caricaturesco. El cuerpo en forma de botón, con piernas larguiruchas y endebles sobresaliendo en todas direcciones –tres de un lado y cuatro del otro, advierte Katya–, y un racimo de antenas similares a bigotes de gato. Le sorprende que Zintle no haya incluido un par de ojos saltones, como globos.
–¿Un escarabajo? ¿Vuela? ¿Pulula en enjambres?
–Hace enjambres. Roe las cortinas, defeca en las alfombras. Pesadillesco.
–Entiendo.
De pronto, Zintle adopta un talante perentorio.
–En fin. Queda poco tiempo. Debo entregarle este dossier –le da una lustrosa carpeta archivadora–. ¿Quizá desee leer los documentos con detenimiento y brindarnos un presupuesto? La situación es urgente.
–Muy bien. Y, por supuesto, tengo que ir al lugar, revisarlo.
Ahora Zintle está de pie. Alisa su traje, reacomoda su cabello en una curva homogénea, toma a Katya del brazo y la guía hacia la salida. Es diestra, muy profesional, ejecutando esta maniobra. Antes de darse cuenta, Katya ya está dentro del elevador. Las puertas se cierran a sus espaldas y desciende nuevamente a la tierra.
Toby aguarda en la acera opuesta a la casa de Katya, husmeando a través de la valla y oprimiendo las mejillas contra el alambre diamantino. Inspecciona la zona de demolición. Es la primera vez que la visita desde que las excavadoras concluyeron su tarea.
–Puta madre –dice con rencor–. ¿Cómo pudieron hacer eso?
El sitio también significa algo para él, reflexiona Katya. Siente, por unos instantes, que sus historias personales –la de Toby y la suya– se entrelazan, que están ancladas al mismo paraje.
–Lo que hoy ves, mañana se habrá esfumado –apunta Katya–. Nada es eterno, muchacho. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Mamá dijo. Tus canaletas.
–¿Canaletas? Ah, bien, supongo.
Alma siempre hace lo mismo: preocuparse por las condiciones en las que vive Katya. Fue Alma, por ejemplo, quien le explicó cómo debía pasar la aspiradora y pintar las paredes. Fue quien la persuadió, desde un inicio, para que colocara una maldita puerta en la cochera. Cuando Toby tenía apenas diez u once años, comenzó a dejarlo en la casa de Katya para que realizara las inusitadas tareas que ella jamás habría sospechado que debían resolverse. En la actualidad, Toby viene por su cuenta, usualmente en un taxi que recorre Main Road, con un destornillador en el bolsillo y una sonrisa aletargada, ávido de perder el tiempo arreglando un piso de duela que cruje de tan ruinoso o de moldear el techo del baño. Katya intuye que no es muy bueno para esta clase de manualidad, pero siempre está dispuesto a deslomarse.
Una silueta que se mece llama su atención. Una chica está recostada en el muro divisorio del jardín del vecino, con una rodilla en alto y las manos plegadas sobre el estómago. Viste pantalones grises, del uniforme escolar. La rodilla se balancea de un lado a otro. Tiene los ojos cerrados –parece soñar– y los oídos enlazados a los filamentos, delgados y blancos, de un