Nínive. Henrietta Rose-Innes
lamento. Hacemos lo necesario.
Este trabajo saca a relucir esa clase de cosas en ella.
En específico, se trata del uniforme. Cuando Katya se pone su atuendo verde, algo cambia. Se vuelve más arrogante, más agresiva, si bien con la pasividad de un sirviente. También se vuelve más artificial en sus movimientos y palabras: interpreta el papel de un hombre de trabajo. Resulta embriagador. Pero basta despojarla de su overol para que de nuevo sea afectuosa, un cordero, una niña.
La casa posee un área de estacionamiento amplia, al final de la ruta umbría que se extiende desde el portón de entrada. El sitio ha comenzado a saturarse de automóviles de lujo. Katya abre la parte posterior de su camioneta, su orgullo y deleite. El vehículo no es precisamente nuevo, pero le gusta que esté vapuleado y abollado y arenoso, provisto de huellas de su dueño anterior. Uno podría adivinar que lo condujo, casi hasta la muerte, algún canalla viejo y miserable con el culo huesudo: el asiento del conductor se halla tan ahuecado que Katya necesita dos cojines para poder ver por encima del volante. Ha acondicionado la camioneta con barrotes, transformando el sector trasero en una jaula, como la de un perrero, y la ha pintado de verde fulgurante. Ahora ostenta la leyenda: “Reubicación Indolora de Plagas” e ilustraciones de trazo pulcro, diseñadas por ella misma: una rata, una paloma y una araña.
Mientras Toby carga los recipientes portátiles en la parte posterior, Katya toma de la guantera una cajetilla de cigarros de madera e introduce cuatro o cinco orugas.
–¿Qué es eso que tienes ahí?
Ella cierra la cajetilla con un crujido y se da vuelta. La voz proviene del macizo de flores; no, es un jardín rocoso, con una glorieta cubierta de hiedra al fondo, en una pequeña ladera. Katya distingue una figura sentada en sus profundidades sombrías, bebiendo. Él levanta su vaso en un saludo alegre; después le hace señas para que se aproxime.
–Dame un segundo –le dice a Toby.
Una senda pavimentada concluye en la gruta. Más de cerca, Katya advierte que es un hombre alto, sentado en un banco de hierro forjado similar a un trono, con reposabrazos en forma de cabezas de dragones. Sus piernas se despliegan delante de él y un zarcillo de hiedra le hace cosquillas en la frente. El cuello de la camisa desabrochado, un vaso de whisky oblicuo en su puño.
Está parada frente a él, aguardando. Este es otro de los efectos que logra el uniforme. Del mismo modo en que facilitó su interacción con el jardinero, ahora también le ayuda a emprender negocios con quien es, a todas luces, un sujeto al mando. Por lo común, ante alguien así –evidentemente un hombre rico, poderoso, maduro–, Katya se sentiría incómoda. Dudaría dónde ubicarse, qué hacer con las manos, qué decir. Pero aquí, en este momento, su postura y su rol son claros. Él puede hablarle, si lo desea. O ella puede retirarse. Todo es parte del oficio.
Además, la manifiesta embriaguez del hombre la distiende. Parece un borracho benevolente. Entorna los ojos y la atisba tras la hiedra.
A Katya las personas ebrias no le resultan difíciles de tratar. Excepto que se muestren amenazantes o bulliciosas, pueden ser una compañía bastante apaciguadora. Se siente menos observada y hay algo conmovedor en la manera en que permiten que se les contemple en ese estado bobo, casi infantil. Y pese a que se hallan, en cierto sentido, nubladas por el licor, a la vez es como si se les pelara una capa, como si se desobstruyera una oclusión.
En este instante, Katya se siente libre de recorrer con la mirada el traje del hombre, su reloj, su cabello, sus accesorios y adornos. El individuo es sólido, fornido. Su boca y su nariz son pronunciadas, lo suficientemente amplias para equilibrar un rostro ancho, pero delineado con delicadeza. El rostro de un emperador romano. Sus años de plenitud han pasado y tiene varias copas encima. Cuando sonríe expone un canino gris, del mismo color que su pelo. Quizá tenga unos cincuenta y tantos.
–Echémosle un vistazo a la mercancía –dice.
Katya abre la tapa de la cajetilla de cigarros y la inclina para enseñarle las orugas parduscas. La mayoría de la gente retrocedería asqueada, o al menos chillaría. Pero en la cara de este individuo no hay nada: no hay aversión, tampoco interés. Le da un sorbo a su trago y luego, con un giro rápido y fortuito de la muñeca, arroja unas gotas de licor en la cajetilla.
Katya se la arrebata.
–¿Para qué hace eso?
Él se encoge de hombros.
–Seguramente no pueden sentir mucho, ¿no? Esta sustancia es nutritiva.
Katya frunce el entrecejo y cierra con cuidado la caja sobre las criaturas retorcidas.
–Entonces –dice el hombre–, una batalla contra las orugas. Buen trabajo para una chica. ¿Qué más eres capaz de hacer?
Su voz es agradable, más suave y musical de lo que sugeriría su corpulencia.
–Orugas, serpientes, ranas, babosas, cucarachas, babuinos, ratas, ratones, caracoles, palomas, garrapatas, geckos, moscas, pulgas, cucarachas –Katya escudriña su rostro en busca de una reacción. Los hombres suelen ser más melindrosos cuando se trata de estas cosas–. Murciélagos. Y arañas.
Él ríe –una risa semejante al ladrido de un perro de proporciones considerables– y zarandea su bebida en círculos, como si la recitación lo hiciera feliz y le confirmara algo.
–Entiendo. La pandilla entera. Los indeseables. ¡Los indeseados!
No está tan borracho como ella pensó. Sus diferentes capas se transforman: se están empañando y plegando. Una de ellas acaba de descorrerse para delatar algo duro y notorio. El whisky salpica otra vez el vaso y exhibe el hielo.
–¿Desea una tarjeta de presentación? –indaga Katya.
La situación lo divierte en extremo y da una palmada sobre su muslo extendido.
–Claro, ¿por qué no? Las tarjetas son buenas. Una tarjeta sería algo fantástico.
Lleva un anillo de oro grabado en la mano derecha. La mira con los ojos entrecerrados bajo el último sol del atardecer; pozos de líquido gris centellean entre sus párpados. Tras de sí, Katya percibe a Toby, que juega nervioso con las llaves de la camioneta. Las sombras se alargan.
–En mi bolsillo superior –señala Katya, inclinándose hacia el hombre. Normalmente, dicho movimiento evidenciaría el escote, pero como usa un atuendo verde rana abotonado hasta el cuello y sostiene una caja de orugas contra su pecho, se trata, más bien, de un gesto agresivo. Lo que logra con eso es abrir la puntita del bolsillo del pecho, lo suficiente como para que él vea un paquete de tarjetas de presentación. El hombre no vacila. Mientras sigue sonriendo con los ojos rasgados, de ese modo que revela tan poco, estira el brazo y arranca, como con pinzas, una sola tarjeta del bolsillo. Sus manos son gruesas, las uñas toscas pero muy cuidadas. Hace repiquetear la tarjeta en torno a la boca desnuda de su vaso y la examina con seriedad.
Katya se siente orgullosa de la tarjeta, en la que se lee: “ RIP: Reubicación Indolora de Plagas”. Fuente tipográfica sencilla. Nada ornamental, sólo los datos. Rata, paloma, araña. Dibujos de trazos simples, precisos. Le molesta un poco que no hayan sido delineados a escala, pero no es posible lograr mucho más en una tarjeta de presentación. Por debajo, su nombre: “Katya Grubbs.”
–Grubbs –enuncia el hombre, y ella aguarda su risa. La mayoría de la gente ensaya algún comentario o dice algo sobre la manera en que el nombre concuerda con el trabajo, etcétera.2 Pero él lo contempla con una mueca de contrariedad que sostiene durante demasiado tiempo.
–Esta no eres tú.
–Sí, soy yo.
El hombre la mira, ahora de forma incisiva.
–Creí haberle dicho a mi esposa que no contratara a los de tu especie.
–¿Señor?
–Grubbs, jamás olvidaría ese nombre. Fue el año pasado. Nínive.