Sociología de las organizaciones Públicas. Mario José Krieger

Sociología de las organizaciones Públicas - Mario José Krieger


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a la existencia de discrepancias entre demandas de la ciudadanía y decisiones del poder político, cabe distinguir diferentes niveles o grados de discrepancia y, por tanto, de gobernabilidad. Camou señala la existencia de cinco grados que cubren desde un tipo ideal de gobernabilidad total hasta alcanzar la situación de ingobernabilidad. A lo largo de ese continuo, distinguimos la “gobernabilidad normal” que manifiesta discrepancias en “equilibrio dinámico”, situación que asegura una estabilidad no estática. Por otra parte, se encuentran situaciones caracterizadas por “déficit de gobernabilidad”, donde las discrepancias son percibidas en un grado de incompatibilidad que dificulta construir los consensos básicos para la toma de decisiones, esta circunstancia pone en riesgo el equilibrio del sistema. También, la “crisis de gobernabilidad”, definida como “proliferación de anomalías” que reproducen la inestabilidad general del sistema. Finalmente, la “ingobernabilidad” caracterizada por la disolución de la relación de gobierno.

      Es importante recordar que en el marco la crisis de gobernabilidad, contextualizada en la década de los años setenta, se avanzaron propuestas de solución en el marco del neoliberalismo. En principio, se implementaron distintas políticas y estrategias para reducir la actividad de los gobiernos y los recursos invertidos en servicios públicos con el propósito de alcanzar el equilibrio fiscal, receta necesaria ante las dificultades para ampliar la presión tributaria. La segunda receta estuvo dirigida a reducir las expectativas sociales y las demandas, presentando a la sociedad un horizonte de bajas perspectivas en la continuidad del Estado de Bienestar; era un fin de ciclo y, por tanto, debían ajustarse las esperanzas de bienestar a las nuevas condiciones impuestas por los equilibrios del mercado. Finalmente, la receta de reconvertir al Estado para tornarlo más eficiente, simplificando sus procedimientos burocráticos y volviendo más ágiles los procesos de toma de decisiones; esta propuesta finalizó en ensayos tecnocráticos que no lograron establecer un nuevo paradigma para reducir las discrepancias entre las demandas crecientes y de mayor complejidad que plantea la sociedad y la escasez de recursos que caracteriza a la crisis fiscal del Estado capitalista.

      Sobre la crisis del Estado se ha escrito mucho, sobre todo a partir de los desajustes irreversibles que se produjeron a mediados de los setenta y que siguen marcando las dificultades para conciliar crecimiento económico con democracia y bienestar de las sociedades. Como vimos precedentemente, la tesis de la “sobrecarga” plantea la crisis necesaria del Estado como consecuencia del proceso inflacionario impulsado por lo que Huntington denomina como “excesos democráticos”. Sin embargo, es precisa otra mirada de naturaleza estructural sobre la crisis del Estado.

      Tanto Habermas como C. Offe plantean que la crisis del Estado no puede plantearse de un modo coyuntural; por el contrario, se trata de una crisis estructural que afecta a una clase particular de Estado: el Estado capitalista en su fase tardía. Esta crisis pone de relieve los límites a las capacidades políticas de los gobiernos para resolverla, ante la articulación de las estrategias sociopolíticas que mantienen el sistema de intercambios económicos hegemónicos.

      - El sistema económico no crea en la medida necesaria valores consumibles.

      - El sistema administrativo no genera en la medida necesaria opciones racionales.

      - El sistema de legitimación no aporta en la medida necesaria motivaciones generalizadas.

      - El sistema sociocultural no aporta en la medida necesaria una motivación para la acción.

      En otras palabras, la dinámica de la crisis que opera en el sistema económico está determinada por la contradicción básica entre las aspiraciones de bienestar y expansión del consumo social, contrapuestas al hecho de la apropiación privada del beneficio capitalista. Esta situación presiona por un desplazamiento hacia la intervención del poder político que resulta insuficiente para restablecer el equilibrio socioeconómico, sobreviniendo la crisis de legitimidad y los efectos desestabilizadores a nivel del sistema político.

      Por tanto, la crisis del Estado no es crisis del Estado como forma de organización, sino de una de sus formas de organizarse. Se trata de una “crisis de contenido”, de cómo se distribuyen los recursos, de cómo se ejerce el poder y de cómo logra legitimarse. Asistimos al desarrollo de un sistema capitalista a escala global que, a través de su dinámica de flujos e intangibles, está generando una desterritorialización de la riqueza y el consecuente desplazamiento del Estado, que pierde control sobre la economía, la soberanía monetaria y crediticia, agregado al drenaje de recursos que supone la evasión fiscal y la volatilidad de los flujos de divisas.

      Aun no existe una respuesta alternativa para la observación precedente, no obstante, no podemos ignorar que la globalización implica una compleja serie de transformaciones estructurales que afectan a la economía, las sociedades, la política y la cultura. La globalización no se limita al funcionamiento del mercado en el contexto de una dinámica económica “ingrávida”, también implica la presencia de una lógica informacional que multiplica la concentración del conocimiento, la riqueza y el poder, en una dialéctica totalizadora que reproduce la exclusión social y los efectos disociadores en los espacios locales y nacionales.

      En este orden de ideas, importa sobremanera la naturaleza y el comportamiento de los actores políticos. La democracia de nuestros días tiene un problema funcional en la medida que los partidos políticos tienen sobradas dificultades para aglutinar las preferencias de los ciudadanos; la práctica política circula por coaliciones electorales o parlamentarias crecientemente inestables, dificultando a los gobiernos la formación de los consensos, al tiempo que aparece la tentación de imponer decisiones y de ejercer el poder de veto en forma más o menos generalizada.

      En efecto, la debilidad de los partidos conduce a un debilitamiento en la práctica de la negociación y los actores suelen tender a una dinámica de confrontación suma cero. Sin embargo, en estos procesos, el que gana no se queda con todo, en la medida que los recursos para mantener la disciplina política se vuelven escasos o las expectativas crecen más rápido que las posibilidades de satisfacerlas. La “democracia delegativa” caracterizada por las investigaciones de Guillermo O’Donnell tiende a la concentración del poder y también a la aparición del “clientelismo”, el “oportunismo” e incluso el “transfuguismo”, como prácticas de acumulación de poder político.

      Como afirma Sartori, por mucho tiempo, el liberalismo y la democracia formaron parte de una simbiosis, pero hoy asistimos a algo más que a un mero achicamiento del Estado o al desprendimiento de funciones públicas para su gestión por empresas privadas: nos enfrentamos a una fuerte despolitización, a un achicamiento de la “res publicae”, lo cual implicará una menor calidad de la democracia y menos participación autónoma de los sujetos sociales.

      Los nuevos modos de expansión de la participación social, canalizando expectativas y demandas de alta complejidad para su abordaje por los gobiernos democráticos, está poniendo de relieve la necesidad de pensar el desarrollo de las democracias en contextos de profundas transformaciones. La diversidad de estructuras representativas y de nuevos actores colectivos está requiriendo otra calidad para el funcionamiento democrático.


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