Juventudes indígenas en México. Tania Cruz-Salazar
que definieron sus problemáticas. Para la antropología fue distinto, eran los sujetos y sus subjetividades los que más interesaron y, en México, generalmente fueron los varones adultos o viejos —campesinos, líderes, shamanes, curanderos, rezadores y acasillados— los protagonistas de las etnografías; las mujeres, los jóvenes y los niños quedaron relegados (Feixa, 2005). Esto abonó al desconocimiento de ciclos vitales, roles y normas asociados a grupos de edad que quizás no estaban claramente diferenciados entre algunos pueblos indígenas como hoy en día.
Distintas miradas tomaron lugar en los noventa, a través de las que se entendía a las juventudes más allá de la edad y pluralizando sus identidades, lo cual dio pauta a definir esta etapa como una construcción sociocultural que explica varias maneras de ser joven desde una compleja producción cultural1 en diálogo con sus culturas parentales y sus grupos de pares (Margulis y Urresti, 1998). Bajo este enfoque, el de culturas e identidades juveniles, se condujo gran parte de las investigaciones en los últimos cuarenta años en México (Feixa, 1998; Nateras, 2002; Reguillo, 1991; Urteaga, 1998; Valenzuela, 2000). La mayoría de estos trabajos fueron primordialmente realizados con varones urbanos, estudiados por su condición gregaria, su sentido contestatario y, sobre todo, su capacidad de agencia. La relación de los estudios de juventudes con la cuestión étnica ha sido una discusión más reciente que produjo muchos cuestionamientos de variados niveles analíticos, tratando de explicar la juventud en los grupos indígenas como una etapa apenas re-conocida no solo por la academia, sino por las mismas etnias (Pérez, 2011; Urteaga, 2008). La perspectiva de las identidades o culturas juveniles en las grandes ciudades obvió el carácter étnico porque no fue central, y algunos autores usaron el “paraguas étnico” para la noción de “indianidad” como asidero étnico-nacional cargado de marginación por el pasado colonial.
Tres aspectos importantes que Pacheco (1999) señaló para el re-conocimiento de la juventud indígena en México fueron: el crecimiento demográfico de la población indígena, especialmente de la juventud, las fallas del sistema educativo enfocado en la castellanización de la población indígena en edad escolar y la nueva ocupación jornalera agrícola de los jóvenes indígenas debido a la reindustrialización mundial. Urteaga (2008) abonó a dicha discusión apuntando que el crecimiento demográfico juvenil en México era generalizado, que la migración se había afianzado y diversificado, que la participación de la juventud en la cultura de la migración era clave para entender y explicar los flujos étnicos y juveniles, que el curso de la secundaria se había vuelto obligatorio y que la llegada de la telesecundaria y los medios de comunicación —radio y televisión— a las comunidades indígenas había sido decisiva para la emergencia de “algo que puede denominarse período juvenil entre la población étnica que habita en los pueblos como en las ciudades” (Urteaga, 2008:7).
En 2002 Pérez abrió una discusión de orden epistemológico en la que señaló el reto central para los estudios de lo juvenil indígena: desnaturalizar la noción de joven indígena desde una visión histórica que evidenciara la carga heteroimpuesta por la Colonia. Los “indígenas” como una clasificación, a decir de la autora, definen una identidad homogénea que es asimétrica, desigual y discriminada. Si se traza la trayectoria de la categoría, se entienden las razones por las que la mayoría de los llamados pueblos indios o indígenas se desmarcan de esta, pues su autodenominación se edifica a partir de otros asideros étnicos: territorio, lengua, visión de mundo. Entender los contenidos semánticos y los significados culturales para cada pueblo ayuda a desenmarañar los tejidos que guarda la noción de joven indígena, permitiendo también usarla como categoría analítica para estudiar la diversidad juvenil y las prácticas que definen las identidades de las y los muchachos de cada pueblo.
En la misma tónica, Feixa y González (2005) señalaron que el sesgo etnocéntrico y la falta de enfoque diacrónico y transcultural con que se realizaron las investigaciones no permitieron dar cuenta de lo juvenil entre los pueblos indígenas. Los puntos que ellos encontraron cruciales fueron: 1) el supuesto de que la mayoría de la población latinoamericana inicia su vida laboral y sexual a temprana edad por su extracción socioeconómica, lo que explicaría la omisión sociohistórica de la infancia y la juventud, así como la ausencia de comunidades de estudios sobre infancia (infantólogos) y juventud (juvenólogos) de modo separado; 2) la emergencia de las juventudes urbano-populares y su estudio en los ochenta, como antesala de las juventudes indígenas y rurales de los noventa en los procesos de modernización e hibridación cultural, y 3) la desatención de los estudios socioculturales por la dimensión generacional debido a los enfoques utilizados para estudiar a las comunidades indígenas campesinas y rurales. La antropología latinoamericana, y en especial la mexicana, han reproducido el adultocentrismo, la gerontocracia, el estatismo,2 el sexismo, el racismo y el colonialismo, al no desnaturalizar la representación hegemónica de la juventud occidental masculina urbana de clase media no indígena. Por ser un constructo de la modernidad —siglos XVIII y XIX— la juventud necesita ser cuestionada, relativizada y superada para entonces acercarse a sociedades fuera de la lógica “moderna occidental” y desmantelar lecturas estáticas y estériles, como la del “indígena tradicional y cerrado” (Foley y Holland, 1996).
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En los últimos veinte años, los trabajos sobre jóvenes indígenas en México usan la categoría “joven/es indígena/s” desde lo humano y social para estudiar la condición juvenil y étnica en la que transitan estos muchachos. Hablan de la marginación, la vulnerabilidad, la interculturalidad y la globalización (Pacheco, 1999). Emplazan al sujeto joven indígena en un entramado de condiciones estructurales desventajosas, luchando por integrarse a nuevos espacios socioculturales o por vivir en espacios comunitarios alejados de las ciudades y privados de salud, educación y medios de comunicación. La clásica asociación del campo o la comunidad al espacio cerrado y conservador reproduce la visión estática y paternalista sobre el grupo indígena.
Otros estudios documentan lo juvenil a partir de elementos que unifican y delimitan edades sociales entre los indígenas que habitan en las ciudades o que regresan de estas a sus territorios de origen, siempre comparando el antes y el ahora, o bien a las generaciones previas con las actuales. En esta reflexión aparecen la migración y la educación como experiencias detonadoras de juventud en las que regularmente la especificidad étnica se registra mediante la resignificación cultural (Urteaga, 2008; Cruz-Salazar, 2009; París-Pombo, 2010).
Otra línea de investigación reciente es la concerniente a procesos de “resiliencia o resistencia” juvenil frente a la violencia o esclavitud estructural. Fruto de este eje analítico fue la participación e intervención política que tomó y expuso a lo indígena como estandarte a través de movilizaciones sociales, producciones, resistencias, revitalizaciones e intervenciones culturales (Ruiz, 2015; López-Moya, Ascencio y Zebadúa, 2014). Las resistencias y las acciones políticas para la defensa de territorios y saberes ancestrales se nutrieron del orgullo étnico que resultó en la bandera para mostrarse y reclamarse un espacio como jóvenes con los mismos derechos que los demás no indígenas y no jóvenes (Aquino, 2009; Negrín Da Silva, 2015).
Estudios contemporáneos han documentado etapas, procesos, fases y transiciones juveniles sin ser estos los objetivos centrales de los trabajos. Desde la lingüística, la educación, la historia y la psicología existen estudios recientes que abonan a esta línea de investigación, en donde ciertos aspectos culturales, ritos de paso y elementos identitarios definen etapas del transitar juvenil indígena (De León, 2005). Lo anterior reafirma la necesidad que Feixa y González (2005) señalaron acerca del uso de enfoques diacrónicos y transculturales para reconceptualizar las infancias y juventudes latinoamericanas.
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En 2008 Diana Reartes y mi persona coordinamos el primer seminario de estudios: “Jóvenes, Identidades y Culturas” en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS-Sureste), en el que entonces agrupamos a estudiantes de maestría que trabajaban sobre la temática. El resultado de aquel esfuerzo fue un