La diferencia de los sexos no existe en el inconsciente. Miquel Bassols

La diferencia de los sexos no existe en el inconsciente - Miquel Bassols


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uníos a nosotres! ¡Fabriquemos juntes una salida!”. Ibíd., p. 104.

      3- Ibíd., p. 71.

      La palabra “monstruo” tiene en nuestras lenguas una distinguida etimología. Deriva del término latino monstrum que tenía un sentido explícitamente religioso. Denotaba antaño un prodigio, un suceso sobrenatural –un hombre de dos cabezas, por ejemplo–, un acontecimiento que era el testimonio de una señal de los dioses. Desde el ámbito de lo más sagrado, el “monstruo” se desplazó después al sentido más genérico que tuvo en el romanticismo. Los escritores latinos no dejaban de evocar, sin embargo, el eco religioso de este término: “monstrat futurum, monet volutatem deorum”, el monstruo muestra el futuro y advierte de la voluntad de los dioses. Era, pues, un signo que los seres humanos deben saber respetar porque transmite un mensaje sagrado que debe ser descifrado. El “monstruo” –de monere– avisa, advierte de lo que está por venir, sus palabras tienen virtudes premonitorias. Por otra parte, “monstruo” se emparenta con el monumentum, con “lo que recuerda”, lo que conmemora algo, y se dirige así también al pasado. Comparte etimología con “mostrar” y “demostrar”. El monstruo está hecho para mostrarse, para exhibirse, porque sin un público dejaría de ser monstruo. Se acerca y se muestra al otro para causarle horror y alejarlo de su lado. Es en este acto de mostración que produce los efectos llamados apotropaicos (de αποτρέπειν, “alejarse”). Se acerca al otro, pero es para alejarlo de su lado. Es el ser fantástico que se presenta para causar espanto, como la cabeza de Medusa que el guerrero griego llevaba grabada en su escudo para intimidar y defenderse de su adversario. El monstruo, sin embargo, ha perdido ya hoy buena parte de estas virtudes divinas. Si buscamos en Google las imágenes que responden a “monstruo”, nos encontramos con una cascada de dibujos estilo pokemon rodeando a un solitario e inverosímil ser del que un largo cuello emerge de las aguas del lago Ness, un ser que no anuncia ya nada nuevo. ¿Convendrá devolverle pues aquella perdida virtud premonitoria? Puede estar anunciando los rasgos más escondidos del sujeto que es ya nuestro contemporáneo. Pero si dirige su discurso a una “academia de psicoanalistas” es sin duda por una ironía. Los psicoanalistas no han sabido nunca hacer una Academia, en el sentido que tiene hoy esta palabra, el de un grupo de expertos, un cuerpo de expertos instituido de técnicos que dicta las normas establecidas de una profesión y se erige en una ortodoxia para la opinión pública. Dirigirse a los lacanianos como una “academia de psicoanalistas” para que salgan de su supuesta jaula “heteropartriarcal”, resulta entonces kafkiano en sí mismo.

      PBP no lo ignora. En la breve entrevista posterior a su discurso, publicada al final de este texto, distinguía muy bien la diana de sus diatribas. Allí su diana no era la Escuela lacaniana que lo había invitado a sus Jornadas para conversar. Él mismo lo hacía observar hablando de un “psicoanálisis normativo” al que quería criticar: “Es cierto que cuando digo el ‘psicoanálisis’, ya ven que no estoy hablando concretamente de ustedes, porque sé que quizás ya estén en un proceso de transformar su práctica. Pero me refiero a los textos fundacionales del psicoanálisis y la institución psicoanalítica dominante”. ¿Y cuál es esa “institución psicoanalítica dominante”, esa institución que no sería la Escuela lacaniana? PBP no lo dice ni lo evoca en ningún momento de su discurso y pone sin avisar a todos en el mismo saco, añadiendo además en él a la “psicología normativa”, a “la psiquiatría autoritaria”, y a todo lo que suene a “psi” en una ensalada de gustos contrarios. Pero después en su libro cambia decididamente una pieza del tablero por otra, y en lugar de “la institución psicoanalítica dominante” coloca única y exclusivamente a la Escuela lacaniana (la ECF) como la diana de su discurso: “Discurso de un hombre trans, de un cuerpo no-binario, ante la École de la Cause freudienne de Francia”. Es la primera sorpresa fundada en una suposición: –No estoy hablando de ustedes cuando les estoy hablando a ustedes, a ustedes que no son “la institución psicoanalítica dominante”. Pero finalmente “ustedes” son lo mismo que “la institución psicoanalítica dominante”. Pero ¿cómo va esto? Un pase de manos y ¡ale hop, aquí está el conejo! Por poco que nos despistemos, ya no sabemos exactamente de quién está hablando ni a quién se está dirigiendo realmente PBP con su discurso a la Academia de psicoanalistas. Seguro que no se trata de la misma “dominante”, si se me permite el excurso al lenguaje musical, porque la ECF tiene una música totalmente distinta de la que PBP atribuye después al psicoanálisis y a la otra serie de discursos con los que quiere encerrarlo en la misma jaula.

      1- La metonimia es uno de los mecanismos por excelencia del discurso, la utilizamos e incorporamos –en todos los sentidos de la palabra incorporar– a nuestros modos de vivir sin darnos cuenta. Cuando alguien dice, por ejemplo, que “a las redes sociales les interesa el ruido y la crispación” –leído hoy mismo en un periódico– está haciendo, en el sentido analítico y retórico del término, una metonimia que pasa, a las redes sociales precisamente, como una evidencia incuestionada: toma una parte por el todo, elide un elemento –un sujeto particular– y lo hace aparecer desplazado a otro elemento como atributo de un supuesto sujeto general. Las “redes sociales” no son nadie en particular, es un saco en el que podemos poner cosas muy diversas y de muy difícil definición. Pero, por lo mismo, podemos atribuirle un sujeto supuesto tomando un rasgo particular y haciéndolo extensivo al conjunto del saco. Añadiendo, a sabiendas o no, “ruido y crispación” en el saco. El saco o la jaula, son lo mismo.

      ¿Por qué querer encerrar al psicoanálisis de orientación lacaniana en la jaula heteropatriarcal que segregaría a todo lo que no fuera heterosexualidad, a todo lo que se sitúa en el campo de la homosexualidad, de lo queer, de lo “trans”, un trans que quedaría encerrado entonces en otra jaula? Podemos encontrar numerosos contraejemplos, tan cercanos como la campaña lanzada en 2013 por Jacques-Alain Miller y la propia ECF a favor del llamado “matrimonio homosexual” que provocó escándalo en las filas biempensantes de la moral sexual, francesa o no, y también de algunos psicoanalistas. Conocemos la crítica del propio PBP a la idea misma de matrimonio –”¡no se casen más, por favor!”, este sería otro capítulo del debate–, pero digamos al menos que pleitear a favor del derecho de los y las homosexuales al matrimonio no es algo necesariamente excluyente o segregativo. Con todo, podemos seguir todavía más hacia atrás, hasta mucho más atrás, hasta llegar a aquella carta de Sigmund Freud, fechada nada menos que en 1935, respondiendo a una madre norteamericana que le escribía aterrada para pedirle consejo sobre el “monstruo” que acababa de encontrar en su propia familia y que ella misma no podía llegar a nombrar:

      Estimada señora,


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