El árbol del inglés. Roger Wolfe

El árbol del inglés - Roger Wolfe


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no he visitado,

      y Gibraltar, pequeña y lejana, pero presente

      en el brillo azul del agua,

      y un gigantesco y despejado

      y liso cielo azul sin nubes.

      Nunca he visto una más serena luz que esta...;

      inmensurable luz mediterránea

      de clásica belleza,

      por encima de un pequeño mundo.

      DOCTOR ARCE

      La calle —que acabo de fotografiar—

      se llama del Doctor Arce.

      No sé quién sería

      el facultativo; tendré que consultarlo

      (una de las cosas que me gustan

      de sacar fotografías callejeras

      es que al mismo tiempo descubro la intrahistoria

      de los sucesos y los seres que dan nombre a las vías).

      En todo caso, ese apellido —‎Arce—

      no podría ser más frondoso y sugerente.

      En este banco en el que estoy sentado

      leí, hará cerca de un año, páginas divinas

      del inmortal Manzoni: sublimes páginas

      de I promessi sposi. Delicioso novelón;

      y mucho más que eso.

      Ahora apuro un cigarrillo

      bajo los mismos plátanos

      y disfruto de la honrada inteligencia

      del George Orwell ensayista.

      De cuando en cuando detengo la lectura

      y alzo la vista para escrutar con lánguido deleite

      el paisaje urbano, y su paisanaje.

      Es viernes por la tarde. Es la hora

      de la sobremesa. Hay poca

      gente por la calle, y pocos coches.

      Voy a fumarme un segundo cigarrillo

      antes de irme para el metro.

      Pienso de repente, en súbita

      proyección hacia adelante,

      en el vagón; me veo ya sentado

      entre esa otra rala multitud

      de final de la semana laborable

      que regresa, inquieta o fatigada,

      a sus destinos y a sus casas‎,

      mientras seguimos todos juntos,

      y cada cual por separado,

      con nuestro breve y milagroso viaje‎.

      DON HIPÓLITO Y EL GRIEGO

      Hoy me dice

      mi amigo don Hipólito

      que la vida nos quita

      pero también nos da;

      que cada vez que nos quita algo

      nos suele luego compensar.

      Es el «Dios aprieta,

      pero no ahoga»,

      en versión de andar por casa.

      Yo creo firmemente

      en la Ley de las Compensaciones.

      Así lo llamo yo.

      Todo en el universo

      está en sutilísimo equilibrio.

      Ya dijo, ¿quién fue? —ahora mismo

      no me acuerdo—, un griego,

      que si le dábamos una palanca

      y un punto de apoyo

      (un fulcro, para ser exactos)

      él movía el mundo.

      El mundo se mueve

      en lentas y a veces no tan lentas

      oscilaciones de suave penduleo.

      El mundo es un metrónomo.Y el mundo es un reloj.

      La vida nos quita

      y la vida nos da:

      quita, da; quita, da; quita, da…

      Al final todo se compensa.

      Al final ocupa todo su lugar.

      DOS VIDAS, DOS VIAJES

      Es interesante hacer una lectura comparada de Luis Cernuda y de Cesare Pavese: dos solitarios melancólicos; dos fantasmas venidos de otro mundo que parecen deambular, con paso triste y cansino, por este; dos seres encerrados en la mónada de su propia angustia, encarcelados en la soledad, atenazados por el anhelo imposible. Dos seres cautivos, llenos de tristeza y desamparo, pergeñadores de hermosísimos versos y de no menos hermosas prosas.

      Uno de ellos murió en México, repentinamente, de un ataque al corazón, cuando curiosamente había recuperado algo de esperanza y vislumbraba, a través de la frágil luz naciente del amor, una posibilidad de resurrección, como queda expresado en el penúltimo poema de Variaciones sobre tema mexicano.

      El segundo, Cesare Pavese, muere en Turín, en una habitación de hotel, en 1950, tras anotar aquellas famosas palabras en un trozo de papel: «Basta ya. Todo esto da asco. No escribiré más. Un gesto»; y a continuación, a la mañana siguiente, como dice Juan Luis Panero en el poema que le dedica a la muerte del italiano, «Cesare Pavese no pidió el desayuno».

      Si han existido dos seres heridos por la falta de amor, han sido sin duda ninguna Luis Cernuda y Cesare Pavese.

      Me gustaría ir a México algún día, y visitar el lugar que fue la última morada de Cernuda. El poeta vivió en Ciudad de México, en un barrio llamado Coyoacán, que creo que es delicioso, y que debe de seguir siendo bastante parecido a como era en tiempos de Luis Cernuda.

      Y luego —aunque yo ya he estado en el Piamonte, en territorio del autor de «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos»—, volver de nuevo a Italia, y peregrinar a Santo Stefano Belbo, el pueblo norteño de Pavese, que en mis anteriores estancias en el país de la bota no tuve ocasión de conocer.

      Son dos viajes. Quizá, como tantas otras veces, tenga que hacerlos circulando alrededor de mi cuarto; y quizá, quién sabe, sea esa la mejor forma de hacerlos...

      Luis Cernuda, Cesare Pavese; aquí reunidos, en la incierta intensidad de esta tarde de junio, en Madrid: cielo ligeramente encapotado; temperatura templada, de verano incipiente y todavía un tanto fresco. Si ahora se pusiera a llover, el broche final de estos párrafos sería perfecto.

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