El liceo en tiempos turbulentos. Cristian Bellei
Esto tampoco es privativo de nuestro sistema educacional. En Europa, la mitad de los países tiene esta misma diferenciación curricular, y su preocupación permanente es cómo evitar que ésta se convierta en una segmentación socioeducativa. Un debate clásico a este respecto es caracterizar el modelo de formación dual alemán, en que los estudiantes de más bajo desempeño tempranamente son derivados hacia la educación vocacional, que se realiza principalmente en las empresas, como más eficiente, pero más inequitativo que el modelo norteamericano de liceo general y comprehensivo, que aspira a ser común y en cierto modo pre-universitario para todos (Kerckhoff, 2000; Dupriez, 2010).
La diversidad de la experiencia liceana va mucho más allá de la segmentación HC/TP de su currículum. En el libro The Shopping Mall High School, sobre los establecimientos secundarios norteamericanos de mediados de los 1980s, los autores muestran cómo la masificación de la secundaria y el intento por acomodar a la diversidad de estudiantes en un liceo común derivó en una gran variedad de opciones y personalizaciones de la carrera secundaria, al punto de que para muchos estudiantes es posible graduarse eligiendo siempre asignaturas poco exigentes (Powell, Farrar y Cohen, 1985). Al otro lado del Atlántico, Francoise Dubet, en Les lyceens, dio un paso más y relacionó las diferentes experiencias de los jóvenes en el liceo con su origen y destino de clase social, distinguiendo así entre los «verdaderos» liceístas provenientes y herederos de la elite; los «buenos» liceístas que conformarán las clases medias profesionales sin aspirar a sobresalir pero sí a mantenerse en un nivel adecuado de logro e integración social; los «nuevos» liceístas que viven la ilusión de un ascenso social cuando en verdad ocupan la posición relativa más deprimida, porque acceden a liceos marginalizados; y los «futuros obreros» formados en la secundaria «profesional» que es en verdad la formación de más bajo prestigio pero con el futuro cierto de ir directamente al trabajo (Dubet, 1991). Así, por diseño o por defecto, la secundaria resulta obstinadamente diversa, pero internamente muy estratificada, rasgo igualmente histórico en Chile (Salas, 1930).
Ciertamente, las escuelas también son diversas y desiguales, pero de un modo más convergente que los liceos; están todas en un mismo continuo: la alfabetización en lectoescritura y matemática, y el desarrollo de capacidades genéricas de aprendizaje y sociabilidad. La masificación no alteró fundamentalmente la misión de la escuela, y aunque hay entre ellas importantes diferencias de «calidad», son todas grosso modo similares en su estructura curricular e institucional. Los liceos son en cambio instituciones más complejas y diferenciadas entre ellas y también internamente, porque requieren organizar un currículum más amplio y especializado, lo que hace que los sistemas educacionales tiendan a concentrar recursos en menos establecimientos para satisfacer los requerimientos curriculares de la enseñanza secundaria. Esto provoca que el espacio geográfico del que provienen los alumnos sea también más amplio y más heterogéneo que en el caso de las escuelas primarias, por lo que su base comunitaria tiende a ser más débil. Adicionalmente, la necesidad de educadores especializados facilita que las culturas profesionales y académicas del campo de origen se cuelen a través de los docentes, muchos de los cuales tienden a sentirse más cercanos a los científicos de profesión, los literatos, o los técnicos del oficio, que a los colegas docentes con los que comparten alumnos, pero no disciplinas. Todos estos elementos liceanos configuran para los estudiantes una primera aproximación al «mundo exterior» de los adultos para el que se preparan: el laboratorio de ciencias HC anticipa la Universidad como el taller TP anuncia la empresa. Uno de los hallazgos más interesantes de nuestro estudio es que algunos liceos en Chile se han estado asimilando a las escuelas básicas, perdiendo este rasgo histórico.
El hecho de que la escuela prepare para seguir en el sistema escolar y el liceo para salir de él, hace una diferencia muy importante a la hora de observar la capacidad de estas instituciones de mantenerse «relevantes» para sus respectivos públicos. Las organizaciones que «reciben» a los graduados de los liceos son mucho más autónomas e institucionalmente lejanas. Por un lado, la educación postsecundaria crecientemente diversificada y con muy pocas conexiones con el sistema escolar en Chile; por otro, el mundo del trabajo, fuertemente segmentado, diverso y cada vez más rápidamente cambiante; y ambos campos (educación postsecundaria y empleo) predominantemente privados. Mantenerse «al día» para satisfacer a semejante collage de públicos –que no pocas veces demandan prioridades contrapuestas– es una tarea objetivamente difícil. Mucho más abordable es responder a un plan de estudio definido por el Mineduc y preparar a los estudiantes para rendir ciertos tests. No es de extrañar entonces que el liceo chileno lleve tanto tiempo «atrasado respecto de su sociedad» y sea acusado tan recurrentemente de anacrónico. El liceo como faro del progresismo intelectual y social que describe Sol Serrano (2018) en su reciente ensayo, se limita a las décadas del apogeo mesocrático entre los 1930s y 1960s, justo antes de que se hiciera masivo.
Un último aspecto que merece mencionarse en este breve esbozo de complejidades liceanas es que, especialmente desde la década de los 1960s en adelante, los jóvenes y más recientemente los adolescentes han producido una «cultura juvenil», distinguible y en muchos aspectos opuesta a la del mundo adulto, particularmente a la que transmite la educación institucionalizada. La sociología advirtió esto muy tempranamente, cuando Talcott Parsons en 1942 inauguró el concepto de «cultura juvenil» y estableció la seminal visión conservadora sobre la juventud, mostrando cómo en la sociedad contemporánea ese interregno entre la infancia y la adultez no era solo espera, sino creación, pero claro, una creación marcada por la irresponsabilidad que permite precisamente el ser estudiante, orientada por el deseo de «pasarlo bien», anti intelectual, motivada por la apariencia, la atracción sexual y los vicios. La enorme masificación de la experiencia liceana tuvo el efecto paradojal –según el clásico análisis posterior de James Coleman (1961)– de producir las condiciones para que emergiera y se fortaleciera una verdadera «sociedad adolescente» cuyo rasgo cultural básico es distanciarse de las exigencias adultas de la educación formal. El liceo tendría así una labor titánica, porque su estructura de valores es opuesta a la de la cultura juvenil en que habitan las nuevas generaciones. La caudalosa juvenología que vino después no ha hecho sino insistir en esta idea del divorcio (insalvable en los marcos actuales, insisten casi todos los autores) entre «cultura escolar» y «cultura juvenil», incluyendo los estudios en Chile (Edwards et al., 1995; Assaél et al., 2000).
Incluso si uno no va tan lejos con esta aproximación culturalista, lo cierto es que la población estudiantil de la secundaria tiene oportunidades reales más allá de la asistencia a la educación formal: entrar al mundo del trabajo, conformar una familia, compartir con el grupo de pares; y todas ellas ejercen un polo de atracción permanente y creciente en el tiempo, que compite con la educación (sobre todo si ésta resulta poco significativa o poco estimulante), haciendo la deserción una alternativa, más fuerte para quienes tienen menos recursos o han sido maltratados por el sistema educacional. En cualquier momento el joven «se vuelve adulto», especialmente si es pobre. La sombra de la deserción temprana del sistema escolar es un recuerdo permanente de que en educación los procesos históricos no son tan acumulativos como parecen, la inercia mecánica no funciona, y motivar para mantenerse estudiando es un desafío siempre nuevo, cohorte tras cohorte, y en último término, una experiencia individual. En una época en la que terminar el liceo parece obvio y seguir estudiando en la postsecundaria comienza a ser la norma, el costo personal de abandonar el liceo crece enormemente para el grupo cada vez más reducido que lo hace. Hay que quedarse entonces, incluso si no hace sentido, si no motiva. El credencialismo (i.e. la tendencia a exigir y obtener cada vez más diplomas educacionales en la sociedad) es vivido así por muchos como un rito y por no pocos como una condena. Para los liceos, esto es un enorme desafío no sólo pedagógico, también organizacional, motivacional y para la convivencia.
En el caso chileno, el protagonismo estudiantil agrega la dimensión política. La organización de los estudiantes secundarios tiene larga historia en nuestro país, con centros de alumnos y elecciones democráticas, bajo el liderazgo de los liceos públicos experimentales desde los años 1930s. También tiene historia la protesta social de los secundarios, llegando incluso al desborde y la violencia de masas, como recuerda Pedro Milos en su estudio sobre el 2 de abril de 1957, en que pusieron en jaque al gobierno del general Ibáñez, o a la desobediencia valiente durante la dictadura de Pinochet (Milos, 2007). Pero