Sebastián Sichel. Sin privilegios. Rodrigo Barría Reyes

Sebastián Sichel. Sin privilegios - Rodrigo Barría Reyes


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para armar la sede y diseñar tarjetas de identificación para los integrantes. Ahí, Sebastián ejercía el rol de presidente eterno y un rígido evaluador de las pruebas que debían pasar los postulantes a la vicepresidencia del conglomerado infantil.

      En la práctica, Iglesias era un viejo chico, algo mandón y aglutinador. Un infante que en vez de gastar la escasa plata que alguna vez tenía en sus bolsillos en alguna golosina o bebida encontraba más placer en la lectura de algún diario o cualquier libro que llegara a sus manos.

      El menor era una mezcla de cuerpo que se desarrollaba rápido, carácter fuerte y personalidad introvertida, especialmente respecto de sus emociones. Un silencio y reticencia que mucho tenía que ver con la idea de llevar adelante una vida lo más normal posible para que así el resto lo viera como un niño más. Un intento de forzada proyección de normalidad que, sin embargo, escondía una dura batalla interna por hacer a un lado la pesadilla diaria que vivía puertas adentro.

      En medio de esa familia el sello distintivo, más que la pobreza, era la disfuncionalidad. Sí, porque más que carencia de recursos o pobreza dura, lo que marcaba la vida en ese hogar era la precariedad de quienes habían decidido navegar la vida de esa manera. Mamá y papá encubierto así lo habían decidido por voluntad propia. Un estilo de vida hippie con ganas de perpetuarse por siempre, donde el trabajo formal era una rareza y en donde las pertenencias materiales asomaban como lujos innecesarios. Un mundo de carencia que se contraponía con un superávit de gritos, peleas, alcohol, drogas, gente que entraba y salía, bullicio y fiestas sin fin. Todo liderado por un papá problemático y secundado por una madre que optó por seguir el ritmo de un marido estrafalario e imprevisible.

      En el barrio de calle Vergara el pequeño Iglesias era conocido como «tatán» aunque sus amigos más cercanos, le decían «capitán» por sus reiterados empeños de liderazgo infantil. Por entonces el chiquillo era más bien alto, con tendencia a tener kilos de más —según él por una mala alimentación basada en una mezcla de pan y leche en polvo entregada en consultorios— y con un sello que se transformó con el paso del tiempo en la huella digital de su rostro: papiche.

      Lo de la mandíbula inferior prominente es una mezcla de herencia genética y secuelas de un serio accidente que tuvo de pequeño en Concón, cuando perdió el equilibrio y salió volando de una bicicleta prestada, en un paso bajo nivel y aterrizó golpeándose el rostro contra el suelo. Se quebró la nariz y la cara quedó a maltraer. Las secuelas de esa dura caída nunca fueron tratadas como correspondía y Sichel cree que su dificultad para respirar y las complicaciones de su dentadura —uno de sus flancos médicos más débiles— tienen que ver con ese duro aterrizaje frontal en el cemento costero.

      A algunas burlas recibidas por «perón» o «papiche» se sumaron otras que para el estudiante eran más dolorosas e indignantes y que tenían que ver con lo precario de su situación material y familiar, lo que hizo que tuviera varias peleas a combos. Incluso, en el colegio en Concón, ya hastiado por los comentarios y bromas que se multiplicaban, un día se envalentonó y preguntó quién era el que le solía pegar al resto de los alumnos. Hubo unanimidad en que Hugo era el más fiero de los patios. Entonces, el niño fue a buscarlo y decidió, sin razón aparente, trenzarse a golpes. El objetivo era imponer un cierto escudo de respeto colegial e intentar detener o, al menos, aminorar la frecuencia de las burlas. «Mi entorno familiar ya era muy duro y no quería que me pasaran por encima», recuerda.

      El problema era que el escolar también debía lidiar con un cuerpo que comenzó desde pequeño a desarrollarse de manera algo desenfrenada. No había en ese crecimiento proporcionalidad ni armonía, por lo que su figura era la de un chico en expansión desordenada, en donde parecía que el cuerpo iba por un lado mientras las extremidades habían decidido ir por otro rumbo.

      Genética y tipo de alimentación parecen haber hecho su trabajo de manera conjunta en esa caótica extensión corporal. Sus kilos extras estaban basados en su precaria dieta alimenticia que incluía casi únicamente pan, fideos, arroz y papas. Una especie de menú eterno del que no se salía —ni él ni su familia— y que tenía un tono repetitivo en las preparaciones que se cocinaban en los fogones de la casa okupa.

      En el hogar todo escaseaba y por eso cada producto debía ser aprovechado al máximo. Él lo recuerda de manera especial con las papas. Se pelaban y a un lado quedaba el tubérculo desnudo y al lado un recipiente que se llenaba con las cáscaras. Primero se cocían o freían las papas y luego se aprovechaba de hacer una nueva ronda de fritura en donde se echaban las cáscaras.

      En ese ambiente, cualquier ingrediente que saliera de la rutina era apreciado como un acontecimiento mayor. Quizás por eso Sichel rememora hasta hoy una Navidad en que la madre decidió salir junto a él y obsequiarle un helado Crazy, pequeño lujo infantil contenido en un vaso plástico. Por supuesto, en esa casa, el Viejo Pascuero o el Conejo de Pascua eran personajes más bien imaginarios y ausentes para los dos pequeños.

      En Concón el niño estudiaba en el Colegio Parroquial Santa María Goretti, establecimiento fundado por un expárroco de la localidad en 1954 y que en un inicio tuvo el nombre de Escuela Particular N°111. Años después llegaron al colegio las Hermanas de la Caridad Domínicas de la Presentación de la Santísima Virgen, agrupación de activas y empeñosas monjas colombianas que dieron un renovado impulso al colegio. El establecimiento estaba justo tras la parroquia local y fue en ese lugar donde Sebastián hizo su primera comunión y hasta se convirtió en acólito.

       Quizás Sichel no sepa la importancia que tuvo, pero para su hermana Banya esas caminatas de ambos rumbo al colegio fueron de los instantes más cercanos y marcadores que ella atesora como un tiempo de complicidad junto a su hermano durante la niñez. «Si pudiera elegir el momento que más me llena el alma es el recuerdo de ir caminando con Sebastián hacia el colegio cada mañana y cada tarde, con mucho frío en invierno y él colocando sus manos heladas en mi guatita diciéndome que era una estufita. Es realmente una tontera, pero son instantes que se graban en la mente de una niña de cuatro años», recuerda Banya desde España.

      El entonces estudiante fue de alguna manera «adoptado» por esas religiosas que conocían el complejo ambiente familiar que el alumno Iglesias enfrentaba en el hogar. No se trataba, sin embargo, de que la realidad de este estudiante fuera especialmente inusual. Sichel lo recuerda bien cuando una vez preguntaron al curso de más de cuarenta alumnos quiénes tenían padres profesionales. Apenas dos manos se levantaron y una de ellas era de un estudiante argentino.

      Pero hubo algo que las religiosas vieron en Sichel que las llevó a apañarlo de manera especial. Era un buen alumno, cercano a las monjas y a los profesores, lector voraz y empeñado en participar y sacar adelante las distintas actividades que el establecimiento organizaba. Académicamente comenzó a destacar en ciencias sociales y matemáticas. Por eso, poco a poco, monjas y profesores comenzaron a potenciar las capacidades de un niño que ya empezaba a destacar entre los demás.

      Charao y Figueroa fueron sus dos mejores amigos en esa época. Fue con ellos que en 1987 vio y celebró el triunfo de Cecilia Bolocco como Miss Universo después de meterse «a la mala» en una casa de veraneo vacía. Y fue en los patios de esa escuela de Concón donde el niño tuvo su primer pololeo. Fue en quinto básico, cuando el pequeño le dejó una sentida carta más el regalo de una foca de lana —que le había tejido su mamá— en el banco de la compañera que le gustaba. Ella le devolvió un «sí» a través de otra misiva formal.

      Su paso por este establecimiento de la Quinta Región no solo fue un refugio y una importante represa de contención emocional para el niño, sino que también fue el lugar en donde Sichel comenzó a valorar la prédica del mundo católico y la acción efectiva en que podía convertirse ese cúmulo de buenas intenciones que usualmente solo quedaban en rezos y oraciones a Jesús y María.

      Este vínculo fue porque las monjas no solo oraban puertas adentro, sino que tenían una fuerte presencia social con los vecinos y las organizaciones comunitarias, por lo que el trabajo práctico de ayuda y mejora concreta en la vida de la gente se proyectaba mucho más allá de las panderetas del recinto educacional. Así, el escolar fue testigo directo de esa coherencia, uno de los motivos que, años después, explicarían su acercamiento con el catolicismo de base y comunitario. Y fue probablemente


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