Sebastián Sichel. Sin privilegios. Rodrigo Barría Reyes
—y que no se queda en el hecho de conocer y poder cantar hoy el himno de Colombia—, su paso por Concón fue marcada por dos hitos que le ayudaron a descubrir, décadas después, quién era realmente.
El primero fue cuando, ya hastiado por el trato que recibía su mamá, decidió enfrentar a su «padre». Lo hizo tomando un palo para frenar una agresión que estaba soportando su progenitora. El otro hito fue cuando supo, mientras esperaba en una fila de un servicio público regional, que el hombre que vivía en esa casa okupa, en realidad, era un personaje postizo y que no era su padre biológico.
Décadas después, siendo presidente del BancoEstado, Sichel pasó por esa vieja casa ubicada en calle Vergara. La residencia que de niño le parecía enorme, ahora se le asomó como un lugar extrañamente pequeño. Y ahí, los nuevos propietarios le mostraron algunas fotos antiguas que habían encontrado de manera fortuita en la residencia y en donde aparecía un Sichel apenas chiquillo. Los nuevos moradores exhibieron esos registros como si fueran un pequeño tesoro que había quedado abandonado en el lugar. Para los actuales residentes era como si en esas piezas y espacios se hubiera criado alguna estrella de la música o un afamado actor.
Para Sichel, en cambio, era volver a enfrentar un espacio que no había sido benevolente y en donde la angustia, la precariedad y el temor lo había acompañado por demasiado tiempo. De hecho, cuando le preguntan por el momento más feliz de su niñez, asegura que fue cuando dejó esa casa en Concón y se instaló en el hogar de los abuelos maternos en Santiago. Como sinónimo de la felicidad que encontró con ese cambio, Sichel asegura que, más que lo material que había en esa nueva residencia —como tener agua y luz, «lujos» impensados hasta entonces en su vida—, por primera vez experimentó una verdadera sensación de tranquilidad. De alguna manera, la bomba de tiempo que parecía siempre a punto de explotar en su casa en Concón había desaparecido.
El chico, después de muchos años, por fin había encontrado la extraña certeza de que las cosas, personas y ambiente reposado con los que se acostaba por la noche iban a ser los mismos del día siguiente.
«Mi niñez terminó mucho antes de lo que hubiese querido. Se acabó a los 11 años», suele decidir Sichel al recordar en fin de esa etapa de su vida y su paso a una adolescencia-adultez prematura.
«Tranquilo hijo, que no es tu papá»
Ana María Ramírez, la mamá de Sebastián Sichel, era una adolescente común y corriente, bonita y regalona de sus papás. Vivía en el sector de Américo Vespucio con Francisco Bilbao en Santiago. Eso sí, la ubicación de la casa no tenía directa relación con la realidad económica con la que convivían. En realidad, se trataba de una familia de clase media que venía en declive. Desde hacía tiempo que estaban empobreciéndose. El abuelo materno, Guillermo Ramírez, era comerciante. Más bien era un mercader de la subsistencia.
Los negocios del abuelo de Sichel no eran bullentes locales que entregaban generosos flujos de caja. De hecho, se trataba siempre de pequeños emprendimientos pasajeros —la mayoría de las veces— o boliches de barrio —las menos— en donde solía combinarse la venta de productos básicos, como sopaipillas o golosinas y algunos videojuegos para adolescentes ganosos de gastar en fichas. Eso sí, era una persona constante, ya que estos emprendimientos, o si es que se trataba de algún local comercial, solían tener casi siempre el mismo ciclo de vida: fuerte empeño inicial, escaso retorno monetario, estancamiento y fin de la iniciativa más pronto que tarde.
Así las cosas, estas aventuras comerciales del abuelo apenas entregaban un breve lapso de tranquilidad financiera para la familia. Transcurrido algún tiempo, era seguro que el hombre debía reinventarse con un nuevo emprendimiento que ayudara un rato a mantenerlo a flote hasta el inicio de la próxima aventura comercial.
Los abuelos maternos habían construido una familia más bien tradicional y con domicilio político en el centro. En realidad, más que DC, eran admiradores del expresidente Eduardo Frei Montalva y por eso un retrato del exmandatario colgaba desde una de las paredes del hogar.
Fue en esa casa de Las Condes donde Ana María, la mayor de cuatro hermanos, se enteró que sería madre a los 17 años. Asustada, decidió no contarle a nadie y mantener el secreto el máximo tiempo posible. La táctica resultó ser impensadamente exitosa, ya que durante largos siete meses, nadie sospechó en el hogar, ni en los patios o aulas del colegio en donde estudiaba.
Hasta que la adolescente no pudo más. Era claro que su panza en expansión la delataría pronto. Así es que se armó de valor. Y decidió hablar primero con una tía. Fue ella la que se encargó entonces de transmitir la noticia a los padres de la chiquilla. Cuando se enteraron, lo primero que hizo el papá de la adolescente fue salir de la casa e ir a hablar con los padres del pololo que vivía en el mismo barrio. La conversación fue tensa y extrañamente breve:
—Mire, la verdad es que no podemos estar seguros de que nuestro hijo sea el verdadero padre de esa criatura —le contestaron los padres de «Toño», un muchacho que vivía a pocas cuadras.
—Muy bien, entonces desde ahora yo soy el papá de esa guagua. Ustedes no se acerquen ni lo busquen nunca más —les respondió en tono definitivo el abuelo antes de levantarse y salir.
Antonio Alejandro José, el padre de la criatura, se quedó en Santiago, estudió Ingeniería Forestal y luego partió a la Región del Biobío a buscar trabajo en el sector forestal. Irónico, tiempo después se casaría en el sur una mujer de nombre… Ana María. La vida de «Toño» siguió en el sur, armando una pequeña empresa de raleo que luego quebraría. Su existencia sería austera, siempre con el dinero justo y viviendo en casas que nunca fueron propias.
Con 18 años recién cumplidos, un hijo y el quiebre de las confianzas familiares, Ana María terminó su educación media en el Colegio Alexander Fleming, en las mismas salas que después ocuparía su propio hijo.
La familia de Ana María pudo aguantar el chaparrón de la inesperada cría que había llegado a descolocar ese hogar de espíritu tradicional. El golpe había sido duro. Muy duro. Por eso, tras el nacimiento de la guagua, se suponía que lo que debía venir era un período de calma y sosiego.
No lo supo en su momento Ana María, pero las cosas podían ser todavía mucho peor e irse al tacho de la basura por décadas. Todo comenzó cuando conoció a Saúl Alexander Iglesias, un tipo que se dedicaba a confeccionar aros con monedas de un peso y quien vivía en una vieja casa rodante estacionada a unas cuadras de distancia.
La madre de Saúl vivía en San Antonio y era una mujer separada, empeñosa y Testigo de Jehová. El hijo, que no aguantaba la disciplina materna, había decidido mudarse con el padre. Pero optó por no quedarse en su casa, sino que se instaló como inquilino al interior de una vetusta casa rodante estacionada en calle Latadía.
Ana María lo conoció en uno de sus trayectos rumbo al colegio. La pareja comenzó una relación y al poco tiempo la muchacha hizo un anuncio que dejó helados a sus padres: había decidido casarse.
No está claro cómo fue que los papás de la escolar madre soltera autorizaron ese matrimonio. Lo que ha logrado saber Sichel es que, en realidad, sus abuelos lo vieron como opción para que él pudiera tener, al menos, un padre presente en su vida. Un papá postizo eso sí, pero una figura varonil que estuviera con él y que fuera cercana. En medio de esa sensación de soledad de una madre adolescente que había sido rechazada y desconocida por el padre de la guagua, había aparecido un hombre que decía amarla y a quien no le importaba que tuviera un hijo. Fue por eso que decidió casarse, acompañarlo y seguirlo. Y que fuera ese hombre, y no el abuelo, quien le diera su apellido al hijo.
El niño había sido inscrito, cuando nació en 1977, como Sebastián Andrés Sichel Ramírez, con la aclaración de «padre no reconoce hijo». Tres años después, cuando la madre se casó con Saúl, el pequeño pasó a ser Sebastián Andrés Iglesias Ramírez, con la aclaración de «hijo ilegítimo, pero reconocido por su ahora padre Saúl». Ese fue el nombre que lo acompañaría hasta que se convirtió en treintañero.
Saúl, sin embargo, no tenía ninguna intención de llevar una vida tradicional. Esa era una idea que