Minami. Libro I. Danielle Rivers
sin parar los anillos que casi estrangulaban sus gruesos dedos, pensando qué contestar. Jamás esperó semejante atrevimiento pese a que su jefe le había advertido del temperamento de Minami. Finalmente, aunque con cierta aspereza en su tono de voz, respondió:
—Es cierto, sí, que esta clase de práctica está penada por la ley en muchas partes del mundo. Incluso en lugares como Estados Unidos donde el diseño de bebés no es algo infrecuente, la práctica está sumamente reglamentada. Pero como toda cuestión interna de Estado, está en nuestro derecho y es nuestro asunto hallar una solución a este conflicto y proceder de la manera que mejor nos parezca. Aún si se trata de pasarse un poco de la raya…
—Esto no es pasarse un poco de la raya ¡Es cometer una abominación! ¿Por qué alterar la vida de seres indefensos o el curso mismo de la naturaleza cuando se puede llegar a un acuerdo civilizado?
—Ningún diálogo civilizado ha surtido efecto en los últimos años, mi buen amigo —repuso el hombre con sequedad—. Como decía Nicholas Macchiavello: El fin justifica los medios. Solo eliminando aquellos individuos que degradan nuestra civilización, lograremos construir una sociedad superior y más sana. ¡Una raza superior!
—¡Con ese criterio millones de judíos fueron asesinados en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial! ¿No le parece ridículo tener que distorsionar el curso natural de las cosas para poder dominar a los rebeldes? ¡Si el mundo entero se guiara por esa ideología, cualquiera de nosotros podría ir a robar un banco o cometer delitos con la excusa de no poder obtener lo que deseamos de la manera que corresponde! El Jefe de Estado debería simbolizar unión y paz para sus ciudadanos, ser un emblema, un representante. Pero con su egoísmo y sed de dominación, solo aviva la desconfianza y el enojo en ellos. ¡Si ahora manda a que secuestremos embarazadas y convirtamos a sus hijos en monstruos para aplacar a sus enemigos, será el fin de nuestra tierra!
—¡Esto es un caso diferente! —espetó Kagerö dando un pisotón en el suelo, cansado ya de disimular su hastío—. ¡Este plan fue diseñado y armado con el objetivo de subsanar la falta de respeto que se ha acrecentado en nuestra gente, en especial por esos núcleos rebeldes que con sus ideas revolucionarais han puesto a miles de fieles ciudadanos en contra de nuestro mandatario!
—¡Un mandatario que engaña y roba a sus ciudadanos! ¡Que censura su libertad y sus derechos, que conduce a su país a un pozo sin fondo donde no conocen más que el miedo y la represión! ¡Que asesina a sus opositores! ¡Eso no es un invento sino la pura verdad!
—¡Una verdad a los ojos de quienes no reconocen el cambio y la evolución! ¿Quién quiere seguir adoptando el nombre de pacíficos trabajadores cuando pueden ser temidos y respetados por los demás países por su poder y superioridad? Tantos años de tranquilidad y neutralidad, ¿para qué? Mientras potencias como Estados Unidos, China, Inglaterra avanzan, nosotros permanecemos en la indiferencia. Y ahora, por culpa de esos rebeldes, el nombre de nuestro líder es burlado y menospreciado por nuestras competencias extranjeras. Un pueblo que no respeta a su guía es un pueblo perdido que merece ser exterminado.
—¿Así que destruirá a todos los habitantes de Japón para restituir su autoridad? —bramó Nanjiro, poniéndose de pie—. Le recuerdo que no hay un solo japonés con dos dedos de frente que no siga la ideología rebelde. ¡Si usted dice que todos los que están en contra del Estado deben morir, entonces más le valdría arrojar otra bomba atómica para volar el país en pedazos!
—¡YA BASTA! ¡NO VOY A TOLERAR SEMEJANTE FALTA DE RESPETO! —rugió el gordo, con la cara desencajada y enrojecida.
Todo el auditorio quedó en silencio. Ninguno de los concurrentes se atrevía a hablar. Si antes estaban nerviosos, ahora estaban aterrados. No sabían a quién temerle más: si al hombre de confianza de Kyomasa Tsushira, que ya no parecía el Papá Noel regordete y bonachón del comienzo de la reunión, o al valentón de Minami que había hablado por todos los presentes que rechazaban la idea de jugar con la existencia de seres inocentes. Las miradas iban de Nanjiro a Kagerö y de Kagerö a Nanjiro. Temieron que la discusión pasara a mayores.
—¡Si ha venido a insultar el buen nombre de nuestro líder y todo el trabajo que ha hecho por iniciar este proyecto, le pido que tome sus cosas y se retire inmediatamente!
—Pues no se moleste en echarme, señor. Me voy de aquí. ¡Renuncio a este proyecto de locos!
Tomó su abrigo y su maleta y caminó furiosamente escaleras arriba, rumbo a la salida.
—¡Le informo, mi amigo, que ya es muy tarde para que rescinda el contrato que ha firmado! —exclamó con desdén el empresario—. Con su aceptación y asistencia a esta conferencia, ha comprometido toda su persona al servicio del Estado y ya no puede echarse para atrás. ¡Si no le gusta el plan, es problema suyo! Y si así lo desea, puede abandonar el recinto pero le advierto que usted ya no es bien recibido ni por mí ni por el organismo estatal. ¡Tsushira-sama no admite cobardes como usted en su tierra!
—Prefiero ser cobarde que un Mengele —escupió Nanjiro desde la puerta—. Buenas tardes.
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