La espiritualidad del sacerdote diocesano. Jesús Martín Gómez
santidad. Y el ministro celebrante, aun con la conciencia de que el don sacramental recibido no es para él, sin embargo sabe que él es el primer beneficiado, pero esta obra de mediación siempre debería repercutir, de manera muy especial, en el pueblo santo de Dios.
Éramos diez los compañeros que en aquel caluroso día 29 de junio de 1971 el Cardenal Tarancón y un gran número de presbíteros, en el incomparable marco de la iglesia de san Juan de los Reyes, recibíamos la imposición de manos sobre nuestras cabezas para que viniese sobre nosotros el Espíritu Santo Consolador.
Fue un momento más que emocionante después de haberle invocado, postrados en el suelo, con el canto de las letanías de los Santos. Creo que ninguno era especialmente sensible, pero sí me atrevo a decir que todos lo vivimos interiormente con mucha intensidad.
Allí estaban nuestros padres y hermanos, familiares y muchos amigos, de los últimos tiempos y de los que desde pequeños permanecía intacta la amistad. Fue un día repleto de ilusiones, de felicidad, de proyectos… todos deseábamos que aquel mismo día nos entregasen el nombramiento, para marchar cuanto antes a las parroquias a las que seríamos destinados; ninguno deseaba quedar en Toledo ni recibir destino para Talavera.
Nos ilusionaba la idea de parroquias rurales y de «encarnarnos» entre la gente sencilla de los pueblos. Pero cada uno fue, sin ninguna resistencia, allí donde el Cardenal creyó conveniente que ejerciéramos el ministerio. Él tenía sus razones, y todos lo aceptamos con gusto viendo en ello la voluntad de Dios. ¡Qué nervios al abrir el sobre azul y qué gozo tras leer las letras del nombramiento!
Muchos nos llamaban «los diez de últimas» debido a un programa de concurso que emitían por aquella época en televisión y que llevaba este nombre. Y todo porque muchos pensaban que, tal como estaban las cosas en los ámbitos eclesial, político, social… seríamos los 10 últimos en recibir el orden sagrado. Aquella calificación, que quizás encerraba cierta sorna, en algún momento nos pudo hacer reír y también pensar. Pero se esfumaba con rapidez.
Nosotros deseábamos, por una parte, ser coherentes con la larga e ininterrumpida tradición de la Iglesia. La razón es que nos dejaba un legado rico y fecundo en la forma de vivir la espiritualidad sacerdotal, debido a sus muchas experiencias. Bajo ningún concepto podíamos abdicar. A quienes manifestaban este deseo o pensaban de esta forma, se les tachaba de conservadores. Esto les molestaba mucho a algunos condiscípulos.
Por otra parte, para nosotros, el Concilio Vaticano II había supuesto un fuerte revulsivo y había sido un acontecimiento eclesial de gracia, una fuente viva para saber lo que la Iglesia quería y esperaba de nosotros; un aldabonazo que recibió la comunidad eclesial universal en el siglo XX. Fue de tal envergadura que nos entusiasmaba poder adentrarnos en él, escrutar el significado de sus grandes documentos, haciéndolo vida en nosotros para poder aplicarlo a nuestras gentes.
Y para experimentarlo y saborearlo, quisimos conocer a fondo el decreto Presbyterorum Ordinis (en adelante PO) sobre el ministerio y vida de los presbíteros. El Vaticano II no contrapuso, sobre todo en cuestiones esenciales, la trayectoria de la vida y espiritualidad sacerdotal que antes se vivía en sus líneas doctrinales, sino que unifica y enriquece lo de antes con lo de ahora. Y al mantener la doctrina, sin adulterarla, la complementa y la hace más comprensiva y fácil de entender. Es verdad que era necesaria una fuerte adaptación en sus contenidos, su lenguaje y sus expresiones al hombre de hoy de acuerdo también con los signos de los tiempos.
Sin embargo, lo que nos hacía pensar más y no podíamos entender era que algunos sacerdotes jóvenes, que les imaginábamos en plenitud de forma para entregarse y contagiar ilusión a las siguientes generaciones, nos desanimaran a dar el paso por el que soñábamos desde los 11 años.
Nos insistían en que lo pensáramos despacio, que las realidades del mundo actual no necesitaban tanto el ministerio ordenado, sino de laicos comprometidos en el mundo, porque en la misión de la Iglesia podían hacer los seglares prácticamente lo mismo que hacían los clérigos. Ellos parece que habían perdido el entusiasmo por el ministerio y le querían dejar vacío de contenido.
Bien sabemos, que no obstante, que no toda la responsabilidad era suya y se llevaba estar a la moda y gustaba que a uno le calificasen de progresista y avanzado. Se estaban infiltrando determinadas corrientes venidas de centroeuropa y de América latina, y ya despuntaba en muchos ambientes la teología de la liberación, que, siendo un valor en sí misma tanto en el fondo como en la forma, como han afirmado los últimos Papas, si se llevaba a extremos, como así se hizo por parte de muchos, podía ser destructiva.
Lo de la necesidad de la actuación de los laicos —que nosotros veíamos totalmente necesaria— era una forma de encarnarse en la problemática del hombre actual, nos decían. Nos insistían en que abandonásemos la idea de la ordenación. Y en el caso de que la recibiésemos tendríamos que cambiar la forma de ser, actuar y vivir esa segregación.
Deberíamos ejercer —se nos decía— oficios y profesiones civiles (oficinistas, taxistas, docentes, enfermeros…). Y hacer todo lo posible para que fuese desapareciendo el celibato como estado y forma de vida para los clérigos.
Sobre el celibato se nos decía que era algo obsoleto, pasado de moda, en el que ya nadie creía y que ni a los fieles, ni al mundo de hoy; les decía nada; además, en muchas ocasiones, podía parecer ridículo o causar un cierto antitestimonio. Si lo vivíamos con una vida enraizada en el Señor y con las directrices que marcaba la Iglesia, pensábamos, nunca podría ser un antitestimonio. Además ya había visto la luz la encíclica de Pablo VI Sacerdotalis coelibatus (24 de junio de 1967) y no tenía porqué quedar ninguna duda sobre este asunto. Por otra parte, no dejaba de ser una simple ley de carácter disciplinar, (cosa que todos sabíamos) y que en cualquier momento se podía y debía, decían con insistencia, abolir, porque no era de institución divina.
Había que optar para que el sacerdocio no fuese para siempre, sino ad tempus, algo que por aquel entonces estaba muy en vigor en ambientes radicalizados.
Se nos aconsejaba leer: La Iglesia, de H. Küng; Sincero para con Dios, de Robinson John A. T.; La profecía en la Iglesia, de José Comblin; Cristo, Sacramento del Encuentro con Dios, de Edward Schillebeeckx etc.
En aquellos momentos se daban ideas equivocadas e inexactitudes que producían una desviación de las doctrinas conciliares por una falsa y errónea interpretación del Concilio. Siempre había una respuesta que lo justificaba todo: eso lo dice el Concilio. Y lo que muchos hacían con absoluta naturalidad era sacar ideas falsas fuera del texto conciliar y de su contexto propio. La magnífica doctrina de los grandes documentos de este gran acontecimiento, se desviaba, según sintetiza Ponce Cuéllar, en su manual Llamados a servir en lo que se refiere a la cuestión del ministerio ordenado y nos ofrece las siguientes afirmaciones:
1 La crisis del sacerdocio ministerial, no era una realidad aislada desde el punto de vista teológico, sino que respondía a todo un amplio movimiento de gran convulsión que estaba surgiendo en la Iglesia.
2 Había en aquel momento una fuerte crisis de los fundamentos de la fe, del carácter sobrenatural, predominando una visión muy horizontalista, desvirtuando la estructura eclesial y rompiendo la unidad y la comunión.
3 Se experimenta en muchas partes de España, muy extendido por determinados países europeos —con el catecismo holandés como bandera— un progresivo descenso de vocaciones al ministerio con un grave aumento de sacerdotes secularizados, que algunos años superó con creces el número de ordenaciones.
4 Una fuerte crisis de autoridad y una permanente contestación a todo aquello que viniese de quienes ostentaban las máximas responsabilidades: obispos, vicarios, formadores de seminarios. Todo ello envuelto en un distorsionado enfoque de la libertad.
5 El programa de desclericalización, que se gestó por entonces y que en muchos países de Europa comenzaba a hacer mella, era un fuerte aldabonazo para nuestras gentes sencillas. Contenía básicamente tres puntos: a) El celibato opcional; b) El trabajo profesional remunerado del sacerdote y c) El compromiso político de los clérigos, término que según ellos había que borrar (por su significado de apartados y segregados del mundo). Había que hacerlo desaparecer de nuestro argot