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número de profesores que me han impartido clases en los diversos centros por los que he pasado, debo decir que le sitúo entre los tres primeros: muy humano (todo lo entendía, nada le era ajeno); con una gran preparación académica (licenciado en ciencias exactas, lo dominaba todo sin mirar un libro); gran pedagogo (sabía enseñar y transmitir; incluso lograba que a aquellos que las materias de ciencias se nos presentaban con mayor dificultad nos gustasen; (envidiábamos a Ángel Madrid, Sánchez Alonso, Manuel Calvo, Ángel Nieto, José Luís G. Talaverano…, que con sus admirables inteligencias lo captaban a la primera, junto a otras mentes lúcidas que ahora no puedo citar).
D. Antonio era comprensivo para dirigirse a unos muchachos llenos de juventud, en plena crisis de valores y de vocación. Y creo que estas cualidades las corroboran la práctica totalidad de su alumnado.
Él, al vernos> desconcertados por estas cosas que le llegaban y conociendo el perjuicio que nos podían ocasionar, dejaba la tiza, interrumpía su magnífica explicación y nos hablaba al corazón de la grandeza de dejarlo todo por Cristo y seguir adelante con la mirada puesta sólo en Él con quien nos íbamos a configurar sacerdotalmente. Nos animaba a que estuviésemos dispuestos y decididos a dar nuestra vida por Jesucristo. Y Esto lo decía una persona a la que Dios había transformado radicalmente su vida, es decir, se había convertido; él había pertenecido a una extraña organización sindicalista de izquierdas y muy radical, la FAY = Federación Anarquista Ibérica; una estructura sindicalista fundada en 1927 en Valencia, como continuación de tres organizaciones anarquistas; Su labor estuvo muy estrechamente vinculada a la de la CNT, tanto en España como en el exilio. Este hecho nos causaba a todos mayor impresión.
A pesar de todo teníamos clara conciencia de que nos ordenábamos en un momento difícil de nuestra vida, de que no se nos presentaba un camino de rosas ni una vida espiritual y pastoral fácil, sino que tendríamos que romper muchas barreras. Debíamos aceptar lo bueno de las personas y del mundo para transformarlo aún más, y estar dispuestos a ayudar, con mansedumbre, para detestar lo negativo y lo que se oponía a Dios y a los hombres, para eliminarlo.
Pues bien, después de todos estos avatares llegó el momento de nuestra ordenación y lo hicimos con todo el convencimiento en esas edades que oscilaban entre los 23 y los 26 años. Ese día todos, vestidos de riguroso cleryman. Llenos de felicidad iniciábamos ese camino de acción pastoral conscientes de que serían muchas las equivocaciones que íbamos a tener, tanto si el nombramiento era de párroco como de coadjutor (así se decía entonces, ahora la denominación es vicario parroquial, suena mejor y en más concordancia con el espíritu y la letra del Concilio Vaticano II y del Código de Derecho Canónico).
No quiero terminar este capítulo sin contar un episodio que nos ocurrió a los condiscípulos a los dos días de la ordenación. Era costumbre entonces, igual que lo es ahora, acudir todos los compañeros ordenados a la primera Misa de los demás.
Previamente nos habíamos puesto de acuerdo para fijar las fechas en consonancia con los deseos, las dificultades familiares y otros factores.
El primero en celebrarla fue Eladio, párroco durante muchos años de Novés y profesor del Instituto Alonso de Covarrubias de Torrijos. Ahora ejerce el ministerio en la parroquia del Santísimo Sacramento de Torrijos. Por sus aulas han pasado miles de alumnos. Aprovecho esta ocasión (él se enfadará conmigo, pero como somos muy amigos y nos queremos de verdad sé que se le pasará enseguida) para dar a conocer un interesantísimo libro que acaba de publicar Anclajes para una vida, con el subtítulo Para no quedar a la intemperie. Es fruto de muchas y largas reflexiones, de sus clases muy bien preparadas sobre cada uno de los momentos en que ha impartido la enseñanza; es un análisis muy certero de la sociedad posmoderna y de las dificultades con las que se encuentra el hombre de hoy, sin apoyaturas, para hacer frente a tantos retos y para que recupere la personalidad tantas veces perdida. Dibuja un mundo con situaciones ampliamente negativas, pero ofrece «anclajes» para superar todo aquello que le deja al descubierto; a su vez, señala pistas muy valiosas y orienta la vida, especialmente la del cristiano, con pautas muy serias y unos principios sólidos fundamentados en valores humanos que se pueden rescatar y, sobre todo, ofreciendo siempre una seria mirada y una plena visión evangélica.
Terminado este paréntesis continúo con el hecho que estoy narrando. El día 1 de julio ya estábamos los compañeros en Herreros de Suso, un pueblo pequeño y acogedor, además de muy religioso de la provincia de Ávila para la Primera Misa de Eladio, que sería el día 2. Hay que resaltar que en aquel momento eran siete —incluido Eladio— los sacerdotes en activo que habían salido de esta pequeña parroquia.
Ese mismo día habían proyectado que hiciese la Primera Comunión una sobrina del misacantano, como entonces llamábamos; a la niña, como es lógico, le hacía mucha ilusión, igual que a toda esa gran familia de tantos hermanos y sobrinos de Eladio. Al haber llegado la víspera por la tarde el párroco (no recuerdo el nombre) nos pidió que nos sentásemos a confesar a sus familiares y a tantas personas de este pueblo fervoroso que deseaban recibir el perdón de Dios para ese día solemne en la parroquia.
Nosotros con mucha ilusión lo aceptamos, ya que era la primera vez que íbamos a ejercer este sagrado ministerio de la reconciliación. Íbamos a distribuir la misericordia de Dios sacramentalmente sobre aquellas buenas gentes curtidas por el frio y el calor de la Moraña abulense.
Mientras confesábamos el párroco, con voz baja, para no distraernos, iba recordando a los que llegaban las cinco condiciones necesarias para hacer una buena confesión. Cuando habíamos impartido la absolución sacramental a medio pueblo, de pronto algunos nos acordamos de que el Cardenal Tarancón nos había dado licencias verbales para confesar durante un mes mientras llegaba el nombramiento. Pero esta concesión sólo tenía validez para la Diócesis de Toledo, y esta parroquia pertenece a la Diócesis de Ávila y allí no teníamos facultades para ejercer este ministerio; en aquel entonces regía en la Iglesia el Código de Derecho Canónico de 1917. (el promulgado en el año 1983 cambiaría sabiamente esta norma).
Nos dirigimos al párroco y le dijimos lo que estoy contando; hizo un gesto de asombro y nos pidió que fuéramos a la sacristía a ver qué debíamos hacer. Allí cada uno decía lo que se le ocurría (el error común, el supplet Ecclesia ¿?, que si eran válidas pero ilícitas, el llamar nuevamente a todos una vez que el Obispo de Ávila, a la sazón D. Maximino Romero de Lema, nos hubiera concedido licencias en su Diócesis para el tiempo que considerase…. En fin, tot capita tot sententiae, que escribió Terencio. Nosotros haríamos lo que se nos dijera. El Obispo de Ávila, a través del vicario general, hizo hincapié en que se había producido el error común subsanable, y que él tenía facultad para dispensar. Bueno…, y habiéndonos concedido licencias para algunos días continuamos confesando como si nada hubiese ocurrido.
2. EL SACERDOCIO HOY: CAMINOS Y DESAFÍOS
Antes de adentrarnos en los elementos que configuran la manera de vivir el sacerdote diocesano su verdadera espiritualidad, paso previamente a reflexionar sobre un conjunto, no pequeño, de actitudes, vivencias y formas de obrar de los sacerdotes: me parece importante señalar cuáles son las vías y los retos que se presentan al clero diocesano en el momento actual.
Igualmente hay que dejar sentado, como gran principio, esta frase del Concilio Vaticano II, en el decreto Optatam totius, 8, refiriéndose a aquellos jóvenes que se forman para el sacerdocio: «La formación espiritual debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo». Veremos que este principio trinitario dará forma y sentido a la búsqueda de las verdaderas raíces de la espiritualidad sacerdotal.
¿De qué nos serviría a los sacerdotes todo lo que escuchamos en los retiros mensuales, en los ejercicios espirituales, en las charlas y conferencias que se imparten a lo largo de cada curso… si en nosotros no permanece un anhelo por identificarnos y configurar cada día más nuestra vida con Cristo Sacerdote? ¿En qué aspectos nos ayudaría lo anteriormente expuesto si no progresamos en el conocimiento y la vivencia de nuestra tarea sacerdotal? ¿Cómo ha de ser nuestro anhelo por crecer más en una vida espiritual cargada de reciedumbre, que debe ir encaminada hacia la santidad desde nuestra condición de sacerdotes diocesanos?
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