Grandes Esperanzas. Charles Dickens
es lo que ibas a preguntarme cuando te interrumpí, Pip?
—Sí, Joe.
—Pues bien —dijo éste, tomando el hierro con la mano izquierda a fin de acariciarse la patilla, ademán que me hacía perder todas las esperanzas cuando lo advertía en él—, tu hermana es una mujer que tiene cabeza, una magnífica cabeza.
—Y ¿qué es eso? —pregunté, con la esperanza de ponerlo en un apuro.
Pero Joe me dio su definición con mucha mayor rapidez de la que yo hubiera supuesto y me impidió seguir preguntando acerca del particular, contestando, muy resuelto:
—Ella.
Hizo una pausa y añadió:
—Yo, en cambio, no tengo buena cabeza. Por lo menos, Pip, y quiero hablarte con sinceridad, mi pobre madre era exactamente igual. Pasó toda su vida trabajando, hecha una esclava, matándose verdaderamente y sin lograr jamás la tranquilidad en su vida terrestre. Por eso yo temo mucho desencaminarme y no cumplir con mis deberes respecto a una mujer, lo que tal vez ocurriría si tomara yo el mando de la casa, pues entonces, posiblemente, mi mujer y yo seguiríamos un camino equivocado, y eso no me proporcionaría ninguna ventaja. Créeme que con toda mi alma desearía mandar yo en esta casa, Pip; te aseguro que entonces no habrías de temer a “Thickler”; me gustaría mucho librarte de él, pero así es la vida, Pip, y espero que tú no harás mucho caso de esos pequeños percances.
A pesar de los pocos años que yo tenía, a partir de aquella noche sentí nuevos motivos de admiración respecto a Joe. Desde entonces no sólo éramos iguales como antes, sino que, desde aquella noche, cuando estábamos los dos sentados tranquilamente y yo pensaba en él, experimentaba la sensación de que la imagen de mi amigo estaba ya albergada en mi corazón.
—Me extraña —dijo Joe levantándose para echar leña al fuego— que a pesar de que ese reloj holandés está a punto de dar las ocho, ella no haya vuelto todavía. Espero que la yegua del tío Pumblechook no haya resbalado sobre el hielo ni se haya caído.
La señora Joe hacía, de vez en cuando, cortos viajes con el tío Pumblechook los días de mercado, a fin de ayudarlo en la compra de los artículos de uso doméstico y en todos aquellos objetos caseros que requerían la opinión de una mujer. El tío Pumblechook era soltero y no tenía ninguna confianza en su criada. El día en que con Joe tuvimos la conversación reseñada, era de mercado y la señora Joe había salido en una de esas expediciones.
Joe reavivó el fuego, limpió el hogar y luego nos acercamos a la puerta, con la esperanza de oír la llegada del carruaje. La noche era seca y fría, el viento soplaba de un modo que parecía cortar el rostro y la escarcha era blanca y dura. Pensé que cualquier persona podría morirse aquella noche si permanecía en los marjales. Y cuando luego miré a las estrellas, consideré lo horroroso que sería para un hombre que se hallara en tal situación el volver la mirada a ellas cuando se sintiera morir helado y advirtiera que de aquella brillante multitud no recibía el más pequeño auxilio ni la menor compasión.
—Ahí viene la yegua —dijo Joe—, como si estuviera llena de campanillas.
En efecto, el choque de sus herraduras de hierro sobre el duro camino era casi musical mientras se aproximaba a la casa a un trote más vivo que de costumbre. Sacamos una silla para que la señora Joe se apeara cómodamente, removimos el fuego a fin de que la ventana de nuestra casa se le apareciera con alegre aspecto y examinamos en un momento la cocina procurando que nada estuviera fuera de su sitio acostumbrado. En cuanto terminamos estos preparativos, salimos al exterior abrigados y tapados hasta los ojos. Pronto echó pie a tierra la señora Joe y también el tío Pumblechook, quien se apresuró a cubrir a la yegua con una manta, de modo que pocos instantes después estuvimos todos en el interior de la cocina, llevando con nosotros tal cantidad de aire frío que parecía suficiente para contrarrestar todo el calor del fuego.
—Ahora —dijo la señora Joe desabrigándose apresurada y muy excitada y echando hacia la espalda su gorro, que pendía de los cordones—, si este muchacho no se siente esta noche lleno de gratitud, jamás en la vida podrá mostrarse agradecido.
Me esforcé en exteriorizar todos los sentimientos de gratitud de que era capaz un muchacho de mi edad, aunque carecía en absoluto de informes que me explicaran el porqué de todo aquello.
—Espero —dijo mi hermana— que no se descarriará. Aunque he de confesar que tengo algunos temores.
—Ella no es capaz de permitirlo, señora —dijo el señor Pumblechook—; es mujer que sabe lo que tiene entre manos.
¿“Ella”? Miré a Joe moviendo los labios y las cejas, repitiendo silenciosamente “Ella”. Él me imitó en mi pantomima, y como mi hermana nos sorprendió en nuestra mímica, Joe se pasó el dorso de la mano por la nariz, con aire conciliador propio de semejante caso, y la miró.
—¿Por qué me miras así? —preguntó mi hermana con tono agresivo—. ¿Hay fuego en la casa?
—Como alguien mencionó a “ella”... —observó delicadamente Joe.
—Pues supongo que es “ella” y no “él” —replicó mi hermana—, a no ser que te figures que la señorita Havisham es un hombre. Capaz serías de suponerlo.
—¿La señorita Havisham, de la ciudad? —preguntó Joe.
—¿Hay alguna señorita Havisham en el pueblo? —repIicó mi hermana—. Quiere que se le mande a ese muchacho para que vaya a jugar a su casa. Y, naturalmente, irá. Y lo mejor que podrá hacer es jugar allí —explicó mi hermana meneando la cabeza al mirarme, como si quisiera infundirme los ánimos necesarios para que me mostrara extremadamente alegre y juguetón—. Pero si no lo hace, se las verá conmigo.
Yo había oído mencionar a la señorita Havisham, de la ciudad, como mujer de carácter muy triste e inmensamente rica, que vivía en una casa enorme y tétrica, fortificada contra los ladrones, y que en aquel edificio llevaba una vida de encierro absoluto.
—¡Caramba! —observó Joe, asombrado—. No puedo explicarme cómo es posible que conozca a Pip.
—¡Tonto! —exclamó mi hermana—. ¿Quién te ha dicho que lo conoce?
—Alguien —replicó suavemente Joe— mencionó el hecho de que ella quería que fuera el chico allí para jugar.
—¿Y no es posible que haya preguntado al tío Pumblechook si conoce a algún muchacho para que vaya a jugar a su casa? ¿No puede ser que el tío Pumblechook sea uno de sus arrendatarios y que algunas veces, no diré si cada trimestre o cada medio año, porque eso tal vez sería demasiado, pero sí algunas veces, va allí a pagar su arrendamiento? ¿Y no podría, entonces, preguntar ella al tío Pumblechook si conoce algún muchacho para que vaya a jugar a su casa? Y como el tío Pumblechook es hombre muy considerado y que siempre nos recuerda cuando puede hacernos algún favor, aunque tú no lo creas, Joe —añadió con tono de profundo reproche, como si mi amigo fuera el más desnaturalizado de los sobrinos—, nombró a este muchacho, que está dando saltos de alegría —algo que, según declaro solemnemente, yo no hacía en manera alguna— y por el cual he sido siempre una esclava.
—¡Bien dicho! —exclamó el tío Pumblechook—. Has hablado muy bien. Ahora, Joe, ya conoces el caso.
—No, Joe —añadió mi hermana, todavía con tono de reproche, mientras él se pasaba el dorso de la mano por la nariz, con aire de querer excusarse—, todavía, aunque creas lo contrario, no conoces el caso. Es posible que te lo figures, pero aún no sabes nada, Joe. Y digo que no lo sabes porque ignoras que el tío Pumblechook, con mayor amabilidad y mayor bondad de la que puedo expresar, con objeto de que el muchacho haga su fortuna yendo a casa de la señorita Havisham, se ha prestado a llevárselo esta misma noche a la ciudad, en su propio carruaje, para que duerma en su casa y llevarlo mañana por la mañana a casa de la señorita Havisham, dejándolo en sus manos. Pero ¿qué