Grandes Esperanzas. Charles Dickens
lo hizo, y expresó su opinión de que para realizar aquel trabajo tendría que encender la forja y emplear más bien dos horas que una.
—¿De veras? Pues, entonces, hágame el favor de empezar inmediatamente, herrero —dijo el sargento —, porque es en servicio de su majestad. Y si mis hombres pueden ayudarlo, no tendrán el menor inconveniente en hacerse útiles.
Dicho esto llamó a los soldados, los cuales penetraron en la cocina uno tras otro y dejaron las armas en un rincón. Luego se quedaron de pie como deben hacer los soldados, aunque tan pronto unían las manos o se apoyaban sobre una pierna, o se reclinaban sobre la pared con los hombros, o bien se aflojaban el cinturón, se metían la mano en el bolsillo o abrían la puerta para escupir fuera.
Vi todo eso sin darme cuenta de que lo veía, porque estaba muy atemorizado. Pero, empezando a comprender que las esposas no eran para mí y que, gracias a los soldados, el asunto del pastel había quedado relegado a segundo término, recobré un poco mi perdida serenidad.
—¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué hora es? —preguntó el sargento dirigiéndose al señor Pumblechook, como si se hubiera dado cuenta de que era hombre tan exacto como el propio reloj.
—Las dos y media, en punto.
—No está mal —dijo el sargento, reflexionando—. Aunque me vea obligado a pasar aquí dos horas, tendré tiempo. ¿A qué distancia estamos de los marjales? Creo que a poco más de una milla.
—Precisamente una milla —dijo la señora Joe.
—Está bien. Así podremos llegar a ellos al oscurecer. Mis órdenes son de ir allí un poco antes de que anochezca. Está bien.
—¿Se trata de penados, sargento? —preguntó el señor Wopsle, como si eso fuera lo más natural.
—En efecto. Son dos penados. Sabemos que están todavía en los marjales, y no saldrán de allí antes de que oscurezca. ¿Alguno de ustedes ha tenido ocasión de verlos?
Todos, exceptuando yo mismo, contestaron negativamente y de un modo categórico. Nadie pensó en mí.
—Bien —dijo el sargento—. Pronto se verán rodeados por todas partes. Espero que eso será más pronto de lo que se figuran. Ahora, herrero, si está usted dispuesto, su majestad el rey lo está también.
Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata; se puso el delantal de cuero y pasó a la fragua. Uno de los soldados abrió los postigos de madera, otro encendió el fuego, otro accionó el fuelle y los demás se quedaron en torno del hogar, que rugió muy pronto. Entonces, Joe empezó a trabajar, en tanto que los demás lo observábamos.
El interés de la persecución encomendada a los soldados no solamente absorbía la atención general, sino que también hizo que mi hermana se sintiera liberal. Sacó del barril un cántaro de cerveza para los soldados e invitó al sargento a tomar una copa de aguardiente. Pero el señor Pumblechook se apresuró a decir:
—Es mejor que le des vino. Por lo menos tengo la seguridad de que no contiene alquitrán.
El sargento le dio las gracias y le dijo que prefería las bebidas sin alquitrán y que, por consiguiente, tomaría vino, si en ello no había inconveniente. Cuando se lo dieron, bebió a la salud de su majestad y en honor de la festividad. Se lo tragó todo de una vez y se limpió los labios.
—Buen vino, ¿verdad, sargento? —preguntó el señor Pumblechook.
—Voy a decirle algo —replicó el sargento—, y es que estoy persuadido de que este vino es de usted.
El señor Pumblechook se echó a reír y preguntó:
—¿Por qué dice usted eso?
—Pues —replicó el sargento, dándole una palmada en el hombro— porque es usted hombre que lo entiende.
—¿De veras? —preguntó el señor Pumblechook riéndose otra vez —. Tome otro vasito.
—Si usted me acompaña. Mano a mano —contestó el sargento—. ¡A su salud!
Viva usted mil años y que nunca sea peor juez en vinos que ahora.
El sargento se bebió el segundo vaso y pareció dispuesto a tomarse otro. Yo observé que el señor Pumblechook, impulsado por sus sentimientos hospitalarios, parecía olvidar que ya había regalado el vino, pero tomó la botella de manos de la señora y con su generosidad se captó las simpatías de todos. Incluso a mí me lo dejaron probar. Y estaba tan contento con su vino que pidió otra botella y la repartió con la misma largueza en cuanto se terminó la primera.
Mientras yo los contemplaba reunidos en torno de la fragua y divirtiéndose pensé en el terrible postre que para una comida resultaría la caza de mi amigo fugitivo. Apenas hacía un cuarto de hora que estábamos allí reunidos, cuando todos se alegraron con la esperanza de la captura. Ya se imaginaban que los dos bandidos serían presos, que las campanas repicarían para llamar a la gente contra ellos, que los cañones dispararían por su causa y que hasta el humo les perseguiría. Joe trabajaba por ellos, y todas las sombras de la pared parecían amenazarlos cuando las llamas de la fragua disminuían o se reavivaban, así como las chispas que caían y morían, y yo tuve la impresión de que la pálida tarde se ensombrecía por lástima hacia aquellos pobres desgraciados.
Por fin, Joe terminó su trabajo y acabó el ruido de sus martillazos. Y mientras se ponía la chaqueta cobró bastante valor para proponer que acompañáramos a los soldados, a fin de ver cómo resultaba la caza. El señor Pumblechook y el señor Hubble declinaron la invitación con la excusa de querer fumar una pipa y gozar de la compañía de las damas, pero el señor Wopsle dijo que iría si Joe lo acompañaba. Éste se manifestó dispuesto y deseoso de llevarme, si la señora Joe lo aprobaba. Pero no habríamos podido salir, estoy seguro de ello, a no ser por la curiosidad que la señora Joe sentía de enterarse de todos los detalles y de cómo terminaba la aventura. De todos modos dijo:
—Si traes al chico con la cabeza destrozada por un balazo, no te figures que yo voy a curársela.
El sargento se despidió cortésmente de las damas y se separó del señor Pumblechook como de un amigo muy querido, aunque sospecho que no habría apreciado en tan alto grado los méritos de aquel caballero en condiciones más áridas, en vez del régimen húmedo de que había gozado. Sus hombres volvieron a tomar las armas de fuego y salieron. El señor Wopsle, Joe y yo recibimos la orden de ir a retaguardia y de no pronunciar una sola palabra en cuanto llegáramos a los marjales. Cuando ya estuvimos en el frío aire de la tarde y nos dirigíamos rápidamente hacia el objeto de nuestra excursión, yo, traicioneramente, murmuré al oído de Joe:
—Espero, Joe, que no los encontrarán. Y él me contestó:
—Daría con gusto un chelín porque se hubieran escapado, Pip.
No se nos reunió nadie del pueblo porque el tiempo era frío y amenazador, el camino desagradable y solitario, el terreno muy malo, la oscuridad inminente y todos estaban sentados junto al fuego dentro de las casas celebrando la festividad. Algunos rostros se asomaron a las iluminadas ventanas para mirarnos, pero nadie salió. Pasamos más allá del poste indicador y nos dirigimos hacia el cementerio, en donde nos detuvimos unos minutos, obedeciendo a la señal que con la mano nos hizo el sargento, en tanto que dos o tres de sus hombres se dispersaban entre las tumbas y examinaban el pórtico.
Volvieron sin haber encontrado nada y entonces empezamos a andar por los marjales, atravesando la puerta lateral del cementerio. La cellisca, que parecía morder el rostro, se arrojó contra nosotros llevada por el viento del este, y Joe me subió sobre sus hombros. Nos hallábamos ya en la triste soledad, donde poco se figuraban todos que yo había estado ocho o nueve horas antes, viendo a los dos fugitivos. Pensé por primera vez en eso, lleno de temor, y también tuve en cuenta que, si los encontrábamos, tal vez mi amigo sospecharía que había llevado allí a los soldados. Recordaba