Grandes Esperanzas. Charles Dickens
estuviese “más abierta”, refiriéndose a la competencia, no desesperaría de hacer carrera en ella. Pero como la Iglesia no estaba “abierta”, era, según ya he dicho, nuestro sacristán. Castigaba de un modo tremendo los “amén”, y cuando entonaba el salmo, pronunciando el versículo entero, miraba primero alrededor de él y a toda la congregación como si quisiera decir: “Ya han oído ustedes a nuestro amigo que está más alto; háganme el favor de darme ahora su opinión acerca de su estilo”.
Abrí la puerta para que entraran los invitados —dándoles a entender que teníamos la costumbre de hacerlo; la abrí primero para el señor Wopsle, luego para el señor y la señora Hubble y últimamente para el tío Pumblechook. (A mí no se me permitía llamarle tío, con amenaza de los más severos castigos.)
—Señora Joe —dijo el tío Pumblechook, hombretón lento, de mediana edad, que respiraba con dificultad y que tenía una boca semejante a la de un pez, ojos muy abiertos y poco expresivos y cabello de color arena, muy erizado en la cabeza, de manera que parecía que lo hubieran asfixiado a medias y que acabara de volver en sí—. Quiero felicitarte en este día... Te he traído una botella de jerez y otra de oporto.
En cada Navidad se presentaba, como si fuera una novedad extraordinaria, exactamente con aquellas mismas palabras. Y todos los días de Navidad la señora Joe contestaba como lo hacía entonces:
—¡Oh, tío... Pum... ble... chook! ¡Qué bueno es usted!
Y, todos los días de Navidad, él replicaba, como entonces:
—No es más de lo que mereces. Espero que estarán todos de excelente humor.
Y ¿cómo está ese medio penique de chico?
En tales ocasiones comíamos en la cocina y tomábamos las nueces, las naranjas y las manzanas en la sala, lo cual era un cambio muy parecido al que Joe llevaba a cabo todos los domingos al ponerse el traje de fiestas. Mi hermana estaba muy contenta aquel día y, en realidad, parecía más amable que nunca en compañía de la señora Hubble que en otra cualquiera. Recuerdo que ésta era una mujer angulosa, de cabello rizado, vestida de color azul celeste y que presumía de joven por haberse casado con el señor Hubble, aunque ignoro en qué remoto periodo, siendo mucho más joven que él. En cuanto a su marido, era un hombre de alguna edad, macizo, de hombros salientes y algo encorvado. Solía oler a aserrín y andaba con las piernas muy separadas, de modo que, en aquellos días de mi infancia, yo podía ver por entre ellas una extension muy grande de terreno siempre que lo encontraba cuando subía por la vereda.
En aquella buena compañía, aunque yo no hubiera robado la despensa, me habría encontrado en una posición falsa, y no porque me viera oprimido por un ángulo agudo de la mesa, que se me clavaba en el pecho, y el codo del tío Pumblechook en mi ojo, ni porque se me prohibiera hablar, cosa que no deseaba, así como tampoco porque se me obsequiara con las patas llenas de durezas de los pollos o con las partes menos apetitosas del cerdo, aquellas de las que el animal, cuando estaba vivo, no tenía razón alguna para envanecerse. No, no habría puesto yo el menor inconveniente en que me hubieran dejado a solas. Pero no querían. Parecía como si creyeran perder una ocasión agradable si dejaban de hablar de mí de vez en cuando, señalándome también algunas veces. Y era tanto lo que me conmovían aquellas alusiones, que me sentía tan desgraciado como un toro en la plaza.
Esto empezó en el momento que nos sentamos a comer. El señor Wopsle dio las gracias, declamando teatralmente, según me parece ahora, con un tono que tenía a la vez algo del espectro de Hamlet y de Ricardo III, y terminó expresando la seguridad de que debíamos sentirnos llenos de agradecimiento. Inmediatamente después mi hermana me miró y, en voz baja y acusadora, me dijo:
—¿No lo oyes? Debes estar agradecido.
—Especialmente —dijo el señor Pumblechook— debes sentir agradecimiento, muchacho, por las personas que te han criado a mano.
La señora Hubble meneó la cabeza y me contempló con expresión de triste presentimiento de que yo no llegaría a ser bueno, y preguntó:
—¿Por qué los muchachos no serán nunca agradecidos?
Tal misterio moral pareció excesivo para los comensales, hasta que el señor Hubble lo solventó concisamente diciendo:
—Son naturalmente viciosos.
Entonces todos murmuraron:
—Es verdad.
Y me miraron de un modo muy desagradable.
La situación y la influencia de Joe eran más débiles todavía, si tal era posible, cuando había invitados que cuando estábamos solos. Pero a su modo, y siempre que le era dable, me consolaba y me ayudaba, y así lo hizo a la hora de comer, dándome salsa cuando la había. Y como aquel día abundaba, Joe me echó en el plato casi medio litro. Un poco después, y mientras comíamos aún, el señor Wopsle hizo una crítica bastante severa del sermón, e indicó, en el caso hipotético de que la Iglesia estuviera “abierta”, el sermón que él habría pronunciado. Y después de favorecer a su auditorio con algunas frases de su discurso, observó que consideraba muy mal elegido el asunto de la homilía de aquel día; lo cual era menos excusable, según añadió, cuando había tantos asuntos excelentes y muy indicados para semejante fiesta.
—Es verdad —dijo el tío Pumblechook—. Ha dado usted en el clavo. Hay muchos asuntos excelentes para quien sabe emplearlos. Esto es lo que se necesita. Un hombre que tenga juicio no ha de pensar mucho para encontrar un asunto apropiado, si para ello tiene la sal necesaria. —Y después de un corto intervalo de reflexión añadió—: Fíjese usted en el cerdo. Ahí tiene usted un asunto. Si necesita usted un asunto, fíjese en el cerdo.
—Es verdad, caballero —replicó el señor Wopsle, cuando yo sospechaba que iba a servirse de la ocasión para aludirme—. Y para los jóvenes pueden deducirse muchas cuestiones morales de este texto.
—Presta atención —me dijo mi hermana, aprovechando aquel paréntesis. Joe me dio un poco más de salsa.
—Los cerdos —prosiguió el señor Wopsle, con su voz más profunda y señalando con su tenedor mi enrojecido rostro, como si pronunciara mi nombre de pila—. Los cerdos fueron los compañeros más pródigos. La glotonería de los cerdos resulta, al ser expuesta a nuestra consideración, un ejemplo para los jóvenes. —Yo opinaba lo mismo que él, pues hacía poco que había estado ensalzando el cerdo que le sirvieron, por lo gordo y sabroso que estaba—. Y lo que es detestable en el cerdo, lo es todavía más en un muchacho.
—O en una muchacha —sugirió el señor Hubble.
—Desde luego, también en una muchacha, señor Hubble —asintió el señor Wopsle con cierta irritación—. Pero aquí no hay ninguna.
—Además —dijo el señor Pumblechook, volviéndose de pronto hacia mí—, hay que pensar en lo que se ha recibido, para agradecerlo. Si hubieras nacido cerdo...
—Bastante lo era —exclamó mi hermana, con tono enfático. Joe me dio un poco más de salsa.
—Bueno, quiero decir un cerdo de cuatro patas —añadió el señor Pumblechook —. Si hubieras nacido así, ¿dónde estarías ahora? No...
—Por lo menos, en esta forma —dijo el señor Wopsle señalando el plato.
—No quiero indicar en esta forma, caballero —replicó el señor Pumblechook, a quien le molestaba que lo hubieran interrumpido—. Quiero decir que no estaría gozando de la compañía de los que son mayores y mejores que él, y que no se aprovecharía de su conversación ni se hallaría en el regazo del lujo y de las comodidades. ¿Se hallaría en tal situación? De ninguna manera. Y ¿cuál habría sido su destino? —añadió volviéndose otra vez hacia mí—. Te habrían vendido por una cantidad determinada de chelines, de acuerdo con el precio corriente en el mercado, y Dunstable, el carnicero, habría ido en tu busca cuando estuvieras echado en la paja,