Grandes Esperanzas. Charles Dickens
logré salir de la cocina y deposité aquella parte de mi conciencia en el desván, en donde tenía el dormitorio.
—Escucha —dije en cuanto terminé de menear el pudín y mientras me calentaba un poco ante la chimenea antes de irme a la cama—. ¿No has oído cañonazos, Joe?
—¡Ah! —exclamó él—. ¡Otro penado que se habrá escapado!
—¿Qué quieres decir, Joe? —pregunté.
La señora Joe, quien siempre se daba explicaciones a sí misma, murmuró con voz huraña:
—¡Fugado! ¡Fugado!
Y administraba esta definición como si fuera agua de alquitrán.
Mientras la señora Joe estaba sentada y con la cabeza inclinada sobre su costura, yo moví los labios disponiéndome a preguntar a Joe: “¿Qué es un penado?”. Joe puso su boca en la forma apropiada para devolver su elaborada respuesta, pero no pude comprender de ella más que una sola palabra: “Pip”.
—La noche pasada se escapó un penado —dijo Joe, en voz alta—, según se supo por los cañonazos que se oyeron a la puesta del sol. Dispararon para avisar su fuga. Y ahora parece que tiran para dar cuenta de que se ha fugado otro.
—Y ¿quién dispara? —pregunté.
—¡Cállate! —exclamó mi hermana, mirándome con el ceño fruncido—. ¡Qué preguntón eres! No preguntes nada, y así no te dirán mentiras.
No se hacía mucho favor a sí misma, según me dije, al indicar que ella podría contestarme con alguna mentira en caso de que le hiciera una pregunta. Pero ella, a no ser que hubiera alguna visita, jamás se mostraba cortés.
En aquel momento, Joe aumentó en gran manera mi curiosidad, esforzándose en abrir mucho la boca para ponerla en la forma debida a fin de pronunciar una palabra que a mí me pareció que debía ser “malhumor”. Por consiguiente, señalé a la señora Joe y dispuse los labios de manera como si quisiera preguntar: “¿Ella?”. Pero Joe no quiso oírlo, y de nuevo volvió a abrir mucho la boca para emitir silenciosamente una palabra que, pese a mis esfuerzos, no pude comprender.
—Señora Joe —dije yo, como último recurso—. Si no tiene inconveniente, me gustaría saber de dónde proceden esos disparos.
—¡Dios te bendiga! —exclamó mi hermana como si no quisiera significar eso, sino, precisamente, todo lo contrario—. De los Pontones.
—¡Oh! —exclamé mirando a Joe—. ¿De los Pontones?
Joe tosió con tono de reproche, como si quisiera decir: “Ya te lo había explicado”. —¿Y qué son los Pontones? —pregunté.
—Este muchacho es así —exclamó mi hermana, apuntándome con la aguja y el hilo y meneando la cabeza hacia mí—. Contéstale a una pregunta, y él te hará doce más. Los Pontones son los barcos que sirven de prisión y que se hallan al otro lado de los marjales.
—¿Y por qué encierran a la gente en esos barcos? —pregunté sin dar mayor importancia a mis palabras, aunque desesperado en el fondo.
Eso era ya demasiado para la señora Joe, quien se levantó inmediatamente.
—Mira, muchacho —dijo—. No te he subido a mano para que molestes de esta manera a la gente. Si así fuera, merecería que me criticaran y no que me alabaran. Se encierra a la gente en los Pontones porque asesinan, porque roban, porque falsifican o porque cometen alguna mala acción. Y todos ellos empezaron haciendo preguntas. Ahora vete a la cama.
Nunca me dejaban llevar una vela para acostarme, y cuando subía las escaleras a oscuras, con la cabeza vacilante porque el dedal de la señora Joe repiqueteó en ella para acompañar sus últimas palabras, estaba convencido de que acabaría en los Pontones.
Con seguridad seguía el camino apropiado para terminar en ellos. Empecé haciendo preguntas y ya me disponía a robar a la señora Joe.
Desde aquel tiempo, que ya ahora es muy lejano, he pensado muchas veces que pocas personas se han dado cuenta de la reserva de los muchachos que viven atemorizados. Poco importa que el terror no esté justificado, porque, a pesar de todo, es terror. Yo estaba lleno del miedo hacia aquel joven desconocido que deseaba devorar mi corazón y mi hígado. Tenía pánico mortal de mi interlocutor, el que llevaba un hierro en la pierna; lo tenía de mí mismo por verme obligado a cumplir una promesa que me arrancaron por temor; y no tenía esperanza de librarme de mi todopoderosa hermana, quien me castigaba continuamente, aumentando mi miedo el pensamiento de lo que podría haber hecho en caso necesario y a impulsos de mi secreto terror.
Si aquella noche pude dormir, sólo fue para imaginarme a mí mismo flotando río abajo en una marea viva de primavera y en dirección a los Pontones. Un fantástico pirata me llamó, por medio de una bocina, cuando pasaba junto a la horca, diciéndome que mejor sería que tomara tierra para que fuera ahorcado enseguida, en vez de continuar mi camino.
Temía dormir, aunque me sentía inclinado a ello por saber que en cuanto apuntara la aurora me vería obligado a saquear la despensa. No era posible hacerlo durante la noche, porque en aquellos tiempos no se encendía la luz como ahora gracias a la sencilla fricción de un fósforo. Para tener luz habría tenido que recurrir al pedernal y al acero, haciendo así un ruido semejante al del propio pirata al agitar sus cadenas.
Tan pronto como el negro aterciopelado que se vela a través de mi ventanita se tiñó de gris, me apresuré a levantarme y a bajar la escalera; todos los tablones de madera y las resquebrajaduras de cada madero parecían gritarme: “¡Detente, ladrón!” y “¡Despiértese, señora Joe!”. En la despensa, que estaba mucho mejor provista que de costumbre porque era la víspera de Navidad, me alarmé mucho al ver que había una liebre colgada de las patas posteriores y me pareció que guiñaba los ojos cuando estaba ligeramente vuelto de espaldas hacia ella. No tuve tiempo para ver lo que tomaba, ni de elegir ni de nada, porque no podía entretenerme. Robé un poco de pan, algunas cortezas de queso, cierta cantidad de carne picada, que guardé en mi pañuelo junto con el pan y manteca de la noche anterior, y un poco de aguardiente de una botella de piedra, que eché en un frasco de vidrio (usado secretamente para hacer en mi cuarto agua de regaliz). Luego acabé de llenar con agua la botella de piedra. También tomé un hueso con un poco de carne y un hermoso pastel de cerdo. Me disponía a marcharme sin este último, pero sentí la tentación de encaramarme en un estante para ver qué cosa estaba guardada con tanto cuidado en un plato de barro que había en un rincón; observando que era el pastel, me lo llevé, persuadido de que no estaba dispuesto para el día siguiente y de que no lo echarían de menos enseguida.
En la cocina había una puerta que comunicaba con la fragua. Quité la tranca y abrí el cerrojo de ella, y así pude tomar una lima de entre las herramientas de Joe. Luego cerré otra vez la puerta como estaba, abrí la que me dio paso la noche anterior al llegar a casa y, después de cerrarla de nuevo, eché a correr hacia los marjales cubiertos de niebla.
Capítulo III
Había mucha escarcha y la humedad era grande. Antes de salir pude ver la humedad condensada en la parte exterior de mi ventanita, como si allí hubiese estado llorando un trasgo durante toda la noche usando la ventana a manera de pañuelo. Ahora veía la niebla posada sobre los matorrales y sobre la hierba, como telarañas mucho más gruesas que las corrientes, colgando de una rama a otra o desde las matas hasta el suelo. La humedad se había posado sobre las puertas y sobre las cercas, y era tan espesa la niebla en los marjales que el poste indicador de nuestra aldea, poste que no servía para nada porque nadie iba por allí, fue invisible para mí hasta que estuve casi debajo. Luego, mientras lo miré gotear, a mi conciencia oprimida le pareció un fantasma que me iba a entregar a los Pontones.
La niebla fue más espesa todavía cuando salí de los marjales, hasta el punto de que, en vez de acercarme corriendo a alguna cosa, parecía que ésta echara a correr hacia mí.