Tan cerca de la vida. Santiago López Petit
el yo aumenta de tamaño, y entonces ya no cabe por el abismo al que pretendía arrojarse. Sinceramente, me vienen unas terribles ganas de reír. Aceptaré el juego. ¡Qué divertidos son esos psicólogos! Con suerte podré arrancar un poco de vida a la vida. El contrato termina con esta frase: «Estas normas son de obligado cumplimiento para todos los alumnos que deseen integrarse en esta escuela, por lo que el incumplimiento de las mismas puede suponer la expulsión».
Ya he firmado y me siento mejor, más relajado. No abrigaba ninguna duda, lo digo en serio, estaba completamente decidido a aceptar las obligaciones que esta vinculación comporta. Ahora bien, la pregunta de por qué he suscrito este compromiso no tiene respuesta para mí. ¿Por qué he firmado? O más concretamente: ¿qué nos sujeta a la vida? Nos sujetamos a ella cuando todas las recetas que seguíamos para atrapar esos instantes de eternidad tan buscados se muestran inútiles. Nos sujetamos a ella, en definitiva, para no caer más en el interior de esa noche que se alarga como la sombra del miedo. En la Escuela de la Vida me enseñarán de nuevo a respirar. Acepto trabajar mi propia vida y hacerla rentable. No puedo concebir una existencia sin un plan que la encauce. Una existencia que se deja llevar, perpetuamente condenada a deslizarse sobre acontecimientos que no controla, es despreciable. Aquí me ofrecen un horizonte: «La felicidad es revolucionaria». Con esta firma busco una salida a una situación que no tenía salida. Pero ¿ese yo multiplicado que veo en el espejo soy yo realmente? Mi seudónimo, como ya he dicho, será la letra I. Me gusta. I de «idea», I de «innovación», I de «inversión»… I de «imbécil».
«¡Llega a ser el que eres!»
Entramos en el salón de actos. Enseguida empezará la conferencia de un profesor muy prestigioso que forma parte del equipo multidisciplinar. El título de su disertación es: «La creatividad y la vida». Tomamos asiento en silencio y dispuestos a escucharle. Una voz lee su inacabable curriculum vitae y después él mismo se presenta.
—Voy a hablarles —nos dice— de lo que será el tema central del curso: la creatividad. Abordar esta cuestión implica responder a muchas preguntas interrelacionadas: ¿qué vínculo existe entre la creatividad y la vida?, ¿hay un solo tipo de creatividad?, ¿qué papel juegan las emociones en el proceso creativo? Empezar a dar una respuesta a estas cuestiones nos permitirá plantearnos de un modo más fructífero la gran pregunta que les ha traído hasta aquí: ¿cómo se convierte uno en creativo?
El profesor muy conocido y admirado empieza por advertirnos de que es necesario, antes que nada, olvidar, por obsoleta, la antigua concepción de la creatividad.
—En la actualidad —asegura— las personas creativas ya no tienen que rebelarse contra la sociedad, más bien al contrario, es la propia sociedad la que exige a todos ser creativos. Quien no es creativo se hunde en el anonimato y tampoco es capaz de ayudar a la sociedad. Hoy en día, creatividad e innovación coinciden. O lo que es igual, para que una idea sea creativa debe cumplir dos condiciones: originalidad y utilidad. La creatividad sigue consistiendo en desafiar la realidad establecida y proponer nuevas y mejores soluciones. La imaginación y el riesgo son, pues, consustanciales al acto de creación. El que sabe innovar es un revolucionario y, por esa razón, la verdadera revolución radica en saber adaptarse a los cambios y así ganar en competitividad.
El profesor muy conocido y admirado hace una breve pausa y, a continuación, nos insta a que ahora seamos nosotros quienes planteemos preguntas. No bien acaba de pronunciar la última palabra, M levanta la mano. Todos los ojos se dirigen hacia M, pero él, sin asomo de duda, interpela al profesor para consultarle si la creatividad puede aprenderse, o bien si es algo innato. Antes de que este tenga tiempo de responder, M empieza a explicar que la creatividad es como un músculo y que si uno se entrena, puede aprender a ser creativo. Según él, se trataría de una habilidad extendida a toda la población, si bien el contexto social determinaría, en última instancia, que dicha capacidad se despierte o permanezca apagada. Sin embargo, prosigue M, las innovaciones verdaderamente disruptivas, es decir, las que alteran sustancialmente nuestros hábitos y modos de ver el mundo, esas son privilegio de unos pocos. Después de que M haya hablado, se ha producido un silencio embarazoso y en la sala ha crecido una sensación generalizada de rechazo. M no es más que un pobre engreído. Pero ¿quién se cree que es? Yo no estoy de acuerdo. La intervención de M es aparentemente banal y, por eso, cumple muy bien una doble función. Por un lado, afirma que la creatividad puede enseñarse, lo que supone reconocer la autoridad del profesor y no tratarlo de mero impostor; por otro lado, al decir que la habilidad de crear pertenece a todos, busca congraciarse con sus compañeros, aunque desde una posición exterior y más elevada. En definitiva, M pretende una doble aprobación: ser tomado en cuenta por la instancia de poder y, al mismo tiempo, ofrecerse como mediador entre el equipo multidisciplinar y nosotros. Evidentemente, ambas pretensiones van a la par. El profesor, sin embargo, no reacciona y sigue impertérrito su clase.
—Un modelo colaborativo —afirma— incrementa la creatividad. Si tú sabes hacer muy bien una cosa y yo soy el mejor en otra, tenemos que estar dispuestos a trabajar juntos para crear una tercera cosa todavía mejor. A menudo es así. Sin embargo, no hay que olvidar que, en último término, la creatividad consiste en liberar las propias fuerzas internas. No existen reglas para lo que es, por lo menos en algún momento del proceso, consecuencia de una ausencia de reglas. Hay que alejarse del camino para encontrar un nuevo camino. El alumno creativo es necesariamente desobediente. Ahora bien, esa desobediencia que no produce, sino que crea, implica una autotransformación que puede resumirse en tres etapas. El buen emprendedor tiene que trabajar mucho. Como el camello, debe cargar con las tareas pesadas y monótonas. «Aguantar» es la palabra clave que mejor define esta primera etapa. Aguantar el menosprecio y la falta de confianza. Aguantar el fracaso que pesa como una montaña. Después, el emprendedor tiene que ponerse en pie y decir: «¡Basta!». El emprendedor es entonces el león que manda en su territorio. El león que llega donde no llega nadie porque desconoce el miedo y es libre. Ni siente conmiseración ni se alimenta de despojos. Tampoco se aferra a lo familiar y conocido, sino que convierte cada situación vivida en una oportunidad. Y, sin embargo, el buen emprendedor tiene aún que ir más lejos. En la tercera y última etapa, tiene que ser el niño que juega. Recuperar la mirada inocente y curiosa del niño. El juego de crear requiere abrir la mente y expulsar el porqué, desterrar la finalidad que, a menudo, secuestra el impulso de innovar. De esta manera, la rebeldía puede ser encauzada y hecha constructiva. El «pero» ha sido sustituido por la «y» que ya no bloquea. La «y» que une y une formando un inmenso rizoma de nuevas ideas. No debe buscarse el éxito. Hay que prepararse para poder recibirlo. Cuando uno se acostumbra demasiado a una disciplina, debe abandonarla y saltar a otra disciplina. El emprendedor que quiere saber qué es el baile, no acude a un espectáculo de baile, sino que él mismo baila. El niño juega bailando y baila jugando… Llegado este momento, creo que el profesor conocido y admirado ya no sabe exactamente qué está diciendo. En el salón de actos reina una calma extraña. Algunos de los compañeros se han dormido. Otros simulan tomar apuntes. Se han apagado las luces y el profesor se ha esfumado. De pronto, aparecen proyectadas en las paredes de la sala de actos, e incluso en el techo, escenas de la vida cotidiana. Lo más extraordinario es que las figuras humanas que hablan y se mueven tienen los rostros de los alumnos del curso. Después de la sorpresa inicial, me tranquilizo y pienso que se trata simplemente de un programa informático que permite cambiar unos rostros y sus expresiones faciales por otros distintos. Sin embargo, la sorpresa se convierte en espanto cuando, de la boca de nuestros rostros que son ajenos, ya que están puestos en el cuerpo de otros, empiezan a salir frases que reconocemos como propias. M, el compañero de curso que hace un momento ha interpelado al profesor, está hablando con alguien que parece ser una amiga.
—No, no tengo ganas de enseñar historia en la universidad o en un instituto cualquiera. Sentiría que me estoy estancando. Sería como morir lentamente. Aunque no tenga tanta seguridad económica a final de mes, prefiero la gestión cultural. Cerca de la Política, en mayúscula, aunque sin dedicarme por completo a ella, claro. Personalmente, lo que me interesa es introducir pensadores que no son conocidos, organizar cursos en instituciones de prestigio; en definitiva, estar presente en la esfera pública, pero como yo mismo. Por eso, lo que más deseo es poder formar parte del equipo pluridisciplinar de la Escuela de la Vida. Sería la culminación de mi carrera profesional y