Tan cerca de la vida. Santiago López Petit

Tan cerca de la vida - Santiago López Petit


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Me han tenido meando sangre a causa de las palizas. Los miras a los ojos y te dices: no os olvidaré jamás. Y el odio se convierte en tu único motor. Mi odio respira por las muchas heridas y mutilaciones que me he causado. Soy una boca inmensa, hecha solo para vomitar sobre el mundo.

      »Pero en la cárcel aprendes a no precipitarte, a mantener la cabeza fría. Te lo montas para sobrevivir, te buscas la vida con chantajes o manipulando. Haces lo que sea necesario. Me oyes bien, digo que haces todo lo que sea necesario para no hundirte. No se puede vivir en una cloaca limpio y puro como una paloma de la paz. Nadie ha vencido jamás en una guerra permaneciendo siempre en una posición defensiva. Quien se limita a defenderse está destinado a ser derrotado. Yo estoy jodido, ¿no? Pues que se jodan ellos también. Y decides negarte a subir a la celda. Simplemente, dices: «No voy a subir»; y los carceleros empiezan a sudar y a ceder terreno. El motín está a punto de estallar y yo atizo mi venganza. Por favor, escucha, tú mismo te estás perjudicando y… bla, bla, bla. Yo he visto carceleros caerse al suelo, presos de un ataque de nervios. Incluso los he visto llorar de miedo. Entonces, notas en la boca del estómago una sensación de triunfo porque esos arrugados de mierda ya han perdido toda autoridad.

      »¿Entiendes lo que te digo? ¿Qué vas a entender, tú? Cuando te metes en la cabeza que no puedes esperar ayuda de nadie, es que empiezas a entender de qué va esta película. Nadie podrá encadenar mi voluntad y yo siempre seré libre de rebelarme. El secreto está en aguantar el tipo, mantenerse en pie, no bajar nunca la mirada. Yo me rebelo contra todo y no me gusta que me manden. Pero no grito. ¿Por qué gritar si nadie va a oírme? Ni la comisión de derechos humanos ni la Virgen de los Desamparados van a acudir. En la cárcel te conviertes en una bestia. La alternativa es ser una bestia, una bestia que nada respeta o una sombra congelada que la soledad ensangrienta.

      »¿Sabes?, la crueldad tiene algo de delicioso. Entretiene y, entonces, el tiempo de la espera parece acortarse. Manejas las situaciones y las personas como te da la gana. ¡Los médicos, los psicólogos, los carceleros son tan fáciles de engañar! Con cuatro días que pongas cara de monaguillo y te dirijas a ellos con voz respetuosa, ya creen que estás recuperado para la sociedad. Les sigues el rollo y en tu interior estás pensando: el día que te coja…

      »En la cárcel hasta puedes crear tu zona de confort.La droga entra de mil maneras. Desde en los vis a vis, hasta lanzada al patio por encima del muro. Si prolongan el muro con una reja, entonces, se lanza desde un piso más alto de un edificio de enfrente. Si cubren los patios con una red, entonces la droga, puesta en bolsitas dentro de cubitos de hielo, cae cuando estos se funden. A pesar de todo, la cárcel sigue siendo una cárcel y cada día ves cómo la muerte llega puntual a por ti. Es un soplo frío que atraviesa los cuerpos, por mucho que intentes resguardarte. Lo entiendes de una vez: ¡la cárcel roba tu vida! En su interior, vivir es sobrevivir, resistir a la muerte.

      »La gente se cree que los presos disponemos de todo el tiempo del mundo y, sin embargo, nuestro tiempo se agota. Veloz y sin piedad, el tiempo se marcha por la taza del váter. Cuando golpeo la pared con mi cabeza, ya no lo hago con tanta fuerza. Estoy cansado de luchar. Yo no soy de nadie. Yo soy de mí. Pero no quiero acabar como mi hermano, siempre huyendo para, al final, morir de una sobredosis. Ser un fugitivo es tener que levantar cada día el velo de espanto que cubre la ciudad y buscar un lugar en el que reposar. Aunque sea tan solo un instante. Ser un fugitivo es temer continuamente ser devuelto a la cárcel. La soledad mira por la ventana a través de los barrotes. Tengo que salvarme yo solo, porque nadie salva a nadie.

      Mientras lo escucho, no puedo menos que pensar en su hermano y en lo poco que se parecían. A es más alto y fuerte. No le gusta pasar desapercibido y se hace notar. En cambio, su hermano, más inteligente, prefería estar al acecho y aguardar el momento oportuno. Pero lo que realmente les hace muy diferentes es el efecto que sobre cada uno ha producido el paso por la cárcel. El individualismo de A se mezcla con un gran resentimiento, lo que no sucedía con su hermano. Es como si en él la vida se hubiera ensimismado y luchara encarnizadamente contra ella misma. Con el hermano de A pude hablar del movimiento obrero y, aunque nunca tomara en serio mis sermones —así se refería él a mis intentos de convencerlo—, tengo que reconocer que siempre se mantuvo fiel a la asamblea de la fábrica. Estoy casi seguro de que, con A, este tipo de conversación será imposible. Para él, lo único que cuenta es su propio yo, y todo lo demás son patrañas. El querer vivir, en A no se abre a la relación con el otro. El querer vivir se ha reducido a un puro instinto de conservación.

      —Yo quiero vivir. He prometido rehabilitarme y esta escuela me quiere dar una oportunidad. Me han dicho que les interesa mi caso. Por fin seré libre.

      No he querido mostrarle mi extrañeza y he preferido callar. Lo he felicitado, aunque me he quedado pensativo. Cada uno de los hermanos encarna una manera de rechazar la cárcel. A firma un pacto con la vida que le asegura su supervivencia. ¿Cuánta humillación cabe en el querer vivir cuando es solamente un instinto? Su hermano, por el contrario, huyó hasta que decidió suicidarse. ¿Cuánto miedo a la vida hay en esta huida alocada? Como si hubiese intuido lo que estaba pensando, A me ha mirado fijamente y me ha dicho que no me creyera tan importante.

      —Y tú, ¿de qué vas? ¿Qué inocencia crees que puede nacer en medio de la lucha de todos contra todos? El pan que tú comes está amasado con sangre. El orden de la sociedad se aguanta sobre condenas como la mía. Cuando todo es igual y uno lo sabe muy bien, la vida se desmorona poblada de traiciones y renuncias. Afortunadamente, estamos en la Escuela de la Vida, donde cada día entre todos levantamos horizontes.

      Infiltrado

      Trabajar en una fábrica cuando la promesa de emancipación se ha aplazado indefinidamente resulta insoportable. Incluso si se trata de una cooperativa. El hermano de A tenía toda la razón. La autoexplotación concede algunas alegrías. Es innegable. No obstante, la convivencia en un «nosotros» necesariamente limitado resulta a menudo problemática. Sin olvidar, evidentemente, la dificultad de mantenerse vivo en un mundo competitivo y pretender, además, no ser engullido por él. No nos engañemos. Construir algo distinto en el corazón de lo mismo es agotador, si no imposible. Sé que esta frase suena muy filosófica. Ahora me acuerdo de que no he contado mi paso por la Facultad de Filosofía.

      Cuando decidí apoyar el movimiento obrero, mi intención última era subvertir un mundo que consideraba injusto y miserable. Ir más allá del borde de lo respirable para descubrir si entre todos podíamos alimentarnos con fuego e inventar otra vida. Abrir un futuro que no estuviese envuelto en una bolsa de plástico reciclable. No fue posible. El abismo que había que atravesar era demasiado profundo y oscuro. La muerte nos aguardaba vigilante. Inclinamos la cabeza para no sentir en la nuca su hálito frío, y la renuncia permitió salvarnos, aunque el precio que pagamos fue el olvido del mañana. Hay traidores y tienen nombres. Pero fuimos nosotros los que tuvimos miedo ante el vacío que se abría. En verdad, no osamos desacatar el orden, y enseguida comenzamos a preparar un camino de retorno. La cooperativa, en este sentido, suponía un buen pacto con la vida. Por un lado, podíamos conservar los puestos de trabajo; por otro lado, a mí me permitía, con un poco de cinismo, creer que seguía luchando. Hasta que me harté de permanecer en este mundo cerrado. Un rincón bien amueblado quizás pueda servir para protegerse, aunque difícilmente constituye un lugar en el que mantenerse al acecho. Falta aire y sobra aburrimiento. Casi seguro que si buscamos en el diccionario la palabra «rincón», leeremos: «Efecto del verbo arrinconar».

      La vida había pasado sin darme cuenta y yo ni era capaz de entender lo que realmente había sucedido. Un único deseo me movía: huir afuera para no morir de pena. Una advertencia aquí muy oportuna: la termodinámica asegura que todo sistema cerrado está condenado a desaparecer como consecuencia del aumento de entropía. Un sistema vivo, por el contrario, es aquel que, precisamente porque está abierto, puede mantenerse lejos del equilibrio. El equilibrio es, pues, sinónimo de muerte. Por eso, si uno no desea convertirse en una piedra que ronca, tiene dos posibilidades: o llevar el caos al corazón del orden para deshacerlo o competir como un energúmeno en busca de reconocimiento. No hay más. Son los dos modos de conseguir una vida intensa. Aunque dudo que tengan la misma plenitud. Pero ¿qué significa la palabra «plenitud» cuando por fin eres dueño de tu voluntad? Yo intenté la primera vía con todas mis fuerzas. Llegué


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