Historia de un invisible. Emma Sepúlveda

Historia de un invisible - Emma Sepúlveda


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alguna enfermedad que les había dado a ellas, y me las tomé. Creo que eso me salvó. El viejo ni me dio pelota por tener la cara enorme de hinchada y me sacó a trabajar en el campo sin importarle una chucha lo que me pasaba.

      Después de un año, Mario no había recibido sueldo ni un solo día de descanso. Las palizas no disminuían, sino todo lo contrario. Pero, después de pasar hambre un fin de semana entero y recibir una paliza casi fatal, Mario decidió detener el abuso. Él sabía que el patrón y sus hermanos se acostaban con las mujeres que trabajaban en la casa cuando su esposa se iba a la ciudad. Lo hacían en grupo o individualmente, dependiendo de la cantidad de alcohol que habían consumido. Si estaban más borrachos, se ponían más agresivos y acudían varios de ellos a los cuartos de las empleadas a gozar en patota. Pero, si era la hora de la siesta, pasaban delicadamente de a uno al cuarto ubicado atrás de la cocina para seleccionar la que más les gustaba. Las mujeres dormían amontonadas en ese cuarto oscuro. De tanta visita patronal seductora, una de ellas quedó embarazada. El patrón culpó a Mario. Después de esa acusación de “pescarse a las sirvientas, en las noches, mientras todos en la casa dormían”, Mario sufrió la “pateadura” más brutal del año y esta vez en presencia de la esposa del patrón. “Para que aprendas a ser más hombre y a respetar a las mujeres”, le dijo el patrón después de terminar de pegarle. La esposa agregó: “Qué se ha creído este huaso bruto, cuando nosotros le hemos dado amparo y comida por tanto tiempo. Lo hemos tratado como de la familia, y nos falta el respeto de esta manera, acostándose en nuestra propiedad con estas mujeres”. Mario nunca ha olvidado esa escena.

       Yo no cacho si alguien me vendió como pertenencia a ese dueño de fundo. El viejo no me pagaba sueldo, no me daba días libres ni me dejaba salir del fundo. Pasaba hambre y frío, y mis únicos compañeros eran los otros animales que estaban debajo de ese techo y las empleadas que trabajaban en la casa de los patrones. Quizás yo hubiera aguantado por años esa vida, porque no tenía a nadie, ni tampoco a dónde ir. Hubiera aguantado si no me acusa de ser padre de la guagua de una de las empleadas y haberme dado la media ni qué paliza, enfrente de todos. Esa fue la última gota que rebalsó el cántaro que ya estaba casi llenito. Llenito de penurias, dolor, soledad, abuso y maltrato. La noche de la última paliza, esperé hasta que todos dormían para escapar. Pero estaba tan machucao que no podía ni caminar, y yo sabía que el camino iba a ser largo y difícil. Escapar de esta miserable vida no iba a ser fácil.

       En la madrugada me levanté más adolorido que la chucha, pero igual estaba decidido, y antes de sentir las piedras del patrón en el techo del galpón me fui calladito casi corriendo por ese camino de tierra oscuro y sin un alma caminando por ningún lado. Puta, tenía más miedo que adentro del galpón que ya me había acostumbrado a aguantar. No me arrepentí y seguí pa adelante no más. No me llevé nada más que la ropa que tenía puesta y mi tazón hecho de un tarro y una ollita del mismo material. Me fui como llegué, con una mano adelante y la otra atrás, y cagado de miedo. Me acuerdo como si fuera ahora; iba caminando por la tierra, húmeda, con ese frío sureño que te cala los huesos y mirando el camino a mis espaldas, asustado, pensando que, si el viejo conchesumadre me venía a buscar, me llevaría a patadas de vuelta al fundo, y ahí seguro que me mataba el desgraciado.

       Me daba tanta rabia la injusticia de ver que este viejo y la patota de hermanos degenerados que tenía se pescaban a las niñas que ayudaban en la casa, y las trataban como si fueran pa todo servicio cuando se iba la patrona. Y a veces, a la hora de la siesta, cuando la vieja estaba ahí mismo, igual se metían con las cabras. Y yo lo sabía porque ellas me contaban lo que los viejos les hacían y ellas se tenían que dejar no más, porque si no, las tiraban a la calle y nadie les iba a dar trabajo, comida y lugar donde vivir. Yo, en esos años, no sabía ni lo que era masturbarme y me iba a meter a tener relaciones sexuales con esas señoras. ¡Nica! Yo era como un hijo pa ellas.

      Salió del fundo en la madrugada y no paró de caminar hasta que empezó a oscurecer. La combinación del miedo con la emoción de saber que era por fin libre del abuso del patrón le dio un tipo de energía que Mario recuerda como parecido al efecto de una droga. Caminar y caminar, pensando, llorando a veces, y mirando todo a su alrededor. Sentía como si hubiera estado en una cárcel, encerrado, sin ver el mundo de afuera y a nadie más que sus amigos animales, las mujeres que trabajaban en la casa, los otros campesinos que estaban en el fundo y al patrón: el déspota, el abusador.

      Llegó a un pueblo llamado El Carmen Oriente y paró a buscar un lugar para dormir. Solo tiene en su memoria que, en medio de todo lo que sintió esa noche, echó de menos a los perros, sus compañeros de cada noche y cada hora de comida. Los amigos que no le contestaban cuando les hablaba, pero que estaba seguro de que lo entendían, porque veían cómo lo trataba el patrón y, muchas veces, hasta le ladraban al amo cuando le pegaba a Mario delante de ellos.

      Se durmió arriba de un árbol, fuera del pueblo al que llegó la primera noche. Sentía que allá arriba, lejos de la vista de todos, iba a estar más protegido y más oculto por si llegaba el patrón en su camioneta blanca a buscarlo. Despertó cuando llegaron los primeros pájaros a disputarle espacio entre las ramas. Mario bajó y buscó algo para comer. Volvió al pueblo El Carmen Oriente y, por primera vez, empezó a pedir. No a pedir limosna, sino trabajo, cualquier trabajo a cambio de comida. Y le fue bien. Por ahí alguien le dijo que le sacara leche a una vaca y le dieron una tortilla de rescoldo enorme, según lo que recuerda Mario, con un pedazo de arrollado que se le salía por las orillas del enorme pan. Pasó el primer día mucho mejor de lo que él había pensado que sería la vida de un guacho sin techo, regalado o vendido por su familia. Un buen día para un esclavo abusado por su primer patrón, sin un centavo en los bolsillos y nada que ponerse encima para mitigar el implacable frío del sur de Chile.

      La vida en la calle

      La experiencia del maltrato, la explotación y el abuso marcó al joven Mario. Pero las huellas no quedaron impresas por el odio, sino que le hicieron desarrollar un profundo sentido humano y social. Al ver desde tan cerca —y en carne propia— el maltrato y la crueldad, decidió nunca llegar a ese extremo con nadie y dedicar el resto de su vida no solo a protegerse, sino que también a resguardar a quienes estuvieran a su alrededor. Los abusos fueron su escuela y la calle sus libros. Vio lo peor, pero dejó como educación lo que él mismo convirtió en lo mejor. Todo lo que hacía lo hacía por instinto, o quizás por lo que recordaba que le había enseñado esa abuela que apostó por él, cuando nadie le daba ninguna posibilidad de sobrevivencia y éxito en la vida.

      Mario vivió en la calle, durmió debajo de puentes, arriba de árboles o en establos y caballerizas que le abrieron los dueños para darle trabajos temporales y un lugar donde dormir. Cortó pasto en jardines de lindas casas patronales del sur, domó caballos y cosechó fruta en los enormes fundos de patrones nobles y dignos que apreciaron y valorizaron su dedicación al trabajo. Mario aprendió a respetar porque también lo hicieron con él. Trató de no mirar atrás y hasta optó por nunca más volver a nombrar al viejo patrón. Hasta se convenció a sí mismo de olvidar el nombre y apellido de ese hombre.

      Los meses de verano fueron siempre mejores para la vida de un vagabundo que iba de pueblo en pueblo, por Punta Arenas, Puerto Natales, Puerto Montt, Concepción, Valdivia y todos los de entre medio, buscando trabajo temporal y viviendo en las soledades del campo. Durante el verano era más fácil bañarse en el río o en los canales. Era más práctico cocinarse algo con leña seca de eucalipto que encontraba entre los árboles muertos que soportar la lluvia con hambre. Entre enero y abril, había más oportunidades, también, de conocer gente que anduviera trabajando en las faenas temporales de pueblos cercanos y hacerse de amigos para pasar el tiempo libre acompañado. Mario recorrió el sur y se siguió enamorando de la tierra, la gente y sus costumbres. Aprendió conociendo y conoció recorriendo, trabajando y luchando.

       Vivir de lo que te da la gente y dormir donde te pilla la noche es duro. Pero esas eran las únicas dos alternativas que tenía en ese tiempo: que me maltrate un hombre desgraciado hijo de puta, o que me maltratara la miseria de vivir sin casa y pidiendo comida. Para mí, por la cresta, no había comparación. Aparte de eso, me di cuenta de que ese viejo de mierda no era como otros patrones. Viviendo


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