Bajo la soledad del neón - Antología de cuento contemporáneo de América Latina. Christian Jiménez Kanahuaty
porque no puede ocultar ni reducir la prosa a un ejercicio de retórica. Los cuentos de esta antología desmienten la retórica de la narrativa instrumental que repite el ejercicio de estilo porque la fórmula funciona. El cuento como lo conocíamos terminó cuando la modernidad entró en crisis. Porque la crisis motivó formas, sentidos y voces inéditas que buscan dar cuenta de una realidad porosa y contradictoria. El Estado y el estado del cuento en América Latina hasta hace veinte años han necesitado que no exista la contradicción porque el sentido buscado era lo homogéneo, lo sólido y lo tranquilo.
La soledad del neón, por ello, es peligrosa, porque en esa soledad ocurre todo. El silencio. El peligro y la violencia, la evocación y la exploración artificial de lo natural; la sustitución de lo artificial por lo natural no termina de cuajar y por eso algunos de los cuentos presentes en este libro indagan en el grado de verosimilitud de la propia realidad: como si estuviesen escritos por David Lynch, buscan el reverso perverso de la forma social, a la que quieren insertar el bisturí para que la pus sea el antídoto del aburrimiento y del tedio.
Lo que parece un simple cuento resulta ser un cazador solitario que busca, sin ir muy lejos, revelar lo que se puede hacer legible de las relaciones humanas que funcionan como agentes constitutivos de formaciones sociales en cambio. El proceso de cambio ingresa de distintas formas en la percepción del mundo, y por tanto los cuentos de este libro se convierten en registros de época, en marcas de un tiempo en duda. Por eso, en apariencia los cuentos empiezan de una forma, y a medida que avanzan parecen ser una cosa, pero terminan siendo otra muy distinta y eso se debe a que el lector, por un lado, está acostumbrado a que el cuento funcione como un artefacto que produzca sorpresa. Pero por otro lado, aquí el motivo del cambio de final parte de un cuestionarse a sí mismo como género y se rebela a su propio autor cuando desea ser algo que ni el mismo autor predijo que sería.
El cuento puede ser un concepto. Una herramienta. Una obra de arte. Un objeto de consumo. Un artefacto comercial. Un sentido de pertenencia y un espacio en la cultura. Un cuento además puede ser una disputa dentro del campo letrado y un cuento también es un sistema normativo del lenguaje, pero al mismo tiempo un dispositivo en el que se suspenden las reglas y la tradición; con ello, tenemos que el cuento es, desde otro punto de vista, un sentimiento y una exploración sensorial o una crónica ficticia sobre un tiempo finito. El cuento es por último el sentido práctico de unos personajes que luchan consigo mismos por entender qué lugar ocupan en el espacio de la producción capitalista de la cultura, de los objetos y de los sentidos. Todas las definiciones posibles del cuento tienen algo de verdad y cada una de ellas es aplicable a un cuento de esta antología. Y es por eso que esta selección apuesta por la diversidad, porque diverso es el continente y múltiple es la experiencia que se pretende capturar.
Lo que se captura en el tiempo, finalmente, es una señal intermitente que se lanza al espacio social. Y como todo espacio está en él, es capaz de integrar esas señales en su nueva concepción de mundo o, por el contrario, puede subsumir y cosificar la señal que lanza y que añade a su sistema discursivo. Estas cuestiones ya no dependen del escritor. Ni siquiera del mismo cuento. Dependen solo del modo en que se difunde el cuento y la manera en que funciona su recepción en un tiempo y un lugar determinados. La lectura del cuento está en última instancia en su fondo social e histórico; y en síntesis, lo que se presenta como un cuento puede ser tal vez una crónica fragmentada de un tiempo fragmentado donde cada texto es como un trazo que se conecta con el siguiente para, al final, dar cabida a una figura que es el mapa sensorial de la región y del continente. Pero aquí, la política de los sentidos es política porque cada selección hecha por el autor a la hora de escribir es también una selección sobre la realidad, estableciendo de esa manera el tipo de realidad más notoria y representativa de su país frente a las narrativas de los otros países. No es un juego de espejos. Tampoco una forma de estereotipo. Es, más bien, una constelación de símbolos y de sentidos que se ocupan de lo normal y común, pero que, al mismo tiempo, lo transforman, lo desnaturalizan, y lo entregan como algo —un cuento, una historia—, inusual.
Entonces, si de cerca nadie es normal, y si de sentidos comunes está tejida la historia natural de las naciones, lo que hace un escritor cuando afronta la realidad desde la construcción artística del cuento es limar lo normal, quitar lo repetitivo y apuntar el arco narrativo hacia el sentido del significante. Llenarlo y devolverlo a lo social para que sean el discurso y la opinión públicos quienes se encarguen de irradiar esa nueva señal de alerta que lanza el escritor cuando siente que la realidad ha rebasado su espacio de contradicción. Oxigena con su historia lo común y el tejido social se ensambla otra vez, y una nueva oportunidad vital tiene lugar. Dicho acontecimiento ocurre, en mayor o menor grado, en cada uno de los cuentos de esta antología; corre por cuenta del lector encontrar el instante en que aquello sucede.
Tras encontrar aquel momento, lo que se desea es que el lector dé voz de alarma a los suyos e integre, junto a los autores de los cuentos, el grupo de aquellos que pueden ver el reverso y al anverso de un mismo fenómeno en un mismo tiempo.
Christian Jiménez Kanahuaty
La Paz, noviembre de 2020
Carlos Yushimito
Poco después de comenzar las beligerancias en São Clemente, Pedro de Assís anunció que se completaría el cuerpo. Esa misma tarde abandonó la casa que poseía en la rúa de Niemeyer y ocupó, en el filo del morro, la barraca donde había nacido cuarenta y siete años atrás. Mamboretá había vuelto. El rumor de su regreso fue traspasando la ciudad como lo habría hecho una gota de agua: lentísima, permanente, fatigosamente, logró vadear el asfalto, y los pies ligeros que cargan las desgracias y las malas entrañas hicieron el resto. No tardaron en callarse; en afirmar enseguida:
«Mamboretá ha vuelto». Y en poco tiempo su oscura densidad, esa pasmosa exactitud del azar que recorre el último ciclo de su historia, se depositó en las páginas principales de los diarios, y, quietamente, su metáfora obtuvo la aprobación que le hacía falta para volverse irreversible.
Era entonces la guerra.
Dos meses antes habíamos heredado los negocios de Tomé. Me refiero a Belego y a los demás caras, sobrinos y primos segundos del viejo. De pronto nos descubrimos quedándonos por costumbre en la que antes era su sala, comiéndonos su comida, haciendo las mismas cosas que hacía él, sin echarle de menos ni pedir consentimiento alguno. Tres días después del luto, cuando Belego abrió la puerta clausurada y el aire estancado se liberó como una exhalación, la vida recuperó la normalidad y ninguno de nosotros quiso recordar, en realidad, que a Tomé le habían jubilado con siete puñaladas en un hostal de São Conrado. Los motivos de su muerte —lo sabrán ya mejor que ninguno— iban a comenzar la guerra, cosidos alrededor de su cuerpo con tanta claridad que la gente empezó a murmurar, a contar historias, hasta que Mamboretá vino para confirmar en silencio las noticias que nos decían que había sido Pinheiro su asesino y no otro. A nadie cupo duda de que el viejo era lo más cercano a un padre que el visitante tenía; y aunque nosotros acumulábamos una deuda muy profunda por él, sabíamos que, antes de morir, Tomé nos había dejado otra deuda por cumplir, y que nos correspondía a nosotros lidiar con ella.
Fue un jueves.
La puerta abierta nos sonreía como una boca sin dientes, y, a pesar del luminoso mediodía tras los cristales, el grupo de negros se dispersaba por el taller con una circunspección nocturna. Lo habían ocupado en nada, examinando y removiendo cada resquicio de la casa, geométricos en su experiencia. Buscaron, sospecharon y no tardaron en quedarse quietos. (Luego supimos que esa misma tarde Pinheiro había ordenado matar a Andorinho como hiciera antes con el viejo: atado de manos a la espalda, pinchado en el abdomen y con el cuello abierto, un párpado dormido sobre la mesa llena de recortes y papeles rojos que respondían a la amenaza del regreso). Los vimos a través de esa óptica de suspicacia que nos llevó a pensar. Pero el rubio Mamboretá nunca sintió miedo. Sus ojos miraban con el mismo fuego azul pálido, y esa autoridad que arrastraba como el vértigo