Bajo la soledad del neón - Antología de cuento contemporáneo de América Latina. Christian Jiménez Kanahuaty
arriesga usted mucho con la boca. Un día cualquiera se va a encontrar con un cara que se la cierre malamente». Él se rio entonces, lo recuerdo. Pero Cristo, Nuestro Señor, que lo tiene hoy en su gloria, ya me había escuchado decirlo.
Afuera había empezado a crecer un sonido débil y susurrante. La fiesta que iba gestándose con discreción a través de paredes, maderos y montículos de desperdicios, las viejas marcas de la ciudad que miraba invicta a lo lejos, nos sonreía. Recordamos que las fiestas del barrio medio celebrarían el nuevo año hoy, bajando hasta Copacabana por una ruta zigzagueante que resumía el camino salvaje que deberían atravesar los hombres hasta encontrar el reino de Yemanjá; mujeres balanceándose bajo el peso de sus plumajes y aceites, sus vestidos de hilo blanco, sus panderetas y tambores dándoles forma a sus cuerpos de barro, escultores dedicados a la perfección. ¿Qué otros paraísos escondían esa sensualidad parda, esa turgencia que se arqueaba con destreza en ondas que iban a restituirse, finalmente, al festín del mar? El sol brillaba detrás de los visillos y nos hacía gestos, guiños delicados, para que viéramos una señal que no supimos ver. Ni siquiera prestamos atención a lo que Mamboretá decía, con la lucidez de un clarividente.
—Cuando algo termina, hay que estar preparado para empezar de nuevo.
Belego apartó la cara de la ventana, donde algunos cuerpos empezaban a parecer más reales a través de su bruma de suciedad. Era difícil distinguir el sonido que llegaba partido como a cuchilladas. El día, hecho harapos en el horizonte, se convertía en un lugar diferente.
—Es lo que respondió Tomé —concluyó.
Pero, en silencio, Belego ya lo sabía.
Eran las palabras que el viejo le había repetido toda su vida.
A veces no veo una, sino varias señales en lo que hago. No es un papel que se echa a la letrina cuando el boceto se ha las- timado o ha perdido encanto a tus ojos. No es como el amor ni el miedo. No alcanza la profundidad de la culpa; pero su marca, fija a tu piel, adquiere para siempre esa resistencia peculiar que se enraíza hasta convertirse en parte misma de tu identidad. De lo contrario no la elegirías como tu compañera hasta el día de tu muerte, que es el final de la vida, de nuestra esencia toda. Ya no habrá más camino. Eres un maldito kilómetro perdido en mitad del desierto. Su marca es inalterable, como la muerte en todas sus posibles formas, y es bueno que así sea, pues ser consciente de su cualidad irreversible significa respetar profundamente la vida. Piénsalo así. Es lo único que sabes con certeza que estará contigo. No una amante, no una esposa, no un hermano; no un recuerdo agradable; no una imagen amistosa, familiar, a la vista. Solo tú y el tatuaje, invitados al espectáculo de tu respiración acabando. ¿Hay algo más grande que esto? ¿Algo mejor que ver ese espectáculo posible, como otros miran a una madre pariendo la vida? Con certeza que sí. Una vez que la costra haya caído de tu carne, no faltará más a su cita: verás tu brazo y ahí estará; se despedirá, ¿y luego qué? Tu piel se llenará de otras marcas, ceños, arrugas, matices, hasta que, devorada también por el tiempo que todo lo corroe, se integrará nuevamente en el andrajo de tela de donde nuestro artesano saca todas las pieles que visten hombres y mujeres sobre la Tierra. En el fondo, solo el odio tiene una tinta similar, tan oscura y definitiva como ella. Pero tampoco sobrevive: poco antes de morir, todos los hombres somos justos; a nadie le faltan bondad ni epitafios generosos, ni lágrimas, ni un recuerdo gentil. El mapa de tu vida escrita. ¿Qué le da un poder similar a un hombre? Matar a otro. Sí, matar a un hombre. Es el único acto semejante a dejar un tatuaje en el cuerpo: matar a un hombre. Pero detente en este punto. ¿Quién quiere un estigma tan debajo del cuerpo, tan anclado en él como para hundirse en los abismos de su propia conciencia? La única marca que estará esperándote el día que cuelgues el aliento y la piel, antes de sumergirte en lo inmaterial, te observará, quedándose en el sitio que le diste en el mundo. Desde lejos te dirá adiós, y está bien que así sea. Elegir será siempre la misma responsabilidad, la misma sabiduría: que tú también, en silencio, hayas terminado por llevarte algo importante contigo.
Mamboretá siente curiosidad:
—¿Alguna vez has estado en la cárcel, Belego?
La pregunta no parece sorprenderlo, aunque la voz del visitante, sí. En cierto modo, no es un aire confidencial, sino casi cómplice, el que los une. Pedro de Assís adopta una suave rigidez; pero su expresión, en cambio, serena y humilde a través de sus ojos, termina por tranquilizarlo. Entre el pulgar y el índice de su mano izquierda tiene la respuesta, quieta como una ola en la orilla: un tatuaje con siete cifras que cualquiera que haya atravesado Araraquara podría interpretar sin problemas. Su pregunta, vista así, suena torpe, solo circunstancial, tautológica. Pero a pesar de ello, Belego continúa pinchando sin perder la concentración, pues su respuesta no le exige ser elaborado ni paciente, y entiende que se trata de una burda cortesía.
—Sí —responde—: fue hace tiempo, en una prisión de São Paulo. —Se justifica—: Una acusación necia. Celos, tal vez. Nunca lo supe bien. Dios sabe que para los pobres nunca hubo justicia en los tribunales, y que si sobreviví fue solo por la protección de alguien tan grande como él. —Se atreve—: ¿Y usted, señor?
Recostado como una ballena sobre la arena, Mamboretá abre una boca dotada de grandes y relucientes molares, y un trozo de oro situado entre el colmillo derecho y los frontales superiores de sus fauces lo iluminan con fuerza. El brillo vulgar de su dentadura, a pesar de todo, desluce su expresión, que revela una compleja secuela de sentimientos, tan enrevesados y oscuros como los tribales que cubren sus antebrazos.
Por fin, su risa se cierra, como una trampa.
—Sí —dice—. Por matar a un hombre.
—Matar un hombre —repite el otro.
—Sí, matar a un hombre... —dice el visitante—. Matar un hombre.
Se ríe, sin motivo aparente:
—¿Y tú?
Belego se detiene, aleja la aguja de la piel y la reposa junto a la tinta.
Sus ojos, al contacto con los otros, se embadurnan de una esquiva grasa.
—Bien... —comienza.
Se había repetido esto miles de veces mientras imaginaba la situación; miles de veces, duplicando su voz, miles de veces apostando por la expresión que pondría la primera persona que conociera su pecado. Y, sin embargo, cada vez que lo intentaba, se le escapaba una respuesta simple, decía: «estafa». Una escueta, adecuada demostración de que lo suyo también se había ido y de que ahora estaba en paz con su pasado. Pero teniendo a Mamboretá delante, su respuesta ahora lo hace reflexionar, y Belego presiente la poca fortaleza de su delito frente a la definitiva marca del otro. Enflaquecida su voz, es como si de pronto toda seguridad lo hubiera abandonado por completo.
—Por algo similar —dice al cabo.
El visitante golpea sus muslos con fuerza.
—¿Algo similar? —se indigna—. Me estás jodiendo, cara. En esta vida que yo conozco, a un hombre lo matan o no lo matan. Nunca hay algo que se le parezca a matar un hombre. Uno simplemente lo hace cuando llega el momento, ¿comprende? —Se detiene—. Así que, ¿qué me dices?
Se libera:
—Que hay muchas formas de matar a un hombre, señor. Y que la peor de todas es salvándolo.
A los otros les había tomado tres lustros y medio crecer como lo hacen las raíces de los árboles. Ahora solo quedaba esa región, muy cerca del esternón, por cubrir. El resto, colmado de tribales negros en sus antebrazos, escenas bíblicas —la crucifixión y el milagro de las aguas hendidas en el desierto—, abdomen y espalda cubiertos por demonios japoneses, fueron explicándose hasta