Constitucionalismo, pasado, presente y futuro. Jorge Portocarrero
la “constitución” en la antigüedad o en la Edad Media no pierden con ello su legitimidad5. No se debe confundir a dichas “constituciones” con aquel texto normativo cuya pretensión es reglamentar el ejercicio del poder político y cuya validez deriva de una decisión política: dicho texto normativo fue un producto original de las revoluciones de finales del siglo XVIII.
Un objeto apto de llamarse propiamente “constitución” no surgió sino cuando la Reforma hubo destruido las bases del orden medieval y, en el curso de las guerras civiles religiosas de los siglos XVI y XVII, una nueva forma de ejercer el poder político emergió en el continente europeo. Esto fue posible debido a la convicción de que la guerra civil sólo se resolvería apelando a una fuerza superior que poseyese tanto la autoridad para crear un nuevo orden que estuviese libre de verdades religiosas en conflicto, con el poder suficiente para restaurar la paz sobre esa base. Guiados por esta convicción, y empezando en Francia, los príncipes comenzaron a reunir sus dispersas prerrogativas de ejercicio del poder político y a condensarlas en un poder público abarcador vinculado a un territorio. Este poder incluía el derecho para crear leyes, sin que tal derecho se viese limitado por ningún tipo de derecho superior derivado de la divinidad. Lo que en algún momento fue un imperativo jurídico se retiraba ahora a los confines de la moral, donde carecería de fuerza jurídica vinculante alguna.
Pronto se adoptaron nuevos conceptos para describir este fenómeno: para la “entidad a cargo de ejercer poder” (Herrschaftsverband) se empleó el concepto “Estado”, mientras que el concepto “omnipotencia” (Machtvollkommenheit) fue reemplazado por el de “soberanía”6. La importancia central de este nuevo fenómeno no era su libertad externa, sino su libertad interna, la cual encontraba expresión en el derecho del príncipe para crear leyes vinculantes para los demás pero que no representasen limitación legal alguna para él mismo7. Ciertamente, el surgimiento del Estado y la soberanía no fue un evento único, sino que representó un proceso que se inició en distintos momentos y en distintas regiones de la Europa continental, con distintas formas y a distintas velocidades, llegando a distintos resultados, pero sin poderse culminar en ningún lugar. Por el contrario, persistieron poderes intermediarios, los cuales se oponían a la posesión exclusiva que ostentaba el príncipe sobre el poder público. En particular, el Estado absoluto, aunque logró eliminar la voz política de los estamentos, permitió que estos siguiesen existiendo, y, por ende, la relación terrateniente-campesino permaneció ajena a la intervención del poder estatal.
A pesar de ello, el Estado moderno –que cada vez más podía apoyarse en un ejército que no dependía de la sucesión de feudos, que contaba con sus propios funcionarios, y en el que sus rentas ya no dependían del consentimiento de los estamentos– emergió como una estructura que podía ser objeto de una regulación legal uniforme. El hecho de que en esta era no surgiese una constitución, en el sentido moderno de la palabra, fue debido a que el Estado emergió como un Estado principesco absoluto por las razones descritas líneas arriba. El titular de todos los poderes era el monarca, quien reclamaba para sí estos poderes por derecho propio y no se veía sometido a restricción legal alguna en el ejercicio de ellos. A pesar de que un objeto apto para llamarse propiamente “constitución” ya existía, no había necesidad alguna de una constitución: el ejercicio absoluto del poder político se caracteriza precisamente por la ausencia de limitaciones legales.
Sin embargo, en este punto existía un vacío entre la aspiración y la realidad. El naciente poder absoluto del príncipe demostró rápidamente que necesitaba limitaciones legales. En casos de ausencia o debilidad en el ejercicio del poder político, se emitían distintos instrumentos normativos, denominados “formas de gobierno”, que eran un conjunto de reglas diseñadas para salvaguardar los derechos de los grupos estamentales ante los poderes del príncipe. Aunque estas formas de gobierno rara vez lograban imponerse a las fuerzas estructuradoras del Estado8, gradualmente asumieron su función bajo la denominación de leyes fundamentales, tratados o capitulaciones electorales9. Debido a que, por lo general, estos cuerpos legales eran establecidos mediante pactos, el soberano no podía cancelarlos unilateralmente. En ese sentido, tales cuerpos legales empezaron a tener precedencia por sobre las leyes promulgadas por el príncipe. Sin embargo, estos cuerpos legales no deben ser confundidos con las constituciones. Ellos dejaban intactas las prerrogativas tradicionales para el ejercicio del poder político del príncipe y sólo le obligaban a renunciar a ciertos poderes individuales en favor de los firmantes de los pactos. En consecuencia, tampoco la jerarquización de las normas jurídicas daba lugar a una constitucionalización.
Esto quiere decir que la moderna constitución normativa no le debe su surgimiento a un desarrollo orgánico de estos antiguos enfoques. Fue más bien la ruptura revolucionaria de 1776 y 1789 la que ayudó a desarrollar una nueva solución para el perenne problema de la limitación legal al ejercicio del poder político, una solución que sigue siendo válida hoy en día. El rompimiento con la madre patria en los Estados Unidos de América y el derrocamiento de la monarquía absoluta en Francia propiciaron un vacío de legitimidad en el ejercicio legítimo del poder político que exigía ser llenado. Ciertamente, las disrupciones revolucionarias, por sí solas, no pueden explicar el porqué una constitución fue considerada necesaria para tal propósito. Las revueltas hubiesen podido desembocar en un mero reemplazo de los monarcas derrocados, como en efecto ocurrió en las incontables irrupciones violentas que precedieron a estas revoluciones. Incluso si en esta ocasión se hubiesen establecido prerrequisitos para que una nueva persona o dinastía pudiese ser designada para gobernar, dicha disrupción no necesariamente hubiese llevado al constitucionalismo.
Esta afirmación se ve corroborada en el caso de Inglaterra. La Revolución inglesa del siglo XVII –aunque también rompió con el ejercicio tradicional del poder político (angestammten Herrschaft)– no trajo consigo una constitución en el sentido moderno de la palabra. En la Revolución inglesa, la nobleza y la burguesía se unieron contra la dinastía de los Estuardo cuando ésta intentó expandir su poder siguiendo el modelo continental, careciendo de las razones que justificaron esta expansión en el continente europeo. Por tanto, la Revolución Gloriosa no tenía como objetivo un cambio, sino que buscaba preservar el orden existente. En consecuencia, no produjo una transformación en el sistema de ejercicio del poder político, sino que meramente representó un cambio en la dinastía; así también, el documento normativo que acompañó esta transición, la Bill of Rights de 1689, representó un pacto entre el Parlamento y el nuevo monarca en el que se reafirmaban los viejos derechos10. Sólo por un breve lapso de tiempo, luego de que Cromwell aboliera la monarquía, una constitución en el sentido moderno de la palabra fue impuesta en 1653[11], aunque ella devino obsoleta con la restauración del viejo régimen luego de la muerte de este.
B. LAS CONDICIONES PARA EL SURGIMIENTO DE LA CONSTITUCIÓN
Si luego de más de cien años, en las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la constitución pudo surgir como un logro duradero, ello se debió a dos circunstancias decisivas. Por un lado, el descontento de los revolucionarios estadounidenses y franceses no se limitaba a la persona del soberano, sino que se extendía al sistema de ejercicio del poder político. Ciertamente, los dos países vivían circunstancias diametralmente diferentes12. A diferencia de la monarquía francesa, la monarquía inglesa, a la cual las colonias se encontraban subordinadas, no devino en una monarquía absoluta. Por el contrario, el Parlamento inglés se había fortalecido considerablemente. Además, las barreras de clase se hicieron permeables, haciendo que los lazos feudales y gremiales de la economía desapareciesen en gran medida. En aquella época, Inglaterra era considerada la nación más libre del mundo, tanto así que los remanentes del viejo orden no pudieron hacerse un lugar en las colonias de Norteamérica. En estas circunstancias, los colonos no estaban interesados en un mejor derecho, sino en una mejor protección para los derechos que les habían sido retenidos por el Parlamento inglés, como por ejemplo el no poder enviar a sus representantes a las sesiones del Parlamento. Fue el rechazo a la madre patria lo que los llevó a emitir una declaración de independencia.
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