Introducción a Tomás Aquino. Josef Pieper

Introducción a Tomás Aquino - Josef Pieper


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que cada cual busque legitimar su opinión mediante una cita de Marx, aun cuando ello esté o no esté objetivamente justificado. Naturalmente eso no quiere decir que la canonización de Marx o Lenin pueda ser puesta al mismo nivel que la de Santo Tomás. No quisiéramos ser mal interpretados en esto: la elevación especial y fuera de lo común de Tomás de Aquino por la autoridad eclesiástica en modo alguno la consideramos como el resultado meramente fortuito de un tipo de tendencias anquilosadas y conservadoras, ni tampoco como un acto primariamente disciplinar que lleve a cabo o preserve la «unidad ideológica». Una formulación como la del teólogo vienés Albert Mitterer de que el «tomismo» está «eclesiásticamente ordenado»[8] la consideramos poco afortunada e incluso equívoca (como si se tratase de una especie de regulación policíaca que por meros motivos de oportunidad hubiese sido decretada de igual forma que podría ser derogada o cambiada). Antes bien estamos convencidos de que esta primacía de Santo Tomás, que de nuevo puede parecer asombrosa, tiene sentido y es necesaria en sí misma. Y por supuesto que con esto no se aconseja cualquier tipo de estéril repetición —la Encíclica de Pío XI sobre Santo Tomás previene expresamente contra ello— y naturalmente que con ello no hay por qué mantener lo transitorio y temporal de Tomás. Mitterer da a entender la existencia de un contrasentido, ya que Tomás, comparado con los resultados de la moderna investigación de la Naturaleza, mantiene una imagen del mundo totalmente distinta y, naturalmente, falsa, pobre y primitiva. Hay que decir que nunca se me ha ocurrido referir la autoridad de Santo Tomás a sus doctrinas biológicas. Además es opinión bastante general[9] que la Filosofía de la Naturaleza es el punto más débil en el pensamiento de Santo Tomás. He has no heart for the task, dice Gilson[10]; no tenía «corazón» para esta tarea y guarda su energía intelectual para otros asuntos. No obstante, ese especial ensalzamiento de Tomás —¿por qué no Agustín, Alberto Magno o Buenaventura?— no puede querer decir otra cosa que en su obra el conjunto de la verdad ha llegado a una enunciación única en su género, paradigmática.

      El que esta propiedad pertenezca a la constitución fundamental de Santo Tomás, y no sólo en el terreno intelectual, sino también en el existencial, se echa de ver ya claramente en sus primeras decisiones. Y también esto pone de manifiesto qué poco tiene que ver esta resistencia a «elegir» con cualquier tipo de neutralidad o indecisión.

      Ya hemos mencionado que Tomás, aproximadamente a la edad de quince años, tiene que abandonar el refugio de la abadía benedictina de Montecasino y que esta huida le lleva a Nápoles, es decir, a una ciudad y a una Universidad; y que aquí se encuentra con dos fenómenos que no sólo son nuevos para él, sino que antes bien son algo nuevo en general para el siglo XIII.

      Tomás se encuentra en primer lugar con el «movimiento de pobreza», con las Órdenes mendicantes; y en segundo lugar se encuentra, en la Universidad, con Aristóteles. Joven reposado y por completo abierto, recibe con una tremenda disposición de alma y mente ambas fuerzas que van a determinar no sólo su propio tiempo, sino precisamente el futuro de todo el Occidente. Y Tomás abraza ambas con la asombrosa vehemencia de su ser, aun cuando el impulso que está detrás de ambos fenómenos parezca que mutuamente los excluya. Queríamos hacer notar que ya aquí, en el principio, aparece lo paradigmático, lo ejemplar del más tarde Doctor communis: la energía conquistadora que no excluye ni deja nada y que consiste en que todo lo que existe «le pertenece», por ejemplo, tanto la Biblia como la Metafísica de Aristóteles. De ello hay que hablar ahora más despacio.

      Los cátaros, que así se llaman a sí mismos, los Katharoi, los «puros» (¡algo inquietante es que la palabra alemana «hereje» —Ketzer— originariamente designa a los «puros», a los que quieren ser «puros»!), los cátaros medievales son los herederos del antiguo y nunca totalmente superable maniqueísmo que considera como malo la materia y todo lo material, el cuerpo, el matrimonio, el Estado, las instituciones religiosas visibles, los sacramentos. El asceta es la representación de la perfección; y la ascesis llega hasta el extremo de la muerte voluntaria por hambre. La mundanización de la Cristiandad y de la jerarquía da a este movimiento —que es capaz de unir un poderoso grado de energía a una entrega equivocada—,


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